La soledad de los aislados
Mundos Marginales | Citlal Solano reflexiona detenidamente la vivencia de soledad en las periferias, desemboca así en nueve aforismos sobre su permanencia en la existencia.
Mundos Marginales | Citlal Solano reflexiona detenidamente la vivencia de soledad en las periferias, desemboca así en nueve aforismos sobre su permanencia en la existencia.
Crónica y fotos por Citlal Solano
Sierra Norte de Puebla, 28 de julio de 2020 [00:38 GMT-5] (Neotraba)
¿Cuán solos estamos en este confinamiento? ¿Qué tanto pesa en cada uno de nosotros el sollozo de los recuerdos?
La soledad ha sido quizá el punto medular de lo que tradicionalmente —desde el pensamiento cristiano— no debe ser. Un individuo no debería estar solo: tendría, naturalmente, aspiraciones a la congregación, a la familia como único medio de felicidad.
Entonces, la soledad se ha visto e interpretado como algo negativo, ajeno y perturbador. Se ha vislumbrado como un túnel oscuro, frío e incierto.
Por eso la soledad da miedo. Asusta la idea de existir sin otro de nuestra especie.
No hemos sido capaces de vivir con nuestros pensamientos; nos abruma la idea de pensar y que nadie esté ahí para contrastar lo dicho, porque, aún el más egoísta y tontivano, requiere la atención de los demás.
Pero más allá de la ausencia de alguien, de la lejanía del conocido, de la distancia con el entorno —aprendido como natural— o del lugar donde hemos crecido, la soledad en la periferia es, por mucho, más aplastante.
Miradas ausentes, alegrías robadas y sonrisas de etiqueta, son algunas de las bases de convivencia en estas montañas.
Algunos dicen que una no debe verse públicamente deshecha por el dolor o la tristeza, eso nos hace mujeres débiles y así. ¿Cómo va criar? Seguro nadie va a quererla. Luego entonces está condenada a la soledad.
En estas tierras he aprendido lo profundo del dolor que no estalla, ese que revienta al interior y consume con agonía, lentamente.
He comprendido la dificultad de lidiar con la ausencia de aquellos a quienes amo y limpiar mis pensamientos. Sólo aquí, después de tanto, me he dado tiempo de sacar el dolor, de estallar para avanzar.
Aquí el tiempo pasa distinto, el día a veces parece eterno y la noche demasiado estruendosa. Hay momentos donde la llegada del crepúsculo se torna un martirio porque incluso ahí no encuentras descanso.
Las personas en esta región saben que hay momentos en los cuales la soledad es el vehículo para lograr al menos un lapsus de felicidad. La familia les ha arrebatado todo.
Una mujer me dijo hace unos días, “Ahora que te vayas no voy a tener con quién platicar, ya sólo vas a venir de paso.”
Ambas lo tomamos con humor porque no fue un reclamo, ni siquiera con un tono triste, fue un comentario tan cotidiano como nuestros pasos. Después de todo, como la mayoría de las familias, el origen de su matrimonio fue desde la imposición, desde la necesidad de soltar pesos que impedían la supervivencia.
Si las hijas se van y encuentran —o les encuentran— pareja, representan un gasto menos en alimento y posiblemente un apoyo económico si el marido es maestro, policía o ingeniero. Al final del día viven solas y se percatan de la inutilidad del sueño de la familia como fuente de la felicidad. Muchas de ellas se van y rehacen sus vidas. Otras se quedan aisladas en simulaciones.
En otra ocasión esa misma señora me dijo: “Pensamos comprar una casa por Zaragoza. Así te puedes quedar, cuando vayas. A veces es sano alejarse de la familia que sólo pica la cresta. Por salud, por paz personal. Como tú, que vienes al pueblo; también buscas descansar.”
Si se divorcia después de tener la casa, no lo hará para buscarse a alguien más; por eso se está alejando, para disfrutarse, para vivirse desde otro panorama, porque ha entendido que su soledad le da felicidad. Me lo ha comentado en repetidas ocasiones. El sanar desde la distancia es algo que, como ella dice, le ha costado casi 30 años comprender.
Para muchos aquí, se vuelve más pesada la convivencia familiar desde el inicio del confinamiento. Abrumados por la cotidianidad, se alejan a razón de cualquier actividad surgida de improvisto; buscan tener de nuevo esos espacios que, aunque breves, eran propios, donde se podía hacer cualquier cosa de manera muy personal. Eran lapsos de descanso.
Mucha gente en estos días sale de noche a sus azoteas, o a las banquetas, a ver el atardecer y las estrellas. Parece tranquilizarlos. Incluso en estos tiempos todos hablan del cometa, de que ojalá ya no se nuble para poder verlo. Recuerdan cómo, cuando eran niños, sus padres con asombro les enseñaban el cielo nocturno.
El confinamiento y la necesidad de soledad hicieron que la gente se ocupara en regresar a ciertos conocimientos relacionados con la noche, con escuchar a los animales, la llegada de las lluvias, los cuerpos celestes y otras formas de trabajo.
Sin embargo, para otros tantos la soledad se manifiesta como una ruleta, con elevaciones y caídas drásticas donde la realidad se distorsiona. Hay incluso noches de un silencio abrumador: es tan profundo que eriza la piel.
He despertado en medio de la madrugada constantemente y me encuentro en una profunda soledad, sin cantos de grillos o ranas, sin el movimiento de las hojas de los arboles por el viento —por escaso que sea. Nada en absoluto a kilómetros.
La calma tan inquietante envuelve tétricamente a la noche y nos pone alertas, donde cualquier bosquejo que rompa el silencio es una promesa de tranquilidad. Los pensamientos se vuelven tormentos en esas circunstancias. El anhelo de un ventarrón que agite el bosque, de algún animal merodeando o algún sujeto despistado en la penumbra suena demasiado prometedor en esos escenarios.
El silencio absoluto y la oscuridad de la nada es estrujante, va más allá de lo conocido por nosotros como soledad.
El confinamiento golpea distinto, penetra en cada uno de nosotros de formas desconocidas y nos orilla a responder desde lo desconocido.
El sollozo de los recuerdos se presenta momentáneamente como una gota de agua que cae firme y constante sobre una roca, se infiltra poco a poco hasta formar grietas. Nosotros, vulnerables y presionados por la abrumadora realidad esperándonos, a veces no somos capaces de reaccionar a tiempo.
Hay quienes se desaparecen porque no pueden lidiar con tanto. Otros más recurren a sustancias para olvidar el momento que están viviendo.
Para muchos el refugio está en medio del bosque, donde no existen restricciones aún. Caminan horas, se adentran a lo profundo de las montañas y se mimetizan con el sonido de los árboles que crujen de viejos. Algunos nos quedamos a la espera de ver a cualquiera de los nuestros. Guardamos el anhelo de algún día volver a reunirnos, de saber vivos a los seres amados.
Pero si algo compartimos firmemente es la necesidad de la soledad como medio de aterrizaje ante una realidad incierta. Ya no como ese sello de dolor dejado por el despojo y la opacidad de la conquista, sino como una necesidad de reconocerse ante la ausencia.
La soledad —reconocida ahora desde otro horizonte— marca la posibilidad de hacer frente al dolor. Pero es también una forma de abrirse al amor.