La sensible Helga
Esteban Martínez Sifuentes recrear a un personaje simbólico para el Tercer Reich: Helga Goebbels horas antes del 22 de abril de 1945.
Esteban Martínez Sifuentes recrear a un personaje simbólico para el Tercer Reich: Helga Goebbels horas antes del 22 de abril de 1945.
Por Esteban Martínez Sifuentes
Ciudad de México, 22 de enero de 2022 [04:34 GMT-5] (Neotraba)
Un sabio, el jardinero de prominentes patillas canas, con los bajos del pantalón parchado metidos dentro de sus botas de goma, transportaba en carretilla brotes de tulipán desde la base de los robles para adornar la larga senda del jardín y el perímetro de la fuente. Últimas semanas de abril. El momento exacto. En una cueva amorosa, la tierra y las raíces de los árboles habían estado entibiando en el invierno los bulbos que espigarían unas flores duraderas de efusivas tonalidades rojas, violetas, amarillas, jaspeadas. La nieve no volvería hasta dentro de unos meses, se acercaba el solsticio de verano. Aunque se veían cada vez más aviones hendiendo el cielo y en ocasiones caía una bomba en los alrededores, aquella región privilegiada de tilos, olmos, hayas y robles no era un blanco disputado por los bombarderos enemigos.
Dentro de la sobria y cuidada villa campestre, casi en la margen del lago Bogensee, un apacible espejo de plata azulada, dos hombres en mangas de camisa trasegaban papeles frente a la chimenea del estudio; uno de ellos, el más frenético y el que decretaba qué conservar y qué lanzar al fuego, era esmirriado y cojo. En la planta alta, un envejecido espectro femenino en bata de chifón, con parálisis facial y hemiplejia inminente, preparaba las maletas con relativa serenidad, conmovido por la ópera que sonaba en el gramófono con la fidelidad de la misma sala de conciertos. Era su preferida de unos meses a la fecha: Orfeo y Eurídice de Gluck. Regresar del inframundo venciendo a las terribles Furias con la música y por el impulso del amor, ¡qué sublime!
Pared de por medio, Kathe Hubner, la nana de los últimos años, apremiaba a los niños para que terminaran de vestirse; eran quizá los chicos más famosos del país, aparecían junto a sus padres en diarios, revistas, documentales de cine. La familia perfecta. Unida, pulcra, rozagante. Incansables, semidesnudos, saltaban en camas y sofás porque mamá les acababa de asegurar que pronto ahora sí, cuestión de días, el ejército patrio vencería a las fuerzas que buscaban apoderarse de la nación y causarles daño a sus habitantes; eran malos, oh sí. Sólo la mayor permanecía aparte, callada y tétrica, ya vestida con su traje y su gorra marineros, su ropa preferida. Como nunca, mamá le había dado permiso a cada uno de llevarse sus prendas favoritas, además de las golosinas y juguetes que desearan. Salvo el ajuar que usaba, ella no escogió nada en particular.
Helga tenía doce años, era autosuficiente y cooperativa. Aún jugaba con muñecas, pero leía el mundo con mayor claridad que sus hermanos y sabía que el raro espacio que habitaban los adultos era uno sombrío y amenazador, poblado de mentiras y misteriosas sordideces envueltas en susurros y miradas contenidas. La familia haría un viaje a la capital para ver al tío Adolfo porque se encontraba en una situación complicada, regresarían en breve e irían de vacaciones a las montañas, al desierto o al trópico, donde decidieran, sus padres se las habían prometido.
Ella, acaso no razonadamente pero sí con recurrencia inquietante, dudaba que volvieran y había roto el diario que la acompañaba desde que aprendiera a escribir. Si no volvían, alguien iba a leerlo en algún momento y eso le producía escalofríos; ¿por qué tenía nadie que conocer sus secretos? Sus amigos le habían estado contando ciertos hechos horribles, tan estremecedores que al principio se cerraba a toda posibilidad de comprensión y se alejaba corriendo tapándose los oídos. ¡No es verdad, mentirosos, no es verdad! Pero se fue enterando, por lo que veía y se hablaba y respiraba, que eran ciertos y aún peores, aunque su madre y Hubbi lo negaran, conminándola sutil, estúpidamente, a no prestar atención a habladurías. La sobreprotegían al grado de abrumarla y hacerla sentir una completa idiota sin capacidad de voluntad o discernimiento. A veces sospechaba incluso que su madre no la quería.
Filtrada, inocua, resonaba la apoteosis del amor de Orfeo y Eurídice solapado por Cupido. Sus hermanos seguían brincando a pesar de las reprensiones de la nana. Helga se cubrió el rostro con las manos. Kathe Hubner se dio cuenta y fue a su lado. Era parte de su trabajo y se había encariñado con ellos. De repente no supo qué decirle. Ella también dudaba que volvieran, ¿qué se le podía decir a una jovencita en semejante coyuntura? ¿“Escapa, vete lejos”? Sólo atrajo su cuerpo frágil y vibrante hacia el suyo y le acarició el pelo.
Pareció bastar porque la niña, casi una adolescente que en otra circunstancia no tardaría en desarrollar líneas redondeadas de mujer y tendría grandes ilusiones, escarceos con chicos de su edad, novios formales, amores eternos, desengaños dolorosos, nuevas ilusiones, se apaciguaba poco a poco entre sus brazos como un cordero que estuvo a punto de ser devorado por los lobos al haber incursionado donde no debía.
¿Ya están listos mis valientes guerreros?, entró un sonriente espectro femenino en bata de chifón. ¡Siií, mamá!, condescendieron los cinco menores arreciando su frenesí de saltimbanquis. Sí, mamá, murmuró Helga, dócil, con renovadas ganas de llorar.
Esa tarde, 22 de abril de 1945, partieron al búnker. Faltaban pocos días para que Johanna María Magdalena Ritschel, o simplemente Magda Goebbels, envenenara en un acto de suprema desesperación y egoísmo a los seis hijos que procreara con el Ministro de Propaganda del Reich, antes de matarse ella misma junto a su esposo. El líder supremo, el tío Adolfo, se había suicidado el día anterior. Así ¿qué sentido tenía la vida?