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Querétaro, Querétaro, 26 de abril de 2025 (Neotraba)

James Rodrúguez por Anael Tritura
James Rodrúguez por Anael Tritura

A Bono

Porque, ¿qué hay fuera de los perros? ¿A quién recurrir fuera de ellos en el inmenso mundo vacío? Todo el saber, la totalidad de las preguntas y respuestas está contenida en los perros.

Franz Kafka

Imagínate si todos tuvieran acceso a una nutrición sana y equilibrada.

Mark Hughes

–Don Buki tiene un perro que habla.

–No mames, ¿el señor del Herbalife?

–Sí, dicen que hasta da consejos de nutrición.

–¿Cómo que habla?

–No sé. Supongo que así, como estamos hablando nosotros.

–No mames.

–Acuérdate del perro que dice I love you.

–No es lo mismo.

–Pues eso me dijeron.

Sergio me había acompañado a pasear a Canek, mi poodle, quien como de costumbre aunque sin explicación alguna, mordisqueaba un trozo de hierba antes de lanzarle un chorro tibio de pipí. Caminábamos por la colonia y a falta de cualquier otro tema de conversación, seguimos hablando del supuesto perro parlanchín. Canek, mientras tanto, buscaba un lugar adecuado para hacer del baño. Para muchos perros (la mayoría, me atrevo a decir), basta cualquier banqueta, cualquier calle, cualquier coordenada del planeta tierra para proyectar sus desechos, pero para mi perro era diferente. Canek hacía una clase de parkour con su excremento. Digo, si tenemos en cuenta la definición clásica: ir del punto A al punto B de la manera más creativa posible. No sólo hacía popó. Bueno, sí, pero no le bastaba con lanzar la pastita de croquetas procesadas, sino que había llevado el simple acto de defecar a un grado de sofisticación que lo convertía en toda una disciplina artística. Una noche, pasamos junto a una casa en obra negra, llena de montañas de grava. Canek buscó la más alta, escaló con dificultad como senderista en el volcán Chimborazo y depositó su popó justo en la cima. Otra ocasión, en un campo de futbol de tierra, decidió colocar su excremento justo en el manchón penal de una de las porterías. Canek, en ese sentido, tenía algo de artista conceptual. Lo supe una mañana en que descubrí que se había comido las margaritas que acababa de comprar, sólo para hacer espacio y poder defecar en la maceta de tortuga que, valga decir, también era nueva. La maceta, la tierra de la maceta, amaneció coronada con tres trozos de popó apilados.

–¿Para qué tendría que hablar un perro? ¿Qué podría decir?

–Depende del perro, pero entiendo el punto.

–¿No crees que si un perro hablara ya se habría registrado de alguna manera?

–¿Cómo?

–No sé. Televisión, Internet. Algún reportaje, una entrevista.

–Según entiendo es un secreto.

–¿Y a ti quién te dijo?

–Mi mamá, ella le compra malteadas.

–¿Al perro?

–Supongo.

Canek sólo les ladra a perros más pequeños que él, cosa que, tratándose de un poodle negro de tres años, acorta enormemente sus posibilidades de ladrar en un paseo común y corriente. Lo he visto: calcula, dimensiona, analiza. Si el perro es más grande que él, desvía la vista y actúa como si nada. “Evade la realidad”, me decía Sergio. Quizá es verdad, y me parece una técnica de abstracción al menos loable. Una ocasión, un adolescente con playera del Barcelona paseaba un perro que quizá pesaba más que Canek y yo juntos. El perro comenzó a ladrarnos y jaloneaba tanto a su dueño que parecía que lo iba a tirar. Le vimos los dientes y la musculatura: un semblante violento con una clara intención de despedazarnos. Canek ni siquiera se detuvo. Caminó como si nada, a un lado de la bestia que tenía el joven por mascota. A mí sí me dio miedo.

–Ponte en el lugar de los perros.

–¿Cómo?

–Si fueras un perro, ¿qué clase de perro serías?

–Uno bonito, espero.

–Güey, en serio. Estoy hablando de la personalidad, de la manera de ser.

–Uno miedoso, yo digo. De esos a los que les da pena olerle el rabo a perros que no conocen.

Encontré a Canek debajo de un árbol, camino a la tienda, un martes trece lluvioso. Temblaba y hacía ruiditos de perro triste. Hacía bastante frío y se encontraba ovillado sobre los restos de una caja de cartón. No pude evitar llevármelo a casa. Le puse Canek porque estaba lloviendo y creí que así se llamaba el dios de la lluvia. Para cuando me corrigieron ya le había mandado hacer la plaquita. Es la primera mascota que tengo. A mi mamá nunca le gustaron los animales. Quizá es por eso que todo lo que hacía Canek me parecía incomprensible y las acciones que, a mi ver, se presentaban como rituales indescifrables y nebulosos, no eran más que el sencillo actuar de un perro promedio. En eso pensaba cuando Canek se detuvo frente a una bolsa de papitas vacía. La olisqueó, metió el hocico, la acomodó, se dio la vuelta y empezó a hacer popó dentro. Sergio y yo nos volteamos, para darle la privacidad que en absoluto necesitaba. Canek terminó y contempló su obra. Supongo que le agradaba lo que veía porque empezó a mover la cola y, bueno, mover la cola es la sonrisa del idioma perruno.

–Pues vamos, ¿no?

–¿A dónde?

–A ver al perro que habla.

–No mames, ¿cómo va a hablar?

–Me dijo mi mamá que hablaba.

Eran las siete de la noche, más o menos. Se estaba poniendo oscuro y el aire se sentía cada vez más frío. Caminé con Sergio y Canek hacia el negocio de don Buki, a pocas cuadras de mi casa. Nos detuvimos en la tienda a comprar un refresco. Bueno, Sergio entró a la tienda mientras yo me quedaba afuera con Canek. No recordaba cuántos años llevaba don Buki en ese negocio, pero sí que se puso de moda un par de años. Mi mamá le llegó a comprar malteadas con la promesa de transformar sus hábitos alimenticios. Y, bueno, no era una mentira del todo: en tres meses se hizo adicta a las malteadas, subió cuatro kilos, y sus cachetes adquirieron un volumen que ya nunca pudo perder. A don Buki le decían así porque tenía un parecido asombroso con Marco Antonio Solís. He hecho unos cambios en mí, pensando si te gustarán. Piel blanca, pelo largo y negro, barba, bigote. Desde un primer momento el apodo le encantó y se dedicó a incentivar su uso: se vestía siempre de blanco y, según él, lo imitaba al saludar a las personas. Llega navidad y yo sin ti, en esta soledad. Eso sí no lo puedo corroborar porque la verdad no sé cómo saludaba el cantante. Un tiempo vendió tostadas y su puestecito, que ni siquiera necesitaba nombre, tenía una cartulina verde que decía “Tostadas, el Buki”. Uno pasaba por ahí y se escuchaban las canciones. Pero recuerda, nadie es perfecto y tú lo verás. El puesto le duró un buen rato, pero más tarde que temprano terminó cerrarlo. Lo dejamos de ver por años. Unos ocho, a lo mejor. Si no te hubieras ido, sería tan feliz. Regresó con su club de Herbalife. Muy cambiado. Pelón, para empezar. Me daba una sensación rara al verlo, parecía alcohólico en rehabilitación. Se veía arreglado, pero sudoroso, con la mirada perdida. Regresó sin barba, sin bigote, sin ganas de que le dijeran don Buki, pero pues ya era tarde para eso.

–Sergio, si tú fueras un perro que habla, ¿trabajarías con don Buki?

–No lo sé.

–¿Venderías malteadas de Herbalife?

–Eso sí no.

–¿Entonces?

–A lo mejor tendría un podcast.

–Habrá que preguntarle al perro.

Dos cuadras antes de llegar al negocio de don Buki, se alcanzaban a ver las cortinas blancas con verde, iluminadas por un foquito naranja claro. Siempre había tenido la sensación de que algo extraño ocurría detrás de esos colores, pero… vaya, estábamos hablando de un perro parlanchín. Cuando nos acercamos al negocio, Canek empezó a jalarse porque, al parecer, de la nada, le dieron unas ganas tremendas de orinar una llanta. Una en específico, de un carro igual de específico, ubicado en dirección opuesta a nuestro destino. Dos jaloncitos a la correa bastaron para que se diera la vuelta. No hace falta decir que no es un perro muy fuerte. Si fuera de una raza más grande, no sé si me hubiera atrevido a rescatarlo de la lluvia. No por falta de ganas, sino porque me hubiera sido imposible educarlo. Comprar tanto alimento y recoger tanta popó, hubiera nublado mi juicio en algún momento. Sergio se detuvo a pocos metros de las cortinas. Habíamos llegado. Antes de que decidiéramos entrar, vimos salir a una señora rubia muy gorda. No me gusta decirle gorda a la gente, pero de verdad se trataba de una señora muy gorda, metida de milagro en un vestido floreado de una talla desconocida para mí. Parecía un tinaco con una funda bonita. Salió de entre las cortinas con un vaso de unicel en la mano. La saludé pero ni siquiera volteó a verme.

–Quizá no deberíamos haber venido.

–No mames, fue tu idea. Ya caminamos hasta acá.

–Sonaba más emocionante hace media hora.

–Si no entramos vas a seguir toda la semana con lo del perro que habla.

–En eso tienes razón.

Nos abrimos paso entre las cortinas y encontramos una escena que no les hacía justicia a nuestras expectativas: unas quince señoras sentadas en dos filas de sillas pegadas a la pared, una chica de lentes en el mostrador, un refrigerador con decenas de notitas de colores. Sentí como si fuéramos un par de vaqueros entrando a una cantina: quizá porque todo el mundo dejó de hablar cuando entramos, pero también porque todas las señoras nos voltearon a ver al mismo tiempo. Sergio, que era quien había tenido la idea de ir en primer lugar, se puso detrás de mí y me dejó todo el trabajo. Canek se había puesto muy tenso. No sé si las señoras lo incomodaban tanto como a nosotros o si seguía molesto porque no le permití orinar la llanta.

–Buenas noches. ¿En qué les podemos ayudar? –me preguntó sonriente la chica del mostrador. Sergio desvió la mirada mientras todas las señoras nos escrutaban con una atención inmanejable. La ausencia de don Buki nos tomó por sorpresa y no habíamos preparado muy bien lo que íbamos a decir. “Escuchamos que tienen un perro que habla” no parecía una manera inteligente de iniciar la conversación.

–Hola, buenas noches. Este… mi amigo y yo íbamos pasando por aquí y… queríamos ver… la… posibilidad de probar una de sus malteadas. Nos las recomendaron mucho.

–Claro, chicos. ¿Es la primera vez que prueban una?

–Sí, nosotros sí. La mamá de él también viene aquí.

–¿Quién es tu mamá?

–La señora Cheli.

–Claro, lindísima la señora Cheli. Pues ustedes díganme. Se las puedo preparar de dos sabores. Tenemos fresa, chocolate, galleta, frutos rojos, café, vainilla. No sé de qué se les antoje.

A cuatro minutos de haber llegado, ya nos habíamos sentado a tomar la malteada con las señoras. Canek estaba tirado panza arriba, recibiendo las caricias simultáneas de unas cinco personas. La más animada de las clientas, nos contaba cómo el producto había resuelto todos sus problemas gastrointestinales que, al parecer, eran muchísimos. Nos habló de su reflujo, de sus horarios de evacuación, del tamaño de su popó. Nunca había pasado tanto tiempo hablando sobre procesos digestivos, mucho menos ajenos. En eso, Sergio se me acercó.

–¿No les vamos a preguntar del perro?

–Me da pena. A don Buki sí le preguntaría.

Nos terminamos la malteada y antes de hacer cualquier otra cosa, dejamos que acariciaran a Canek otro momento, porque se notaba a leguas que lo estaba disfrutando mucho. Esa es otra verdad universal: las rascadas de pancita son la heroína de los perros. En el refrigerador había una foto que no noté al principio. Don Buki, vestido de traje, tan pelón como se le veía estos días, rodeado de mucha gente blanca y bonita. Mostraba un diploma que no se alcanzaba a leer. Lo que sí que se veía era un letrero gigante de Herbalife que tenían a sus espaldas.

–Señoras, muchísimas gracias por todo. Son muy amables. Muy rica la malteada. Y perdón, antes de irnos, queríamos preguntarles si de pura casualidad estará por ahí el encargado –el barullo se cortó de golpe. Las señoras se miraron entre sí. –Nada más queríamos saludarlo, digo, si se puede. Igual y platicar tantito… sobre… nutrición y… mi intestino y… eso.

–¿Desean ver al señor James Rodríguez?

Sergio me miró confundido. Yo la verdad no me sabía el nombre de don Buki, pero supuse que todo el cambio de look venía acompañado de un cambio de identidad. Asentimos y, de pronto, todo el ambiente adquirió una solemnidad que resultaba muy incómoda. La chica del mostrador nos pidió que la acompañáramos. Entramos por una puerta que estaba junto al refrigerador. El lugar era muy grande. Caminamos por un pasillo iluminado de manera pobre. No me había fijado, pero el club de Herbalife de don Buki era más grande de lo que cualquiera podía pensar. Debían ser unas tres o cuatro casas unidas. Había señoras caminando por todas partes. Algunas con playeras que decían “Yo amo Herbalife”. Llegamos a algo así como una sala de espera. Le digo sala de espera porque había un montón revistas viejas y maltratadas. Nos sentamos a esperar. Creo que Sergio estaba igual de incómodo que yo, porque llevaba mucho tiempo callado. Canek parecía indiferente, pero quizá se trataba de su mecanismo de evasión de la realidad. Pasaron unos tres minutos y don Buki apareció. Usaba una camisa blanca y tenía la misma pinta de estar atorado en el cuarto paso de los doce de Alcohólicos anónimos. Lo vi tan fuera de sí mismo que se me quitaron las ganas de preguntarle sobre el perro. Pensaba en felicitarlo por su club y despedirnos, cuando él se me adelantó:

–El señor James Rodríguez los está esperando.

El misterio con que ocurría todo, nos tenía bastante turbados. Las palabras de don Buki, tenían más de orden que de información, sobre todo si tenemos en cuenta el tono de mayordomo con el que se dirigía a nosotros. Sin pensarlo, nos levantamos del asiento y lo seguimos. Canek tenía la cola alzada y quieta, señal de que estaba alerta. Al cruzar la puerta, supimos que había sido un error nuestra visita y que las consecuencias de nuestros actos todavía estaban por definirse. Era una habitación amplia, un despacho. Unas treinta señoras paradas alrededor de la habitación. Había rostros conocidos. La señora Rosy de la estética, doña Lulú de las gorditas, la señora Marielena de la papelería, la señora Feli de la tienda. Todas eran nuestras vecinas. Todas estaban de pie, alrededor de un escritorio. Y ahí al centro, sentado en la silla (como se sientan los perros), estaba un pastor alemán que tenía puesta una playera de la selección colombiana de futbol. El perro sacaba la lengua como cualquier otro, tenía la misma cara de ingenuidad de cualquier otro. Don Buki se puso detrás de él y comenzó a acariciarlo. Todas las vecinas seguían firmes en su posición, con la marcialidad de una cuadrilla de soldados. Un silencio más incómodo que todos los anteriores se extendió por varios segundos y yo, quizá ahí sí para evadir la realidad, no podía pensar en otra cosa que en lo bien que se veía ese perro con la playera de futbol. A Canek una vez le compré una corbata. Se la puse para año nuevo. Le tomé muchas fotos porque me pareció que le quedaba de lujo pero al otro día encontré la corbata tirada al centro del patio con una popó encima.

–Don Buki, perdón, creo que no estamos entendiendo nada. ¿Por qué su perro tiene una playera de Colombia?

–El señor James Rodríguez no es mi perro. Yo soy su asistente. Nos dijeron que querían hablar de nutrición.

Sergio me volteó a ver confundido. Mis vecinas seguían paradas en posición de firmes, custodiando al perro de don Buki. No voy a negar que desde que escuché el nombre me pareció muy interesante. No sé si porque no había pensado en el derecho de las mascotas a tener apellido o sencillamente porque creo que James Rodríguez es un jugador espectacular. No es por nada, pero el perro de don Buki se veía mil veces más tonto que Canek. Se le notaba en la mirada: ajena a todo lo que ocurría a su alrededor. Me costaba imaginar cuáles habían sido las circunstancias que habían llevado a ese pobre perro, inocente a todas luces, a una situación así de penosa. Fue en ese momento, cuando una voz serena, de sacerdote, se coló en la conversación.

–Buenas noches, muchachos. ¿Quién de los dos quiere la asesoría de nutrición?

El perro de don Buki estaba hablando. Así, como si nada. Con un español impecable. Las palabras salían de su hocico ordenadas a la perfección. Sergio y yo nos quedamos mudos. Levanté la mano, por no hacer esperar al señor James Rodríguez. Don Buki le acomodó una laptop enfrente y le puso unos pequeños anteojos. El perro empezó a teclear.

–¿Cuántas veces evacúas en un día?

–Una –respondí.

–Del uno a al diez, ¿cómo calificas tus procesos digestivos?

–Seis.

El perro movía la pata cada que trataba de explicar algo. Nos habló del intestino grueso, de la importancia del desayuno, del índice de grasa corporal. Hasta nos compartió algunas estadísticas sobre la obesidad en México. Sergio seguía pasmado. Canek, más ordinario que nunca, no hacía otra cosa que olfatear la nada mientras nosotros nos enfrentábamos al universo insólito que se nos revelaba. Yo, pese a que tenía unas ganas terribles de gritar o de darle un golpe al perro, dejé que la conversación continuara. Le pidió a don Buki que me pesara y me midiera. Como mis procesos neuronales estaban concentrados en el entendimiento de las habilidades del perro, no puse ningún pero y acaté todas las indicaciones que me hicieron él y don Buki. James Rodríguez le ordenó a una de las señoras que nos trajera un té de frutos rojos, otro producto Herbalife. Lo bebimos despacio, mientras escuchábamos un discurso sobre las propiedades termogénicas de la fórmula. La voz de James Rodríguez sonaba como la de un mago al presentar un acto: misteriosa, pero a la vez bastante transparente en lo formal. De pronto, la voz del perro se empezó a escuchar lenta y pastosa, como si estuviera a punto de convertirse en un monstruo. Volteé a verlo y me pareció que su imagen se distorsionaba. Traté de preguntarle a las señoras si algo le estaba pasando, pero noté que ni mi voz ni mi cuerpo me respondían. El maldito perro ese, o don Buki, o las vecinas, habían puesto algo en la bebida y no precisamente por el bien de nuestros intestinos.

Pese a los clichés del cine y la televisión, uno no anda por la vida sospechando de cualquier vaso que le ponen delante. Despertamos amarrados a una camilla en un cuarto que parecía una clínica clandestina de abortos. Dos señoras se habían puesto batas de médico y guantes. Por la manera en la que tomaban los bisturís, se notaba que no tenían ningún tipo de formación en medicina. Muchas señoras nos observaban. Una de ellas le rascaba la panza a Canek, que seguía boca arriba, muy contento y, aunque él no podía hacer mucho por nosotros, le hubiera agradecido unos ladridos en nuestra defensa. Y bueno, lo obvio: entre don Buki acariciando a James Rodríguez, la camilla y las señoras con bisturí, me di cuenta que esas personas (y perro) no querían vendernos malteadas de Herbalife.

–Perdón, señor James Rodríguez. ¿Nos podría decir que está pasando?

–Les vamos a extraer el apéndice.

–¿Cómo dijo? –el terror me agarró desprevenido y me costaba articular las palabras. –¿Para qué?

–Broma –respondió el perro. Los apéndices no sirven. Les vamos a extraer los riñones para venderlos.

–¿No vendían malteadas? –preguntó Sergio.

–No pueden hacer eso. ¡Señora Rosy!, ¡doña Mary! ¿Por qué le hacen caso a un perro?

–¿Eso creen que soy? ¿Un perro? Creí que sería fácil de entender que soy mucho más que eso. A ellas ya les quedó claro –el perro señaló con su patita al grupo de señoras que tenía detrás.

–Vino a salvarnos –interrumpió una de ellas.

–Es un iluminado –añadió otra.

–Por favor, doña Marta. ¿Necesito recordarles que nadie puede hablar sin mi autorización? –la señora en cuestión dio un paso hacia atrás, apenada –Soy, por así decirlo, una especie superior y con un poco de ayuda, todos se van a enterar de quién es James Rodríguez.

–¿Y nos tienes que quitar los riñones para eso?

–Mi organización necesita dinero y es la manera más rápida que hemos encontrado de obtenerlo.

–¿Con lo de Herbalife no alcanza?

–Nadie quiere comprar esas malteadas, pero nos ayudan a atraer gente estúpida, como ustedes.

–Yo tengo una pregunta –dijo Sergio.

–Dime.

–¿No era más fácil drogarnos más, quitarnos los órganos y tirarnos por ahí?

–Nos gusta mucho platicar. Bueno, ya perdimos demasiado tiempo. Señora Rosy, por favor continúe.

–¡No, se los ruego! Por lo menos duérmanos.

–¡Ya fue suficiente! –una voz diferente, severa, heroica, de personaje de acción musculoso, atravesó el bullicio. Giré el cuello y vi que Canek, mi perro, estaba hablando. –James Rodríguez, ¿qué demonios estás haciendo? –las señoras, como nosotros, se quedaron boquiabiertas, lo cual se me hizo bastante incoherente. ¿Cómo podía sorprenderles tanto que dos perros hablaran cuando trabajaban para uno que también lo hacía?

–¡Vaya, Canek! Hasta que te dignaste a hablar.

–Sabes que no lo tenemos permitido. Estás cometiendo un delito y no pienso permitir que sigas lastimando gente.

–¿Vas a defender a tu dueño? Estoy cansado de esconderme, de mover la cola, de comer croquetas. Además, lo sabes, mi nombre es estúpido.

–No escogemos nuestro nombre. Yo no tengo la culpa de que mi dueño no sepa diferenciar un nombre maya de uno mexica –asentí conforme.

–¿Y por qué te sigues poniendo la playera? –preguntó Sergio, igual de inoportuno que siempre.

–Para no olvidar. Para recordar que ustedes, simios, le han hecho tanto daño a nuestra especie. Véanme –el perro extendió las patas hacia los lados. –Mi anterior dueño me encontró envuelto en esta playera y no se le ocurrió nombrarme de otra manera. ¿Pueden creer tanta imbecilidad?

–Por lo menos yo intenté ponerte un nombre cultural.

–No le vas a quitar los órganos a mi dueño.

–No chingues, Canek. Sálvanos a los dos –agregó Sergio.

–Ni a él ni a su amigo.

–Canek, tengo a cuarenta señoras de mi lado. No son lo que podría decirse una cuadrilla de asalto, pero la señora Lucy sabe Taekwondo y doña Feli trae las tijeras de la pollería. No pueden detenernos.

–James Rodríguez, yo, Canek, con base en la tercera enmienda de la Constitución política del perro, te reto a un duelo a muerte.

Ni Canek ni James Rodríguez se molestaron en explicarnos de qué estaban hablando, pero todo se tornó parecido a la pelea final de cualquier película de artes marciales: las señoras hicieron un círculo. Don Buki, que durante toda la charla se la pasó acariciando en silencio a James Rodríguez, se puso a hablar con él. A nosotros no nos desamarraron, pero sí que acercaron nuestras camillas a Canek para que pudiéramos platicar. No sé qué idea tenía Canek de sí mismo, pero se veía bastante confiado en ganar la pelea. Y, bueno, no hay que ser un adivino para saber lo que puede llegar a pasar si un french poodle se enfrenta a un pastor alemán. Traté de decirle que era imposible que le ganara a James Rodríguez, pero como estábamos en una camilla, a punto de perder nuestros riñones en una cirugía que iba a ser todo menos higiénica, no pude hacer otra cosa que alentarlo. Sergio insistía en que debía atacar sus genitales, que eran el punto débil de todo ser vivo. Yo no estaba muy seguro de eso, pero no me sentía tan informado como para decírselo. Canek se quitó la correa con una destreza que no hubiera imaginado: se la desató con sus patitas y las puso a un lado de nosotros. Los duelos a muerte siempre me han parecido un desperdicio. Por dos cosas fundamentales: primero, la inminencia de la muerte desconcentra a cualquier deportista y, segundo, la imposibilidad de tener una revancha.

La pelea inició con un abucheo unánime para mi perro. Las señoras vitoreaban a James Rodríguez como si fuera la versión perruna del papa Francisco. Los dos perros se miraron y empezaron caminar despacio, al acecho el uno del otro. Canek, a decir verdad, se movía mejor de lo que hubiera pensado. La única pelea que le recuerdo fue contra una almohada que no le exigía mucho como peleador. La diferencia de tamaño era escandalosa: parecía como si un boxeador peso completo se enfrentara a un niño de preescolar. Canek, su naricita húmeda y sus chinitos negros lo hacían ver más inofensivo que nunca. ¿Y qué decir de James Rodríguez? Era un pastor alemán, la raza de los perros de la policía. Por lo menos, por esos segundos donde los dos se miraban igual y caminaban de tú a tú, la pelea parecía pareja. Eso, hasta que James Rodríguez se le lanzó a Canek a la pata trasera izquierda y lo sacudió como si fuera un peluche. Los aullidos de Canek retumbaron en el cuarto. El piso se empezó a llenar de sangre. Los perros tomaron distancia. Canek caminaba con dificultad. Como lo había visto muy confiado, esperaba que mi perro tuviera alguna clase de estrategia pero el segundo ataque de James Rodríguez terminaría por despejar cualquier duda. Volvió a morderlo, esta vez del lomo, lo agitó tanto que le arrancó un pedazo de carne. Las señoras seguían aplaudiendo eufóricas. En ese momento, por más estúpido que parezca, la idea de perder a Canek, me pareció más dolorosa que la de perder mis propios riñones. Le grité a James Rodríguez que se detuviera, pero una de las señoras me arrojó una malteada de vainilla en la cara. Don Buki observaba el espectáculo en completo silencio, a diferencia de las discípulas que actuaban como si estuvieran en un partido de futbol. Canek se veía agotado. Pero en ese momento, donde ya había perdido bastante sangre y su rival se encontraba tan ileso como cuando comenzó la pelea, en un descuido de James Rodríguez, Canek se lanzó contra los genitales de su rival y se aferró a ellos, a sabiendas de que esa mordida era su única oportunidad de darle vuelta a la pelea. James aulló, se retorció como loco, trató de morder a Canek, pero su tamaño le estaba jugando en contra. Comenzó a girar hasta que Canek salió volando, todavía con el trozo más sensible de su rival entre los colmillos. Las señoras se quedaron calladas. James aullaba desesperado. Una señora trató de ayudarlo, pero este le gritó que nadie debía meterse. Canek, pese a sus heridas, se veía muy concentrado. James, furioso, se lanzó de nuevo al ataque y volvió a morderle una pata. Lo volvió a zangolotear y terminó por arrojarlo hacia donde estábamos nosotros. Canek no podía levantarse. James Rodríguez se abalanzó contra él de nueva cuenta, pero Canek lo esquivó con un movimiento ligero y se le lanzó directo al cuello. Tal y como acababa de ocurrir con los genitales de su oponente, Canek le arrancó un trozo de carne y un torrente de sangre se regó sobre el piso. James Rodríguez cayó fulminado para sorpresa de todas las señoras. Canek se quedó tirado junto a su oponente, vivo, pero muy lastimado. Y cuando sentíamos que las señoras iban a lincharnos, don Buki se levantó y caminó directo hacia nosotros. Tomó uno de los bisturís y nos desató. Me levanté, tomé a Canek entre mis brazos y salimos del club de Herbalife. Nadie intentó detenernos, ninguna de las señoras: supongo que a sabiendas de que nada traería de vuelta a su líder.

Aunque se recuperó en unas semanas, Canek no volvió a caminar. Sus patas habían recibido un daño irreparable. Le pusimos una ruedita con la que al menos se veía veloz y aerodinámico. Se notaba que no le gustaba, pero no le pudimos ofrecer otra cosa. Tampoco volvió a pronunciar una sola palabra. Nunca. No volvimos a ver a don Buki ni a escuchar nada de su club de Herbalife. Mi única manera de agradecerle a Canek lo que había hecho por nosotros, fue llevarlo a hacer popó a los lugares más extraños e inaccesibles que tenía a mi alcance. Me hubiera gustado conocer su opinión, pero tuve que conformarme con el movimiento de su cola.


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