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Por Augusto Vázquez

Puebla, México, 8 de agosto de 2022 [00:01 GMT-5] (Neotraba)

Huellas de la Conciencia recoge una colección de fotografías que Augusto Vázquez realizó siendo parte de la guerrilla como internacionalista mexicano durante el conflicto salvadoreño de los años ochenta.

Un guerrillero más, pero cuya arma de lucha fue la cámara fotográfica, convirtiendo varias de estas fotografías en iconos de la lucha de El Salvador.

Ese conflicto, diez años de guerra que culminaron en la firma de los Acuerdos de Paz entre el gobierno salvadoreño y el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional –FMLN– evento histórico que se llevó a cabo en el Castillo de Chapultepec, Ciudad de México.

El fragmento que presentamos en Neotraba aparece por cortesía del autor. Un agradecimiento especial a Rebeca Martell por las gestiones para su publicación.

INTRODUCCIÓN

LLEGADA

Parados en una esquina frente a una pequeña tienda pidiendo gaseosas estaba con Fidel,[1] cuando de pronto a mi espalda escuché un gran barullo, gritos, carreras y al voltear veo, no sin sorpresa, a los guerrilleros que venían corriendo calle abajo y se agrupaban en el cruce de la calle. Algunos con pantalones y camisas verdes y pañoletas cubriéndoles el rostro, otros con gorros, pero todos armados con pistolas o fusiles. Rápidamente un grupo se dirigió más abajo; otro continuó por la calle lateral. Después supe que el lugar se llamaba Cuscatancingo. Era el 15 de marzo de 1982. En ese momento me integraba a una nueva modalidad de lucha guerrillera en los frentes de guerra. Estaba ahí porque en Guazapa había que introducir gente, equipo y sobre todo armamento, con vista a acciones mayores que tendrían lugar el día 28 de ese mismo mes, fecha en que se realizarían las elecciones presidenciales, con las cuales la guerrilla del FMLN no estaba de acuerdo, y tenía planeado atacar y sabotear dicho evento.

Estaba prácticamente hipnotizado con aquel cuadro. Entonces Fidel pagó rápidamente las gaseosas y jalándome me llevó al centro de aquel «terremoto». Para mí, era prácticamente eso, un terremoto que me removía todo, todo, todo. Al momento se me acercó un guerrillero y puso en mis manos una pistola preguntándome si sabía usarla. Al ver mi expresión –pues no sé si le contesté–, rápidamente me explicó cómo se utilizaba, cosa que por supuesto no entendí pues la movía demasiado rápido, sacaba y metía el cargador y la manipulaba de distintas formas.

Al final no me quedó más que agarrar aquella arma. Nunca antes había tenido una en mis manos. La sorpresa fue tal que al principio no supe que hacer con la pistola, cuyo peso y frío sentía como algo lejano. Los gritos, las carreras, las órdenes a mi alrededor me hicieron reaccionar y al momento reflexioné que estaba ahí para registrar lo que era la guerra, tomar fotografías y filmar. Así que metí la pistola en la maleta donde guardaba las cámaras de fotografía y saqué estas para comenzar otro salto en mi vida como humano, como persona comprometida con la vida. Pero no con una vida sin sentido, sino con una mejor vida para todos. Las circunstancias me ponían en aquel lugar para representar un papel como guerrillero, como fotógrafo guerrillero. Tomé mis primeras fotos de la guerra, de los guerrilleros, de la lucha de un pueblo por su liberación, de una revolución.

Dejaba atrás aquellos meses –desde el 21 de julio del pasado año– cuando permanecí en la retaguardia estratégica en Nicaragua. Allí se encontraba el Comando Internacional de Información (COMIN), estructura del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), que concentraba un gran número de cuadros y personal orientado al trabajo de las comunicaciones y de la lucha ideológica.

Allí se producían distintos materiales gráficos: revistas, afiches, documentos, impresos varios, e incluso camisetas y otros productos que dieron la vuelta al mundo informando y dando a conocer cómo era esa revolución.

Yo me había incorporado a instancias de Mario Martí. Lo conocí cuando llegó procedente de Lovaina, Bélgica donde había hecho una maestría en urbanismo. Él venía a la Escuela de Diseño Industrial de la Universidad de Guadalajara, de la cual yo era una especie de coordinador académico. Un espacio que logré gracias a un esfuerzo conjunto con otros profesores para cambiar el plan de estudios de la escuela; el que existía era una mala copia de una escuela de Nueva York y había sido creado por un grupo de arquitectos con el objetivo de manejar presupuesto. Ese plan de estudios poco tenía que ver con la realidad de México y sobre todo con esa región.

Inicialmente este movimiento lo coordinamos dos personas. Otro profesor, Carlos Aguirre, también proveniente de una maestría en Europa, pero de Inglaterra, en diseño textil, y yo. Hicimos un buen trabajo dado que la universidad aprobó la propuesta y a los meses se implementó poniendo a la Escuela de Diseño Industrial a la vanguardia de un proceso que la universidad venía impulsando desde tiempo atrás. De esta manera, el Director logró no solo sacudirse de un grupo de arquitectos, sino que ganó prestigio. Mucho de aquel logro  había sido aporte teórico y de trabajo de mi parte.

Ahora me cuesta entender cómo pudimos desarrollar la propuesta, pues éramos muy jóvenes e inexpertos, con un bagaje teórico no muy vasto. Recién había terminado la carrera de Diseño Industrial en la Universidad Nacional Autónoma de México. Lo hicimos superando fuertes debates con las autoridades pedagógicas y administrativas de la universidad.

Además de arquitecto, Mario era pintor y fotógrafo, así que encontramos varios caminos para establecer una buena amistad centrada en nuestros pensamientos progresistas. Una de las muestras de amistad y reconocimiento mutuo se concretó cuando le solicité que escribiera un texto para la presentación de una exposición de fotografía que yo haría en el Teatro Degollado de Guadalajara, el máximo centro del arte y la cultura del Estado de Jalisco, cuya capital, Guadalajara, era y es una hermosa y pujante ciudad con una gran vida cultural. Así que presentar una muestra en ese teatro era un gran logro y reconocimiento de mi trabajo fotográfico desarrollado hasta entonces. Corría el año 1978.

Portada de Huellas de la Conciencia de Augusto Vázquez
Portada de Huellas de la Conciencia de Augusto Vázquez

Ese mismo año, viajé por primera vez a El Salvador. Fui acompañando a Cecilia, entonces esposa de Mario, que según me dejaron saber iba a cumplir tareas de la organización a la que pertenecían. Esto aún no me quedaba completamente claro. Pero para mí era una oportunidad de viajar, cosa que siempre me gustó. Había que pasar por Guatemala.

Viajábamos haciendo las veces de pareja. Para esto nos acompañaban dos menores, una niña hija de Mario y un niño que visitaría a su papá en El Salvador. Esto nos daba buena cobertura. Además de lo que tenía que hacer Cecilia, el objetivo era que yo conociera el país y tomara fotografías de algunas zonas, que mostraran las problemáticas sociales. Se quería aprovechar mi habilidad y talento fotográfico, cosas que ya tenían reconocimiento en un amplio círculo de amigos, fotógrafos y artistas de México.

En aquel momento el viaje lo miraba como una aventura más, pues mis ambiciones o búsquedas personales estaban más bien en viajar por el mundo (pero otro mundo), conocer más ampliamente el arte universal y, sobre todo, el mundo donde la fotografía era eso, un arte. Así que mis planes eran ir a California y Nueva York, y de ahí a Europa, resultado de mis reflexiones de que si me quedaba un año más en Guadalajara, mi vida sería así como era o se estaba convirtiendo, en estabilidad y rutina para siempre.

Cuál no fue la sorpresa del director de la escuela cuando le presenté mi renuncia aduciendo motivos personales. Me preguntó que si no me sentía bien o a mi gusto en la escuela, a lo cual yo mismo me respondía que demasiado bien. Incluso me ofreció la posibilidad de gestionar un préstamo para comprar una casa. Por otra parte, también estaba bastante enamorado y mi vida era prácticamente como yo quería hasta ese momento o mucha gente hubiera deseado fuese la suya.

Sin embargo, para mí no era suficiente y deshaciéndome de las pocas cosas que tenía: un auto Volkswagen «cucaracha», con el que había recorrido gran parte de esos territorios acompañado de Leticia, mi antigua novia de la universidad, de algunos muebles que me había dado mi madre, mis libros de arte que pude comprar cuando ya tuve un salario y que le dejé a Laura –la de la gran sonrisa que contrastaba con sus ojos tristes y que estudiaba escultura en la Escuela de Artes de la Universidad de Guadalajara, mi amor de entonces. Solo conservé mi equipo fotográfico y los negativos de varios años de quehacer en esta actividad. Hice mi maleta y me fui a los Estados Unidos a la aventura.

Después de casi dos años de vida y experiencias en los Estados Unidos, principalmente en California, retorné a México a trabajar junto con Guillermo, antiguo compañero en la universidad y de tesis profesional. Durante un período en los Estados Unidos habíamos compartido algunas experiencias en el norte y ahora trabajábamos para pagar un préstamo que nos había hecho su padre. Así que hacíamos fotografía ganando buen dinero sobre todo porque trabajábamos indirectamente para el gobierno.

En esa situación estaba cuando un día, al volver a casa, me dieron el recado que un tal Mario de El Salvador quería hablar conmigo. Le llamé y quedamos de vernos en un restaurante VIPS, de la Avenida Insurgentes. Al final, después de una semana en que tardé en arreglar mis asuntos personales, el 21 de julio de 1981, un año y dos días después del triunfo de la Revolución Sandinista, estaba en el aeropuerto de México saliendo para Nicaragua con el objetivo de capacitar a miembros del ERP en los distintos procesos fotográficos de la época: a chivo, revelado e impresión en blanco y negro, así como revelado de transparencias o «slides» y montar un laboratorio «profesional».

En el COMIN me entregaron una «montaña» de negativos sobre una mesa. Con este material hubo que trabajar muy cuidadosamente, pues los rollos cortados en segmentos de seis cuadros estaban totalmente revueltos. Así que para identificar cuáles iban con cuáles fue una labor más que laboriosa. Para esto se tuvo que fabricar una mesa de luz que fue sumamente útil. Una vez ordenados, metidos en bolsas y hechos los contactos, que era el método de archivo utilizado, se procedió a hacer una selección de las mejores o más representativas fotografías.

Al mismo tiempo que se trabajaba en el ordenamiento y archivo del material se discutió la necesidad de instalar un cuarto oscuro adecuado en la casa donde estaba el COMIN. Había presentado un listado de materiales y equipo necesario para el laboratorio y con el dinero en la mano me fui a México a comprar todo lo necesario. Así volví con cajas de papel fotográfico, reveladores, otros químicos y bandejas de revelado aún para murales.

Cuando llegué al COMIN, ya habían tirado una pared para ampliar el espacio y solo me esperaban para ver cómo sería la distribución del laboratorio. Trabajamos rápidamente en oscurecer el local. Trampas de luz para los accesos, construcción de una gran pila de madera cubierta de plástico donde se colocaron las bandejas pequeñas. Así como de la construcción de apartados para las ampliadoras que eran unas cinco o seis. Algunas las compré y otras fueron donación de simpatizantes. La mía con la que había aprendido también fue a parar ahí.

Junto con Mario y Carlos Argueta «Chico», quienes eran los responsables del COMIN, trabajamos en la selección de las fotos para armar la descripción del período de los años setentas. Todo este proceso iba sirviendo para que los encargados de fotografía fueran aprendiendo, primero el proceso de archivo y después el procesamiento en laboratorio de la muestra. No recuerdo el nombre, pero cada ejemplar constaba de más o menos 150 fotografías tamaño 11×14 pulgadas y diez fotos murales de casi metro y medio por dos metros y medio, que en conjunto era una muestra impresionante de ese período histórico: el movimiento de masas.

Un equipo soviético que andaba haciendo un documental de la Revolución Nicaragüense nos visitó y quedó sumamente impresionado por la magnitud de la muestra, la calidad y el contenido. Los ejemplares de la muestra fueron enviados a distintos lugares en el mundo con el objetivo de presentar lo que pasaba en El Salvador. Se enviaron a Alemania del Este, Francia, Estados Unidos, México, Venezuela y otros que apoyaban o tenían simpatía por la revolución salvadoreña. Algunas fotografías elaboradas en esa época, hoy forman parte de la colección del Museo de la Revolución en Perquín, Morazán.

Aquello era un maremágnum de cambios. Rápidamente pasaron aquellos meses de adaptación a una nueva forma de ser, de ver la vida, de expresarse.

Algo que me impactó sumamente fue el lenguaje. Si bien en el medio es común utilizar palabras fuertes o groserías como una forma de demostrar distintas cosas (incluso amistad o una ofensa), en casa de mis padres, nunca, o al menos no lo recuerdo, se escuchó una mala palabra o maldición. En el mundo de los salvadoreños, el lenguaje era más que florido, como dijo alguien antes, harían ruborizar a marineros o vendedoras de mercado.

Pasó el fin de año con las actividades cívico políticas adjuntas. Se venía el nuevo año. El laboratorio había cambiado a otra casa, más amplia y más limpia. La gente dominaba las técnicas y, en poco tiempo, llegaría otro compañero de México a reforzar al equipo técnico de fotografía: Miguel, amigo desde la preparatoria, también con conocimientos y formación técnica. Juntos habíamos recorrido medio México o tal vez más, solo con las mochilas a la espalda, el dedo gordo para pedir aventón y ansias de aventuras.

Sin que me lo dijeran –pues eso siempre fue algo que estaba en el ambiente, lo secreto o compartimentado– se estaban preparando las actividades para la nueva coyuntura, que implicaba las elecciones del 28 de marzo de 1982 y mi entrada a los frentes de guerra.

Había solicitado cubrir la guerra en el terreno, pues consideraba cumplidos los objetivos de la etapa de capacitación en Nicaragua. Solo existía un pequeño inconveniente: al parecer no había presupuesto para mi movimiento. Así que entonces, recordé al grupo que estaba frente a mí, entre los que se encontraba Villalobos, Comandante en Jefe del Ejército Revolucionario del Pueblo, que me habían dado a guardar un paquete de dólares cuando recién había llegado, los cuales nunca conté, pero eran bastantes. Entonces había confianza en mí al menos en ese aspecto. Así que fui a uno de los anaqueles en el laboratorio donde tenía guardado el dinero, lo saqué y lo entregué.

Los aspectos técnicos que implicaban el movimiento los coordiné con Mario, pues además de fotografía haría cine de 8 milímetros. El equipo de fotografía que llevaría era mío, el mismo que me trajeron mis padres de Japón: dos cuerpos de cámara Olympus, uno OM1 y el otro OM2, pequeñas y ligeras en comparación a otros equipos de la época, pero de muy buena calidad. Un juego completo de lentes entre los que se encontraban angulares, un 21 mm ó 24 mm, un 70-210 mm, muy útil para variar la distancia focal, lo que comúnmente se entiende por acercar la foto, y un ojo de pescado 16 mm de distancia focal, un lente de por sí raro y en este medio todavía más. Con este tomé algunas fotografías como la concentración en El Mozote, que muestra la curva característica que produce este lente y que permitió mostrar la magnitud de la concentración por la cantidad de guerrilleros.

Solicité una cámara para cine de 8 mm marca Beaulieu que se mandó a comprar. Aunque no era el modelo que había propuesto, la marca era garantía de calidad. Esto se completó con una grabadora tipo walkman, Sony estéreo de casete. Preparé las «cargas» de película Tri-X-Pan, 400 ASA, mi película fotográfica preferida. Estas se preparaban de «latas» de 30 metros, se cortaba la película en un cargador y se metía en el cartucho. Este, a su vez, en un botecito de plástico a prueba de luz y agua. También se compraron rollos de transparencias de la marca Kodak, que eran de los más comerciales, del tipo Ektachrome y algunos de negativos para fotos a color, creo que de la marca Fuji japonesa. Varios paquetes de casetes para grabar audio, una buena dotación de baterías alcalinas doble A y paquetes de rollos para película 8 mm.

Para mí, suponía que habría momentos para escuchar música llevaba tres casetes, uno de Amparo Ochoa, cantante mexicana muy querida por la izquierda, uno de Silvio Rodríguez, muy de moda y uno de Joan Manuel Serrat. Mi ropa, que era no muy apropiada para la guerra, pero que tendría que ser la que sirviera para entrar sin despertar sospecha, más bien del tipo que utilizaban los reporteros internacionales, dos maletas para el equipo y materiales y una para mis cosas personales, eran bultos difíciles de cargar. No imaginaba las dificultades que me esperaban en los frentes de guerra, imposible saberlo hasta que se viven.

La coordinación de la entrada a El Salvador la hice con Sonia Aguiñada «Galia» y William Pascasio «Memo». Me dieron las indicaciones, papeles y documentos necesarios, las señas y contraseñas para identificar a la gente con quienes tenía que contactar en San Salvador, en dónde y la hora. Memo bromeó que me irían a recoger en un Mercedes Benz. Me alojé en el Hotel Alameda sobre la avenida Roosevelt.

El contacto fue en un restaurante de carnes finas, «La Ponderosa», que estaba junto al redondel de las fuentes Beethoven sobre el paseo Escalón en San Salvador. Un lugar bastante exclusivo, donde encontré a «Abel», con quien en Morazán desarrollé una muy buena amistad. Como no conocía muy bien, llegué temprano en un taxi. Mi contacto se tardó bastante, así que yo estaba ya nervioso. Cuando llega corriendo, la seña era tener un «pilot» creo que azul, en la mano izquierda. Al final parece solo me preguntó si era Augusto, y al identificarnos y calmar los nervios tuvimos una excelente cena. Al final me dio las instrucciones para que a los dos días llegara frente a la Catedral a una hora determinada ya listo con todo lo que iba a entrar al frente. Fidel pasaría para llevarme al lugar donde se preparaba la entrada. Tomamos un bus y después de algunas cuadras y vueltas bajamos, caminamos un poco y en una esquina nos paramos a pedir gaseosas.

Fotografía de la página 62 63 del libro Huellas de la Conciencia de Augusto Vázquez
Fotografía de la página 62 63 del libro Huellas de la Conciencia de Augusto Vázquez

LA HORA DE LA VERDAD

El 15 de marzo de 1982, una fuerza militar guerrillera del ERP entró a la población de Cuscatancingo, en las afueras de la Ciudad de San Salvador. La operación estaba planificada como una acción que permitiera la entrada al frente de Guazapa de gente, equipos, armas, otros materiales de guerra para la actividad que se preparaba para el 28 de marzo, día de las elecciones.

Después de reponerme de la primera impresión y ya en situación operativa con una cámara colgando de mi hombro izquierdo sobre la correa de una de las maletas, la otra en la mano, y en el otro hombro las otras dos maletas me dirigí a un grupo de guerrilleros que formaban una fila y levantaban sus fusiles gritando y dando vivas al FMLN. Les hice varias fotografías. Un recorte de una cipota chiquita, morena y redondita fue la portada de una de las revistas internacionales de El Salvador. Pude observar que llegó una furgoneta roja de la que se descargaron más que varios fusiles M-16, de fabricación gringa y los apoyaron en una pared. Tomé algunas fotos más de distintas escenas y ya se oían disparos y descargas de ametralladora. Creo que toda la operación habrá durado, tal vez, una hora o más. El caso es que llegaron noticias que por la parte donde estaba el cuartel de la Guardia Nacional, venía una tanqueta, a la que no se había podido detener.

Instintivamente me di cuenta que estábamos en retirada, así que corrí a donde estaban los fusiles sobre la pared, agarré varios y corrí por donde otros ya se retiraban. Hubo quienes también corrieron a llevar fusiles. Al fin no me di cuenta si se quedaron algunos. La cosa es que ya en plena retirada –después sabría que le decían «guinda»– o más bien huida, me junté con otros que llevaban distintas cosas.

Entramos por unas calles de tierra donde había zanjas. Tal vez estarían metiendo tubos para drenajes. El caso es que pasar esas zanjas con todo el peso y el rápido cansancio de la carrera por salir y alejarse del lugar no fue fácil. Alguien me ayudó con algunos de los fusiles y junto con otro compañero agarramos, uno por cada mano, a la «Chipopo» que era la cipota a la que había tomado fotografías. Casi la arrastramos pues decía que ya no podía correr. Al voltearme pude ver a un compa moreno, un poco más alto y fornido que la media, en el cruce de una esquina, parado a media calle con las piernas abiertas y un fusil verde apuntando cuidadosamente para cada tiro. Después me enteraría que eran los G3 de fabricación alemana. La pose era de un control absoluto; como si estuviera en una feria disparando a los patos de hierro que suelen estar en esos lugares. Sus disparos se notaban, eran medidos. Era totalmente impresionante la seguridad, el arrojo y valor de enfrentarse de esa forma a los soldados. Esto nos dio tiempo a nosotros para avanzar. Así estuvo por unos momentos y después se unió a los que íbamos, en grupo, corriendo en retirada.

Salimos de la zona urbana y por primera vez entré al monte o, como le llaman en El Salvador, a la zona semirural, pues nunca encontré un verdadero lugar que pudiera llamarlo rural. Casi a cada paso se encuentra una casa, un camino o una vereda. El caso es que avanzamos lo más que pudimos sin descanso, dando rodeos, evitando donde pudiéramos encontrar soldados o problemas. Una de las principales características de los guerrilleros es precisamente el conocimiento del terreno y su movilidad, cruzamos a saltos sobre piedras el río Acelhuate, que es un río de aguas negras donde caí en uno de los saltos. Algunos se rieron. Pero yo, con el cansancio, el miedo y el peso de las cosas que llevaba, no alcanzaba a entender que eran aguas negras y no me di por enterado.

Entrada la tarde hicimos un descanso en las faldas del cerro Guazapa y ya en la oscuridad comenzamos a subirlo. El cansancio, la tensión nerviosa y la carga hacían que la columna se moviera lentamente. Al fin llegamos al campamento, donde nos recibieron con la consabida alimentación guerrillera: café y dos tortillas sobre las que se ponían un poco de frijoles. El contraste era total con el desayuno de ese día en el Hotel Alameda.

Hasta ahí llegaba mi estilo de vida «pequeño burgués», por todo lo que duraría la guerra, y sin querer, pues no sabía que después del 28 de marzo debía haber salido del frente, pero como supe que la fuerza militar unos días después de esa jornada iba salir rumbo a San Vicente, entonces, al ver que partían, solicité ir con ellos, pues tenía claro que lo que había venido a hacer era registrar la guerra y, según entendía, iba por donde iba la fuerza militar guerrillera.

Sorpresas y más sorpresas; creo que fue así por varios meses o incluso años. Aunque en realidad nunca ha dejado de haber sorpresas. El campamento de Guazapa, en El Naranjal, era un abigarrado grupo de gente, procedentes de los cantones cercanos y otros de San Salvador, principalmente, estudiantes de la universidad. A pesar de la gran camaradería que emergía, no me sentía cómodo y no solo por las condiciones de vida, sino por lo que ahora puedo decir, un choque cultural. Con quién hice una gran amistad fue con «Charly» o «Carlos», un gringo estudiante de arquitectura que por su propia iniciativa había llegado para luchar junto a los salvadoreños.

Los ahora «compas», que era algo así como la abreviatura informal de compañero, se esforzaban por hacer menos difícil esa situación, así que algunos me invitaban a hacer «huacas», o sea, recoger mangos, zapotes, aguacates verdes, principalmente, y enterrarlos con hojas para esperar a que maduraran. Estas frutas eran un complemento magnífico para la alimentación, razón por la cual se convirtió en una especie de deporte espiar o descubrir las «huacas» de otros y robarlas.

O sea, después del shock del combate ahora enfrentaba un shock mucho más profundo y complejo. Un shock que muchos de los «urbanos» no lograban superar e irremediablemente volvían a su habitual modo de vida. El asimilar el modo de vida campesino en su modalidad guerrillera era algo para lo que no me había preparado nunca y solo la convicción y la capacidad moral y física me permitieron permanecer toda la guerra. Fue un vuelco total en mi vida. Se dormía en el suelo. Esto bastantes veces lo había hecho y no me molestaba, lo que sí molestaba en extremo eran las nubes de mosquitos. En un determinado momento me echaba la colcha tratando de cubrirme lo más rápido posible para dejar fuera la mayor cantidad. Y bueno, los que habían quedado dentro de la colcha, aguantarlos y tratar de dormir.

La eterna posta de todas las noches, todas, todas, todas las noches. Levantarse medio dormido cuando alguien llega a la hora que sea, a media noche, de madrugada, te toca y te dice sin chistar: hay que levantarse e ir al puesto escogido para hacer la posta, que es la garantía para que los demás duerman.

El problema es que al principio, en la total oscuridad con la orientación de un urbano –al menos esa era la mía–, es sumamente fácil perderse en medio metro de superficie cuando estas en total oscuridad. Todos los días levantarse a las cinco de la mañana o antes que amanezca, y si no es período de actividad operativa, hacer ejercicios, carreras, pechadas, cuclillas y otros que parecen no tener sentido y nadie quiere hacer. Pero al final, por un muy extraño mecanismo, se impone algo parecido a la disciplina y se termina haciendo esos ejercicios.

Después, si te tocó estar en el equipo de trabajo de apoyo a la cocina, a moler, moler y moler maíz, maíz para las tortillas. Esto al menos en un solo lugar. Algo un poco más difícil era mantener lleno el barril de agua para las necesidades de la cocina. Había que ir a traer agua a la quebrada. El caso es que, para llegar a donde había agua había que bajar por lugares bastante empinados, unos cuarenta minutos y, después subir con el cántaro lleno sobre el hombro, o en su defecto ir a «jalar» leña. En mi caso al no conocer cuál era la leña buena, en varios casos me regañaron por llevar leña verde o que hacía humo, lo cual era muy peligroso pues delataba la ubicación del campamento. Al final casi solo acompañaba y medio ayudaba a los compas cuando en equipo teníamos que cumplir esta tarea.

Algo interesante fue la instalación de una escuela militar. Balbino, un compa de baja estatura, moreno, recio y medio colocho, daba instrucciones del arme y desarme de los fusiles, de las posiciones de tiro, incluso montó una alambrada de púas por la que había que pasar por debajo a rastras. Con él tuvimos una pequeña discusión, pues el movimiento básico era con un fusil, y le decía que lo que yo tenía que llevar era una cámara fotográfica. Al final me dejó pasar arrastrándome con la cámara.

Un día nos llamaron a formación para preguntar por voluntarios para una misión. Había que bajar del cerro a una carretera aledaña a recoger material de guerra. Y, como había venido dispuesto a todo, aunque en realidad no sabía qué era todo, pues me ofrecí. La cosa es que salimos sin nada a media tarde. Un grupo de 15 ó 20 bajamos del cerro muy rápido, antes que oscureciera, lo cual era difícil en caminos llenos de piedras. Después caminamos en total oscuridad por otros caminos, igual llenos de piedras. Como había que hacer el viaje lo más rápido posible se avanzaba a grandes pasos. La cosa es que yo me caía a cada trecho. Al principio me medio regañaban, que caminara más rápido y no hiciera ruido pues en cada caída se rodaban las piedras. Creo que al final los compas han de haber estado más arrepentidos que yo de haberme llevado a esa misión. Pero ni modo, ya estaba ahí y había que cumplir. Así que casi corríamos y yo, molido por las piedras cada vez que caía pegando en mis rodillas, costillas, espalda, nalgas, incluso en la cara.

Por fin llegamos bañados en sudor y nos indicaron detenernos. Al detenerte el intenso frío te hacía perder rápidamente el calor del sudor y se convertía en un terrible frío. Los de la vanguardia se adelantaron y alguno salió a una carretera. Era la carretera que va de San Salvador al departamento de Chalatenango, en un lugar llamado puente Guaycume. Mientras se hacía el contacto pudimos descansar unos minutos pero casi al instante llegó un vehículo. A pesar de la oscuridad creí distinguir que era la misma furgoneta que había estado en Cuscatancingo. Cada uno tuvo que salir un poco a la calle donde nos entregaron unos bultos envueltos en plásticos. Eran fusiles desarmados que estaban bañados en grasa y envueltos, como dije, en plásticos amarrados con pequeños lazos o pitas. Cada uno agarró su bulto y comenzamos a caminar de regreso.

Si la ida había sido un tormento, el regreso habría que multiplicarlo a la enésima potencia. La diferencia es que era subida y cargado con un bulto. Cada uno con su bulto. El problema es que en realidad nunca había cargado un bulto de tal peso a tanta distancia, con el agravante que a cada paso se me resbalaba de las manos. Así que, poco a poco, se fue desamarrando hasta quedar mi cuerpo en contacto con la grasa. Llegué al campamento bañado en grasa, mi cuerpo totalmente aporreado y las rodillas raspadas y sangrantes. Era una sensación peor que la más grande maldición.

Al final, cuando hice entrega de mi bulto y se constató que iba completo, fue tan grande mi alivio que superó todo lo que había pasado para llegar. Pues en nuestra mente se había construido el concepto de que lo más importante era cumplir una misión. Sobre todo cuando implicaba el manejo de armas. Creo que esta experiencia solo fue superada años después en Morazán, cuando salíamos de nuestros escondites en busca de alimentos, en medio de los operativos del enemigo; allí teníamos que pasar en plena oscuridad por grandes barrancas cargando los famosos «puchos» (sacos de una arroba con granos de maíz o frijol). Creo que si hubiera tenido que hacerlo de día, con solo ver los barrancos no habría podido.

Aunque, en términos de sacrificio, lo verdaderamente difícil fue cargar las hamacas con los compas heridos en cerros completamente llenos de agua y barro, dónde a cada paso te resbalabas y uno tratando de hacer lo menos doloroso posible el traslado a los heridos.


[1] Fidel: seudónimo de uno de los hermanos de Jorge Meléndez «Jonás», jefe militar del Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP). Fidel muere en un operativo en Joateca, al norte de Morazán, en 1987, como miembro de las Fuerzas Especiales.


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