Futbol
Todos los jugadores deben su fortuna a nuestra necesidad de contar historias entorno a figuras que no conocemos, forjar sus hazañas en medio de paralelos diminutos y fijarlos como astros por mera suerte. La opinión de Juan Jesús Jiménez.
Todos los jugadores deben su fortuna a nuestra necesidad de contar historias entorno a figuras que no conocemos, forjar sus hazañas en medio de paralelos diminutos y fijarlos como astros por mera suerte. La opinión de Juan Jesús Jiménez.
Por Juan Jesús Jiménez
Puebla, México, 11 de marzo de 2024 (Neotraba)
Hay pedazos de techo que resuenan más que otros. https://www.youtube.com/watch?v=G40womhwSds&pp=ygUacm9tcGVjYWJlemFzIGxvcyBjb25jb3JkZSA%3D.
Es un juego, a veces. Cuando se pone en el campo la pelota, rueda la gente que lo observa. Más allá de lo simplista de decir que es simple entretenimiento para las masas, en cada juego se disputa algo más profundo que un marcador, una rivalidad, un derby. No por nada son eventos masivos. Son una manifestación de la gente que acude a los estadios a ver los partidos, a las canchas de tierra, a las techadas, las marcadas con cal; el futbol quizá como ningún otro deporte, tiene una universalidad contagiosa. Las porterías sin medidas, los saques inventados, la epicidad de que el juego sea uno definitivo. Hace falta mucho para que el básquet, el beis, el americano tengan ese nivel de viralidad y, sobre todo, salir de vientres trasplantados.
Lo universal del juego permite que se emplee como una pseudo-lengua en que todos son interlocutores del mismo mensaje; la importancia de que el balón no toque la realidad. Y agregamos mitos alrededor de la pelota para que eso no ocurra. Jugadores maravillosos salidos de la nada, extranjeros que rechazan su patria por una camiseta, campos colosales, goles magistrales, barriletes cósmicos, reyes del deporte. Es eso en realidad lo que rodea el juego más allá del espectáculo –éste sólo sirve para generar dinero–, la humanidad misma de las historias que contamos, del porqué las contamos.
La mitología moderna llena de semidioses en diáspora no es más que los deseos colectivos que sostienen su figura. Parches de realidad que modifican la percepción. Todos los jugadores deben su fortuna a nuestra necesidad de contar historias entorno a figuras que no conocemos, forjar sus hazañas en medio de paralelos diminutos y fijarlos como astros por mera suerte. El juego en este caso –no muy distinto a la cocina– deforma. Se adhiere a contextos dispares para unirlos con esta pseudo-lengua nacida de su contacto con el mundo, una voz hecha de muchas otras que se hunden en el anonimato y hacen que algunos goles y derrotas valgan más que otros.
Y aunque la necesidad de establecer historias hace más bello el deporte, hay que saber controlar el límite de lo real. Llevar estas historias más allá del campo es la demostración de nuestro carácter tribal como seres humanos. En otras palabras, quién golpea a otro aficionado por un juego, no es muy diferente a un animal que muerde por mero impulso de supervivencia. La violencia misma antes o después de un partido demuestra que el futbol es más que un deporte. Funciona en muchos casos como un lazo entre muchas realidades dividas por el paso del tiempo o por la geografía misma.