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Por Miguel Roldán

Puebla, México, 19 de mayo de 2021 [02:00 GMT-6] (Neotraba)

Masticaba un pedazo de bistec cuando leí en el celular que Eusebio Ruvalcaba había muerto. El mesero me dejó otra Dos equis. La mesa del restaurante daba a la calle Reforma del centro de Puebla. Por la ventana vi pasar los autos sobre el adoquín, aprisa. Vi a los transeúntes seguir su camino, a un hombre rodeado de globos ofreciéndolos a gritos para su venta. Noté el cartel de una oferta de trabajo pegado al poste de luz de la acera de enfrente. Seguía ahí desde hace tres semanas en que lo advertí por primera vez, ya el sol lo ponía amarillo. Abrí el portal de internet que daba la noticia y en un link decía que Tzvetan Todorov también había muerto. Ese mismo día que Ruvalcaba. Era el 7 de febrero de 2017. Aparté mi cerveza lo más lejos que pude de mi plato y el mesero se acercó a alzarla para revisar si estaba vacía. Confirmó que aún no la terminaba y la dejó y se llevó unas servilletas sucias. No hice ningún gesto. Adentro y afuera del restaurante los actos cotidianos seguían su curso. Sin cómo detenerlos.

Tengo 38 años y soy lector desde los 12. Mis lecturas cambiaron con el paso del tiempo. Cambiaba yo, cambiaban mis lecturas. Llegué al dramatismo existencial de los 16 y quise leer filosofía. Para descifrar mi vida; la de Pánico, mi perro; la de mi tortuga tuerta y la de los demás de mi familia. Lo intenté con Schopenhauer, con Nietzsche, con Kierkegaard. No lograba terminar ninguno de sus libros, me quedaba dormido con ellos entre las piernas o aplastados contra el colchón y arrugaba sus hojas o quebraba las portadas.

Años después encontré una edición de los noventa de Frente al Límite, de Todorov, en un bazar de libros. Y sostuve su lectura hasta el final. Al poco tiempo cree la cuenta del correo electrónico que todavía utilizo, y le puse como nombre de usuario el de roldotov. Hasta que murieron Ruvalcaba y Todorov reparé en la relación del nombre de mi cuenta de email con sus apellidos: Ruvalcaba/Todorov/RuvaTod/RuvalOrov: roldotov.

Mientras pedía la cuenta, mandé al carajo a Dios, a cualquier dios, a todos de una vez, ninguno se salvaba de mis insultos por lo mierda que eran al matar el mismo día a dos de los escritores que cambiaron mi pensamiento, al matar a dos visiones del mundo que aún echo en falta. La sensación de ausencia me amargó la boca, más de lo que me la había amargado la quinta cerveza. Pero en esos instantes pensé que al menos podía sentirme triste y un poco desamparado por su muerte, porque para ese momento los había leído y atesoraba sus ideas y podía extrañarlos.

Para entonces, ¿cuántas muertes no había resentido? ¿Cuántas muertes ignoré antes? ¿Cuántas voces me habían valido madre? ¿Y cuántas más ignoraré? Sonreí porque las lecturas de filosofía en algo habían calado. Si no, no me hubiera podido hacer estas preguntas, que bien leídas no tienen nada de filosóficas, pero sí mucho de presuntuosas.


Ha sido mucho mayor mi número de lecturas de la obra de Eusebio que la de Todorov. Sus cuentos y aforismos y ensayos, sus ideas sobre la música de concierto, como la denominaba sin estar mucho de acuerdo, sólo por mantener un pacto de referencia. Por eso, por tratarse de alguien a quien conocía bien a través de sus textos y con quien tenía muchas cosas en común, cuando recibí la noticia de su muerte, eché una mirada atrás, de forma automática repasé los últimos meses. Lo que había compartido con él.

Porque a Ruvalcaba llevaba tiempo buscándolo.

En una entrevista del 2014 que se encuentra con facilidad en YouTube, Eusebio dice que le gusta escribir en cantinas, que escuchar música, escribir y beber son sus tres preceptos diarios. Una de sus cantinas preferidas es La invencible, en San Ángel. La entrevista la vi a principios del 2016. Apunté el nombre del lugar en un cacho de papel y busqué su ubicación en Google.

Aparte de esa entrevista, le escuché muchas otras. Ruvalcaba no escondía su intimidad: hablaba de su amor por los perros y de su trago cotidiano, de su ruptura matrimonial, de sus hijos, de la muerte de su padre el violinista Higinio, o se molestaba en plena entrevista sin disimularlo. En alguna dijo que le gustaría atravesar ese silencio definitivo (la muerte), finalmente llegar a él, con la mano de una persona en “mis propias manos, sin palabras ya”.

Cantina La Invencible. Foto de Alejandra Carbajal. Foto extraída de: https://www.timeoutmexico.mx/ciudad-de-mexico/bares-y-cantinas/cantina-la-invencible
Cantina La Invencible. Foto de Alejandra Carbajal. Foto extraída de: https://www.timeoutmexico.mx/ciudad-de-mexico/bares-y-cantinas/cantina-la-invencible

Con la dirección de la cantina en el papel, me lancé a buscar a Ruvalcaba. El viernes siguiente me subí al autobús de las nueve treinta con rumbo a Ciudad de México y a la 1 de la tarde atravesaba la puerta de La invencible. Llegué temprano porque soy tan bebedor como lo era él, y sé que a los bebedores se nos escapa la noción del tiempo entre la espuma de las cervezas y los hielos. Podemos ocupar una mesa o acodarnos en la barra con el sol afuera como foco y programar nuestra partida en tres horas, y luego vemos el reloj, por accidente acaso, y la hora es ya la de la noche y pedimos un trago, el último, y lo apresuramos para huir. Por eso llegué temprano, porque el bebedor Eusebio podía cruzar la puerta desde los primeros minutos de abierta la cantina.

Regresé catorce veces más a La invencible entre febrero de 2016 y enero de 2017. Bastaron esas visitas para que se habituaran a mi presencia. Para que el mesero me tratara como un viejo conocido. De visita en visita entendí el gusto de Ruvalcaba por ese lugar, cumple con los elementos de los que el imaginario popular dota a una cantina: huele a orines, los tragos son a precio justo y muy bien servidos y el mesero es un tipo feo bien amable. Lo que seduce a cualquier borracho. En esos sitios, la tercera vez que llegas ya tienes puesta en la mesa tu bebida, porque es la de “tu” costumbre. Mi costumbre: cinco Negras Modelo y seis rones con mucho hielo y sólo agua mineral, a veces ocho. En ese orden: cerveza; ron. No sé cuántas veces estuvo por ocurrirme la aparición de Ruvalcaba en La Invencible. Solo sé que la esperaba con paciencia, acompañado de su “hilito de sangre”, esa novela que lo hizo visible. La llevaba conmigo para redondear el dramatismo del potencial encuentro.

En las esperas conversé con los parroquianos. Por ejemplo con Germán, el Chino, y con Matías “El bolero invencible” como le llamaban y le llamé yo casi enseguida, quien entre boleada y boleada consumía los tragos que le invitábamos en pago de la lustrada de zapatos. Y lustraba un chingo. Ninguno de ellos sabía quién era Eusebio. A nadie le sonaba su nombre. Se limitaban a platicarme de encuentros fugaces con mujeres para después invitarme un trago. O me compartían un sándwich de jamón que mandaban a traer de la lonchería de la esquina. Yo salía tarde de La Invencible. A veces a las 10 de la noche. Y en la taquilla de la línea de camiones me negaban el boleto por oler a ron y cacahuates.

Mi último viaje a Ciudad de México fue el 28 de enero del 2017. Eusebio ya se hallaba en una cama de hospital, pero yo no lo sabía. Y qué bueno que no lo sabía porque brindé una y otra vez con su “hilito de sangre”, casi a gritos, y el resto de los que estaban alrededor aquella última vez brindaban también con el “hilito de sangre”, al que alzaba para que lo mirasen bien. Y chocamos los vasos de ron Eusebio y yo; y si hubiera sabido de su internamiento, yo sé que no habría podido agarrarse a tragos conmigo, no con esas manos que seguramente ya estaban picadas por agujas y sin fuerzas. Así que ¡salud!, ¡salud!, por mi ignorancia de saberlo en coma entre sábanas desteñidas.

La causa de muerte, decía la noticia: derrame cerebral. Por una caída en el interior de su casa. En varios mensajes de escritores amigos de Eusebio, y de otros quienes reportaron su muerte, se especulaba si cayó por estar bebido. Yo lo especulé también. Y es que Ruvalcaba sabía, y eso también lo dejó dicho en algún lugar, sabía que el alcohol exige mucho, lo exige todo, y yo lo sé, exige asumir sus consecuencias que pueden ser terribles y soportarlas, exige el olvido del miedo. Y sé que bien pudo haber caído por estar casi inconsciente, yo mismo muy borracho he caído de un segundo piso, por fallar en sostenerme del barandal e irme de largo en caída libre y abrirme la ceja derecha de un extremo al otro y provocarme un colgajo sanguinolento del labio superior y quebrar las micas de mis lentes y fisurarme pómulo y nariz. Eusebio corrió los riesgos y jugó sus cartas. Y la última la debió jugar también a su estilo de siempre.

Yo no sé si cuando Eusebio Ruvalcaba consumía sus últimos segundos de vida, si cuando atravesaba ese silencio definitivo, estaba por ocurrir que alguien tomara entre sus manos su mano como tanto lo deseaba. O si ocurrió, no lo sabré. Al menos en mi imaginación me consuela que Todorov se la haya estrechado en el lugar a donde se fueron juntos el mismo día. Porque yo no pude dársela, porque nunca pudimos presentarnos en una mesa de La invencible. Entonces digamos que la mano de Tzvetan apretó la suya, debió hacerlo, porque Eusebio así lo quería.


Miguel Roldán. Foto cortesía del autor.

Miguel Roldán, con más de tres décadas al lomo. Me licencié en derecho por la BUAP hace 13 años. A eso me dedico, soy abogado postulante y ando en tribunales 4 de los 5 días de la semana. He escrito millones de palabras a los jueces. Escribo ficción desde antes, desde la primaria, sin embargo publiqué hasta el 2011, en una antología de microcuentos compilada por el escritor Alberto Chimal. Tengo diversos textos de narrativa e híbridos, publicados en revistas digitales como Perro Negro de la Calle, MonoDemonio, Nocturnario, Pluma, Monociclo literario. En junio seré publicado en  la revista impresa española La gran belleza


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