El Reino de los Nombres Efímeros
Los integrantes de la tribu Ararí cambian de nombre, excepto sus dioses. Le permiten al conquistador que permanezca con su nombre eterno para que se compare con dios, sin saber qué le ocurrirá al final.
Los integrantes de la tribu Ararí cambian de nombre, excepto sus dioses. Le permiten al conquistador que permanezca con su nombre eterno para que se compare con dios, sin saber qué le ocurrirá al final.
Por Edgard Cardoza Bravo
Ciudad de México, 30 de septiembre de 2020 [00:15 GMT-5] (Neotraba)
La selva de hoy no es la misma de otros tiempos. Antes los únicos retumbos que se oían eran de rayos que buscaban la savia de los árboles más altos. ¡Tacabum!, y la Ceiba trémula por el hachazo omnipotente de los dioses inicia un incendio, que a veces dura días, hasta que algún fenómeno igual de natural lo convence de aplacarse y se diluye poco a poco en brechas de ceniza que al breve tiempo borran las crecidas. Ahora retumba el radio a todas horas. Retumban los parlantes al inicio de la noche, indicando que ‘la queda’ ha comenzado. Retumban las armas de fuego del guardia que anuncia su autoridad por las veredas, como diciendo aquí estoy, tengan cuidado con lo que hacen; aunque nosotros los nativos (indios Zopencos, nos dicen los intrusos) somos gente de paz desde aquel día casi ya olvidado en que los tratamos de espantar a puyazos, a gritos y a pedradas. Pero no se pudo: después de algunos muertos nos convencieron de que eran más fuertes que nosotros. Los plomazos pudieron más que las pedradas, los palos puntiagudos y los gritos. Venían tras las piedras brillantes que abundan en los cerros y a veces en los ríos, creímos entender, y aquí se quedaron de mandamases o presumiendo que lo son. Qué lo crean, somos gente de paz, pero algún día…
Somos la tribu Ararí, olvidaba decirles.
Pero están acá y es como si no estuvieran. No nos entienden, no son como nosotros. Nos hablan, nos ordenan, se ríen de nosotros, nos ofenden con palabras que no comprendemos o que no tendrían por qué ofendernos (bestias, animales nos llaman, sin saber que nos halagan: allá ellos), nos quieren hacer sentir que son los dueños de todo, hasta de nuestras vidas. Se suponen conocedores, pero están en las orillas, en la costa del asunto, pisando únicamente la raya que divide el suelo enorme de nuestras convicciones ancestrales de su mezquina y prepotente factoría. Hay espacios a donde nunca van a entrar. A nuestra alma, por ejemplo, sencillamente porque no tienen la llave, y si la tuvieran no saben dónde está la puerta.
Elemí, el dios cuervo, les nubla el entendimiento y los ocupa únicamente en merodear la superficie, los mantiene a distancia de lo verdaderamente importante. Elemí es como yo, que sube al monte a buscar inspiración para vivir estos días tan apagados, tan tristes; porque a él también le llegó la desgracia de la invasión: hicieron desparecer todas sus imágenes, y las de Saxeo y las de Tengue y las de Liasa y las de Ondebrejú y las de Carao y las de Guazubirá y las de Macuto y las de Imida y las de Laguá y las de Saguaipé y las de Damajagua, y hasta las de Oristo, dios de las cosas pequeñas pero vivas. Lo que no saben, es que nosotros llevamos nuestros dioses aquí dentro, o si no, los pintamos diminutos en los árboles y en las piedras de las cuevas, o hasta nos los tatuamos en la piel en las partes escondidas.
Son tan raros esos hombres, que un nombre les dura toda la vida. Y ese nombre los convierte en todo lo que creen de nosotros: derrotados por siempre. Un solo nombre para seres que creen en pocas cosas, pero desean más de las que son capaces de aprehender. Un nombre les delimita para siempre las fronteras. Son tan tontos que no entienden el motivo por el que nosotros nos mudamos de nombre cada día. Nunca lo sabrán, pero la razón es sencilla: sólo los dioses merecen tal distinción unívoca porque les ha sido concedida la gracia de ser permanentes e inmutables. A cada instante que transcurre el hombre mortal es habitado por un ser diferente, y por tanto, un día es más que suficiente vejez para el nombre de alguien que no es ningún dios. Cada hombre es muchos hombres y en consecuencia muchos nombres. Esa es nuestra venganza: que los invasores ostenten un solo nombre y con esa soberbia reten a los dioses, y por tal insolencia, a su tiempo, reciban el castigo merecido.
Nos creen derrotados, decía. Y sojuzgados por su tecnología. Pero sus aparatos, nos agregan opciones para honrar con nuevas denominaciones temporales a nuestros dioses.
[Equivocadamente, nos creen cautivados por ese Dios, que según me he dado cuenta, es único, pero tiene muchos rostros e inacabables formas de invocarlo]
Del radio del cuartel-escuela-iglesia-factoría he tomado mi nombre de hoy y el de muchos días anteriores: para nosotros carecen de cualquier significado, algunas veces son tan difíciles de pronunciar que es imposible trasladarlos al día siguiente aún por error de la memoria. “Max Factor” es mi nombre de este día, ¿hermoso, no? Breve y misterioso. Muy distante de muchos tan comunes que recuerdo de antes de la derrota: Águila de noche, Nube que pardea, Tronco del relámpago, Luna tras el monte. Después del radio del cuartel y de las pláticas de los invasores ha cambiado todo: Cocacola, Vitalínea, Peptobismol, Chocomilk, Kawasaki, Pantimedia, Ajaxlimón, Selterindeformable, Kotexconalitas, Malborolai… Un diluvio de nombres, para honrar a los dioses en su justa importancia. Un nombre renovado cada día, pero además con una carga de mundo afín a la grandeza de nuestros dioses escondidos, pero aún vivos.
Hace ya algunos, ¿muchos?, años, a fuerza de rudeza, nos enseñaron su lenguaje y pusieron su Dios sobre los nuestros. Nos dicen que vivimos en América y que afuera hay un mundo que no podríamos abarcar en muchas vidas. Para mí, para los míos, seguimos siendo la aldea Ararí junto al río Sundabao y los montes Bidafrejú.
Ararí significa, dueño de muchos nombres.