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Desde el (auto) exilio en los bosques de Klatch City, 8 de julio de 2024

Desde hace un poco más de dos años, dejé el barrio hípster para instalarme de nuevo en un barrio de clase trabajadora, esta vez dentro de un polígono industrial, por lo que las dinámicas son un tanto distintas a las que tiene un barrio alejado de las zonas donde trabajan sus habitantes.

Las diferencias son las formas en que se convive teniendo a los monstruos a unas cuadras de casa. Si lo vemos, pensando en las ciudades como varios ecosistemas de mosaico que conviven entre sí, un barrio dentro de un polígono industrial tiene unas dinámicas distintas, nunca se deja percibir la explotación que se vive en las áreas de trabajo, por lo que las personas que conviven dentro del barrio tienen también otras dinámicas.

El barrio donde vivo se forma por una serie de privadas, que se componen de dúplex de cuatro viviendas; en cada una, vive una familia, a veces un par de familias que se componen por la mamá, el papá, los hijos, hijas, nietos y nietas. Algo que conocemos todos los que hemos vivido en los barrios de clase trabajadora y que, además, las mascotas nunca faltan, desde los gatos, perros y en el caso de la privada donde vivo, un par de cuyos.

Por otro lado, los perros callejeros están presentes en todo el barrio, mismos que forman manadas o pandillas para protegerse entre ellos y, a la par, buscar comida. Estas pandillas de perros se pasean por el barrio, tienen el parque y un camellón que usamos algunos para ir a pasear a nuestras mascotas o solo para ejercitarnos. Ahí las manadas duermen, descansan, pasan el día cuando no están buscando la forma de alimentarse, que es básicamente pasearse por fuera de las privadas, donde los vecinos les dejan sobras de comida, croquetas para alimentar a los perros de la calle o a veces pollo crudo que compran exclusivamente para ellos, como lo hace el señor del carrito del supermercado, que todos los días sale a la calle a alimentar perros con retazos de pollo.

En mi barrio no solo viven trabajadores de las maquilas, empleadas domésticas o de tiendas departamentales, también hay mucho jubilado, principalmente del sector de la educación. Los ves caminar haciendo las compras o solamente haciendo consumo local, como mi vecino de la privada veintidós, que lo veo todos los días ir a desayunar una torta de tamal o tacos de canasta, a medio día come en las varias fondas que ofrecen menú y que se llenan de trabajadores a la hora de la comida, por cincuenta pesos tienen una comida completa: entrada, plato fuerte y postre, agua incluida. Por la noche, lo veo –junto a muchos otros más– en los tacos de tripa o de carnitas, en fin, disfrutando lo variado del menú gastronómico del barrio que nunca recibirá una estrella Michelin, pero tienen la aprobación de quienes comemos ahí y de que nos saludamos por el nombre o por el apodo que nos ponemos en familia. Algo que no encuentras en ningún otro lugar.

Como todos los barrios, principalmente aquellos de polígono y que están relativamente cerca de algún fraccionamiento residencial, no está exento de la violencia diaria, de los robos a transeúntes. Es común encontrarte a dos tipos en una Italka que a la frase tan trillada de “Ya te la sabes” se lleven tu celular, cartera o todo lo de valor que traigas. Para evitarme eso, especialmente a medio día que hay poca gente en el parque y el camellón, cuando Pimienta y Willy Tea me piden salir a pasear, siempre dejo mi celular y cartera en casa.

Las precauciones no están de más, aunque sospecho que la inseguridad con la que me veían en el barrio hípster, aquí se transforma en la identificación como uno más del barrio, como alguien –que al final lo soy– que logró sobrevivir a la violencia sin morir o terminar en cana, por lo que cuando me los topo, me saludan e incluso acarician a Pimienta y bromean con Willy y su sentido de protección que no deja de ladrarles. Tal vez el barrio no me respalda, pero me reconoce.

En mi barrio hay manadas/pandillas de perros que se pasean sin meterse con nadie, no buscan líos, no están interesados más que en sobrevivir. Los hay viejos, con heridas de guerra y los hay jóvenes que aún tienen esperanzas y te saludan cuando te ven por la calle. Los hay lideres natos como “la vaca” un perro que tiene el tamaño de un gato grande pero que se pasea por el barrio sin manada, dejando claro su liderazgo, con “la vaca” nadie se mete. También están aquellos que se mantienen al margen de los humanos, saben de la violencia que puede venir hacia ellos. La han vivido en carne propia.

Estas manadas/pandillas no crecen en número, al menos no de la forma exponencial que podrían crecer, gracias a que aquí viven personas que se preocupan por ellos. La señora Paty y la Profe Gaby se han encargado de capturar a los perros de la calle y esterilizarlos –odio esta palabra, me suena a genocidio– por lo que no hay reproducción de perros de la calle, el número crece porque en este barrio es común que personas de otros barrios vengan a abandonar a sus cachorros cuando se vuelven “problemáticos”, cuando ya nos los quieren. Es así como se mantiene la población de perros de la calle, por el abandono.

Por eso, la labor de la señora Paty y la Profe Gaby es tan valiosa. Parte de la idea de si no puedo darles un hogar al menos haré lo necesario para que no se reproduzcan y se conviertan en un problema mayor. Aunque cabe decir que tanto una como la otra se han encargado de darles –y buscarles– hogar a varios de ellos.

La profe Gaby mantiene al Güero como parte de su manada desde hace años que lo adopto de la calle, después llego el Chocolate que aún está a la espera de encontrar un mejor hogar. La señora Gaby le dio –como pudo– hogar a una camada de perros que tuvieron –la mayoría de ellos– un final trágico y a la Gorda, una perra de más de diez años que se quedó sin hogar cuando mataron a su humana para robarle el dinero de la venta de una vaca. Sí, mi barrio está en un polígono donde la violencia convive muy de cerca con la solidaridad. Nada nuevo que contar.

Hace unos meses en el camellón aparecieron dos gatos negros destazados. Ninguno tenía cabeza. Algún vecino les hecho cal encima para que no apestaran. No hubo más que hacer o nadie hizo nada más. Los perros de la calle se los comieron.

Fue una situación atípica que no le dimos mayor importancia, metidos en el día a día, eran solo otros animales que sobreviven en la calle, que esta vez les llegó su hora. Semanas después apareció, justo donde inicia el parque, una caja llena de gallos muertos. Se habló a protección civil para que fueran a recogerla, los camiones recolectores no quisieron llevárselas, no es parte de su trabajo. Ahí estuvo la caja por varios días hasta que el viento la volteó y salieron más de diez gallos descabezados. Curiosamente los perros de la calle nunca intentaron comérselos. Entonces sí, protección civil mando levantar los gallos. Fin de la historia; o eso pensábamos.

Días después, comenzaron a desaparecer perros de color negro, aunque este rasgo no lo notamos hasta tener un poco de certeza de lo que estaba pasando. Lo primero que pensamos los vecinos es que alguien que no sabemos dónde vive pero que se sospecha tiene perros de pelea, sí, en pleno siglo veintiuno, las peleas de perros siguen existiendo, pues pensamos que los capturaba para entrenar a sus perros –aun pensamos que lo hace, pero sigue siendo mera especulación. No fue hasta que comenzaron a aparecer los cuerpos/cadáveres de los perros destazados y sin cabeza que la profe Gaby dedujo –con mucho acierto– que quienes los están capturando y asesinando son santeros. Alguien que los conoce nos dio la confirmación.

Tanto los gatos, como los gallos y ahora los perros los usan para sus rituales de santería. Y es que la “maña”, la mafia convive con trabajadores de la maquila, empleadas domésticas, becarías de posgrado, desempleados, migrantes ilegales y jubilados. Desde hace años en los barrios, la “maña” ha adoptado la santería como su religión, como su forma de protección.

Ahora la población de perros negros en el barrio es de uno. Un lindo perro con cola de zorro que corre por la cuadra en compañía de su hermano. La profe Gaby y la Señora Paty ya le están buscando hogar lejos de aquí donde su color no sea un impedimento para su sobrevivencia.

La vida en el polígono transcurre como si nada. Los perros van y vienen, algunos permanecen, otros morirán atropellados, se irán a otro barrio o los mataran por religión o diversión, es su triste destino, y a pesar de la tristeza, me alegro de escribir esto mientras Pimienta duerme a mi lado y Willy Tea reposa en la cama, seguros de que al menos a ellos, la santería no es –ni será– parte de sus preocupaciones.


Jorge Tadeo. Imagen tomada sin permiso de su cuenta de FB

Jorge Tadeo Vargas: sobreviviente de Ankh-Morpork, activista, escritor, traductor, anarquista, pero sobre todo panadero casero y padre de Ximena.

Desde hace años construye una caja de herramientas para sobrevivir.

A veces viaja a Mundodisco


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