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Ciudad de México, 11 de mayo de 2024 (Neotraba)

SALVADOR

Va a ser una noche de jueves larga. Hoy me toca dar la clase nocturna de teatro. Me motiva el interés de mis alumnos por hacer el esfuerzo, después de su jornada completa de trabajo, de sacar energía quién sabe de dónde para empaparse del contexto de la obra, de meterse en la piel de su personaje y subirse al escenario a convencer a sus compañeros con su actuación.

Cada semestre acepto este curso nocturno. Es el único que no consta de jovencitas de corta edad, largas piernas, perfectamente maquilladas, cuyo “leit motiv” es convertirse en celebridades envidiadas y multimillonarias antes de los cuarenta.

No, en este curso viene el soldador, sudado y sucio, que si regresara a casa a bañarse ya no tendría ganas de volver al centro de la ciudad; está la oficinista cincuentona que siempre quiso actuar, pero que hasta ahora que sus hijos ya viven fuera de casa tiene el tiempo, el dinero y la energía para intentarlo. Ella piensa que su falta de frescura es una desventaja, pero en realidad, a lo que la vida ya la ha enfrentado es su as bajo la manga. Tengo en mi grupo al chofer de la pesera, que es también grafitero, y al tortero, que cree que actuar lo hará verse más “cool” con las chicas.

Soy más productivo como director con estos perfiles; no tengo que esforzarme mucho para que entiendan sus personajes y saben cómo hacer que aflore el sentimiento correcto para cada escena. Todas sus sugerencias y solicitudes tienen sentido y enriquecen la obra. Ahorita estamos adaptando Moby Dick, de Herman Melville, dándole un giro que su popularidad le ha arrebatado.

Hoy ha sido un día muy largo y difícil. Voy sentado en el metro intentando no dormirme, pues faltan sólo cinco estaciones para Viveros, donde me tengo que bajar. Llevo el libro de Melville abierto sobre mis piernas. Después de una instantánea cabeceada, reparo con curiosidad en el hombre que se ha sentado junto a mí. Viste una gabardina, que es una prenda no muy usual entre el público que se transporta en el metro de la Ciudad de México. Las chamarras acolchadas y los impermeables son lo más común. La gabardina del hombre debería prestarle elegancia, pero tiene algunas manchas deslavadas, por acá y por allá. El color de sus manos es cenizo, como de resequedad, aunque se trasluce un tono de piel más claro que el promedio del mexicano. Finalmente, subo mi vista a su rostro. Su penetrante mirada azul, sobrenatural, me despierta por completo.

–¿Qué está leyendo?, me pregunta.

–¡Ah!, es Moby Dick, le respondo. Su postura se vuelve rígida de repente.

–¿Y qué piensa de esa obra?

Empiezo a responder mientras reflexiono sobre lo extraño del interés de este hombre en la obra que elegí.

–Pues pienso que a Melville lo han leído mal. Que en lugar de seguir la evolución filosófica del personaje central, le ha parecido más cómodo a las editoriales explotar el libro como una historia de aventuras para niños y jóvenes, malbaratándola.

–¡Qué interesante! ¿Así que usted piensa que la intención del autor era otra?

Animado, monopolizó la conversación. En un momento dado empecé a ver con otros ojos a mi interlocutor. Su vestimenta, su rostro y su conversación tan meticulosa respecto a los detalles del libro me transportaron de pronto al Massachusetts de la década de 1850. Oyéndolo podía hasta imaginar a Melville en el muelle de Pittsfield, observando cómo los balleneros regresaban de sus travesías y cómo los marinos amarraban los barcos e invadían los restorancitos pidiendo hambrientos un “clam chowder” para reponer las muchas energías gastadas y no morir de frío. Podía verlo en medio de esa actividad frenética, elaborando en su mente día tras día la historia del capitán obsesionado con la ballena blanca, proponiendo para su novela esa rivalidad que debía ser fatal para el cetáceo o para el propio capitán. De pronto, el hombre de la gabardina gritó, tajante:

–Créame, los muelles estaban plagados de capitanes rudos maltratados hasta la locura por la vida en el mar. Mientras los veía, yo me preguntaba hasta dónde podrían dejarse llevar por sus obsesiones cuando, lejos de la costa, concentraban toda la autoridad.

Repetí con incredulidad: “¿Mientras los veía, yo me preguntaba…?” El hombre se dio cuenta de que había hablado de más. Se levantó, se despidió abruptamente y alcanzó a salir antes de que cerrasen las puertas del vagón. Tuve la sensación de que era cierto lo que me había hecho vislumbrar. ¿O era una locura mía creer que me había topado con algo así como una reencarnación de Herman Melville? Este hombre de la gabardina ¿huyó de mí porque notó mi confusión o porque yo tenía razón?

Aún estaba sumido en mis reflexiones cuando llegamos a la estación Viveros.

ALBERTO

Ese jueves me dirigí a la estación Etiopía del metro al salir de la oficina para regresar a casa, tal y como hago todos los días. Repentinamente, empezó a llover a cántaros. Yo traía puesta una gabardina, pero servía sólo para lluvias ligeras. Traté de ganarle al agua, pero al terminar de bajar las escaleras de la estación ya estaba despeinado y con la vestimenta medio mojada. De seguro me veía muy mal, pero fuera de la oficina no importaba mi imagen impresentable. Me preocupaba más evitar enfriarme cuando me bajara en la terminal y caminara el corto trecho a casa.

Era el final de un día de trabajo “godín” como asistente de edición en una editorial de poca monta. Me sentía mal. Pero no físicamente, sino más bien irritado y confundido. El lunes me dieron una pésima adaptación de Moby Dick de Herman Melville. Me pone mal, totalmente fuera de mí. Me obsesioné con esas imágenes de barcas, velas, timones, maniobras peligrosas y frustración que se me presentan tan claras como si formaran parte de mi historia. Es como si yo no fuera yo, Alberto, sino alguien de aquel mundo. Esta sensación recurrente me domina, sobre todo hoy, que es un día frío y lluvioso.

Ya en la estación, el vagón anaranjado se aproximó rechinando un poco los frenos. Entré y me senté junto a un señor en un traje impecable que leía un libro. Bueno, es un decir que lo leía: lo tenía abierto en las piernas y entreabría los ojos de cuando en cuando para mirarlo y dormitaba el resto del tiempo.

Al verme sentado junto a él pareció extrañarse. Me revisó de pies a cabeza, deteniéndose en mis manos y en las manchas de mi gabardina. O vio algo raro en mi rostro o se percató de mi estado de ánimo, pues empezó a moverse, intranquilo. Para calmarlo, empecé a hacerle conversación:

–¿Qué está leyendo?, le pregunté.

–¡Ah!, es Moby Dick, respondió.

Un chispazo recorrió mi espalda. En automático, dominado por una emoción repentina, pregunté sin pensarlo:

–¿Y qué piensa de esa obra?

Me respondió:

–Pues pienso que a Melville lo han leído mal. Pienso que en lugar de seguir la evolución del alma del personaje central, le ha parecido más lucrativo a las editoriales explotar el libro como una historia de aventuras para niños y jóvenes, malbaratándola.

No podía creer que alguien, encontrado al azar, tuviera exactamente la misma opinión que yo sobre el libro. Mi entusiasmo se desbordaba por cada poro de mi piel y cada parte de mi rostro. Le dije:

–¡Qué interesante! ¿Así que usted piensa que la intención del autor era otra?

Pero mientras continuaba nuestra conversación, mi interlocutor comenzó a retraerse y al final, permanecía casi callado. Continuaba defendiendo con lógica su postura; no obstante, lo sentía cada vez más lejano, enfocado en algo relacionado conmigo, sorprendido y después, incluso, asustado. No lograba entender lo que le ocurría. Era cierto que me dejé llevar por esta plática sobre tormentas en mares helados y embravecidos, hombres poseídos por una ira incontenible, una persecución en un viejo barco que debía terminar en la muerte, a la que sentí cercana. Mi pasión y el nivel de detalle en mis argumentos me sorprendían a mí mismo. En un momento dado, ya sin ningún control alguno de lo que decía, como poseído, le espeté:

–Créame, los muelles estaban plagados de capitanes rudos maltratados hasta la locura por la vida en el mar. Mientras los veía, yo me preguntaba hasta dónde podrían dejarse llevar por sus obsesiones cuando, lejos de la costa, concentraban toda la autoridad.

Mi interlocutor, maquinalmente, repitió:

–“¿Mientras los veía, yo me preguntaba…?”

En efecto, eso es lo que acababa de salir de mi boca. Abruptamente, le indiqué que había llegado a mi estación y salté del vagón casi con las puertas cerrándoseme encima.

Al alejarse el vagón pude respirar hondo y sentirme mejor. Tomé el siguiente tren para seguir mi camino a casa. Fue hasta llegar a la terminal, Ciudad Universitaria, que empecé a cuestionarme la posible relación entre los desasosiegos que me provoca siempre la lluvia, la profesión que había elegido y estas imágenes de alta mar que se me presentaban con la nitidez de alguien que ha estado ahí. ¿Era posible que hubiera vivido en Massachusetts alrededor de 1850, que fueran míos los pensamientos plasmados en el libro, que quizá en una vida anterior hubiera yo sido Herman Melville?

JULIÁN

Nunca leo ni me pongo los audífonos cuando voy en el metro. Si lo hiciera, me perdería de la diversión, porque en el metro de la Ciudad de México pasan cosas bizarras. Por ejemplo, en una ocasión, un gatito que se salió de su jaula causó tal revuelo que los pasajeros estuvieron a punto de jalar la palanca de emergencia. El dueño del gato era un anciano torpe al que, a pesar de su edad, le llovieron improperios:

–Viejo menso, ¿por qué dejaste salir el gato de su jaula?, fue el primer grito.

–¡Si no puedes tener tu mascota bien guardada, no la saques a la calle; mira nada más lo que ocasionas!

–¡A quién se le ocurre subirse al metro con un gato!

–Le ayudo, señor, dijo una chica. Y añadió: ¡Ayyyyy! ¡Pinche gato, ya me sacó sangre!

–¡Lo tengo!, gritó finalmente una señora que lo atrapó ofreciéndole un pedazo de su torta de jamón.

El viejito, abochornado, decidió bajarse en cuanto logró regresar al gato a su jaula. Nunca he visto un gato más aterrorizado que éste.

Pero la escena de este jueves no fue risible. Fue, diría yo, más bien espeluznante. Empezó como una escena tranquila. Un señor sentado en un asiento al frente, que parecía tan agotado por el trabajo que se echaba unas pestañitas cada tanto. De milagro, el libro que se puso encima de las piernas no se le caía y se conservaba abierto tal como él lo había colocado. En la estación Etiopía se subió otro señor. Ya había empezado a llover muy fuerte afuera, pues entró al vagón con la ropa casi escurriendo. Las dos chicas con quienes se cruzó en la puerta trataron de mantenerse lo más alejadas que pudieron de él, como si fuera un apestado.

Este señor se sentó junto al del libro, quien despertó en ese momento de una cabeceada y se le quedó viendo con unos ojos enormes. Iniciaron una conversación. Yo no alcanzaba a oírla en detalle, pero parecía que hablaban sobre el libro. Lo que sí noté es que el recién despertado miraba cada vez más fijamente al otro y su expresión comenzó a cambiar; primero se veía interesado, después, preocupado, y al final, asustado. Se ve que no podía apartar la vista de su interlocutor, el señor raro de la gabardina sucia y empapada. De repente, este otro señor hizo su cara hacia atrás y parpadeó de manera muy forzada; su rostro adquirió una expresión de pánico, se levantó abruptamente y escapó del vagón; las puertas al cerrarse casi lo aplastan. Cuando volteé a verlo en el andén, sus facciones estaban regresando a su fisonomía anterior, más relajada. Al voltear a ver al hombre del libro, éste todavía se veía alterado. Incluso, había aventado el libro al suelo.

No supe qué pensar de todo esto. Intranquilo, decidí bajar en la siguiente estación, a la que estábamos llegando, pero el hombre recogió su libro y se levantó para salir. Preferí entonces continuar en el vagón una estación más, aunque tuviera que caminar de regreso un par de kilómetros.


Física de profesión, ha ocupado posiciones directivas en gestión de tecnología en el país y en el extranjero.

Desde chica ha sido una voraz lectora y desde siempre ha tenido la ilusión de escribir cuentos y novelas. Como escritora, la inquietan los fenómenos sociales y las estructuras de poder. Le gusta plantearse situaciones fuera de lo común y estirarlas hasta llegar a sus consecuencias.

Sueña con poder expresarse con el lenguaje poético de algunos de los escritores y maestros que más la han inspirado.


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