El lenguaje de las cosas en el fuego
El fuego guarda en su memoria todas las historias que se han contado en torno a él, y al compás de su destrucción, baila. La columna de Juan Jesús Jiménez.
El fuego guarda en su memoria todas las historias que se han contado en torno a él, y al compás de su destrucción, baila. La columna de Juan Jesús Jiménez.
Por Juan Jesús Jiménez
Puebla, México, 26 de noviembre de 2024 (Neotraba)
El fuego que me acompaña esta noche, no es mío. Y quizá nunca lo fue: https://youtu.be/fz6v4RdOrBE.
Me gusta ver cómo arden las cosas. Piromanía, pero no una de la que deba preocuparme. Me gusta ser interlocutor del fuego, porque su movimiento es lenguaje que el ser humano no habla, pero entiende. Yo lo entiendo. Y todo aquello que consumen las llamas, se diluyen en su canto ominoso. El fuego, como tantas cosas en este mundo, no tiene nombre. No conoce ni necesita conocer el poder del lenguaje, porque desde su silencio me nombra suyo. Y revela mi nuevo nombre en el calor de su luz.
El fuego, pienso, ha estado aquí mucho antes de que el ser humano siquiera se reconociera a sí mismo como tal. No es extraño pensarlo así. Como tampoco es extraño ver su manifestación en los grandes mitos de la historia humana. A veces como creador, destructor, protector, juez y parte. El fuego guarda en su memoria todas las historias que se han contado en torno a él, y al compás de su destrucción, baila. Porque no existe tal combustible como la palabra. Ni algo tan efímero como los signos que evoca. El fuego, te digo, conoce las trampas que aguardan nuestras lenguas, y las sombras que esconden los sentidos que no tenemos. Y lo sabe porque al quedarse despierto en la noche, en su desvelo los fantasmas chisporrotean en sus pies, esperando que algo les abra la puerta.
Muchas cosas nos atormentan con su sombra. Tratando de imitar su movimiento. Y al fallar, adquieren materia. Quizá así empezó el primer mito sobre Dios y el Demonio. El fuego, en su perfección accidental, impulsa el movimiento de otros que, tras su fracaso, caen de la gracia etérea y son destinados a ser espectadores de las sombras que proyecta la luz. Pero ni siquiera recordar la imagen del fuego que impulsó su movimiento.
Volví al fuego, precisamente por rodearme de él durante mucho tiempo, y quedarme despierto, adivinando cuál de todas las voces nocturnas me llamaba. Mirar a las cosas chocar con su reflejo en el agua, y entonces llamarlas por otro nombre. Y justo en estos meses, que tantas cosas rondan el cauce de la brisa. Mientras cargan flores, agua, sal y tanta soledad. El fuego conoce estas cosas mejor que yo. Aunque no distinga el límite entre lo que toca su luz, y lo que le toca a él.
Por desgracia, mirar al fuego también quema la memoria. Y ahora hay nombres y rostros que se han ido de mis días. Hay voces que replican lugares, aunque esos lugares no sean los mismos. Pero por más que trato, el fuego se ha llevado el resto de esos recuerdos. A mis veintidós años, experimento una de tantas muertes que tendrán las cosas. Aunque no su duelo. Porque incluso eso se ha llevado el fuego.
Pese a esas cosas, el fuego y yo seguimos siendo amigos. No tenemos de otra. Yo lo alimento a él, y él no permite que me agarre la noche. Yo le cuento sobre el mundo que se esconde en la carne, y él arropa nuestro silencio. Yo le digo que extraño, y él se lleva los recuerdos que no me sirven. En ese aspecto, Funes no conocía el fuego. Ni Aquiles. Ni Moisés. Ni Yahvé. Porque esto del fuego es molesto de saber a veces. Y no toma consideraciones. Existe y se esconde, o se esconde de no existir. Pero anda en el borde de las bocas que no pretenden llamarlo.
El fuego, se esconde en los jaicués[1] y los sudokus que resuelvo en la mañana. El fuego, es poesía, y su lenguaje es el de las cosas que se consumen en su interior. El movimiento del fuego, siempre, nos remite a la naturaleza más primitiva, y el sueño más largo. Poesía que se reinterpreta a sí misma mientras se ve al espejo, y la ausencia revela nuestro pesar diáfano.
[1]Jaicues y otros malestares silenciosos.pdf