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Por Esteban Martínez Sifuentes

Ciudad de México, 06 de octubre de 2021 [06:26 GMT-5] (Neotraba)

Los buenos payasos

—A ver, para su examen anual, díganme algunas de las características del buen payaso.
—Primero, primero, no debe andar por ahí cargándose a la gente.
—Aprobado, González. Perdón: Gonzalín.

La risa inhibe la producción de cortisol, hormona responsable del estrés, y libera dopamina, neurotransmisor asociado a las sensaciones placenteras y la agilidad mental. Un buen payaso no es sólo la nariz roja, la peluca, la vestimenta chillona, los zapatos del número mil, los tropezones. Un buen payaso es un actor que se gana la risa del espectador llevándolo a tocar sus emociones y su alma.

En busca de información sobre el origen de la característica nariz roja, “máscara mínima” en la profesión payasística, me topé con esta cuestionadora reflexión en un sitio especializado (serpayaso.com): «Lo que pienso es que la nariz es básicamente un placebo que se le da al alumno para que se atreva a ser payaso. Es una herramienta psicológica que se entrega para que crea que con esta nariz estará “protegido” y que podrá tener “patente de corso” para hacer el “tontito”… Puede tener sentido en varios contextos tales como un hospital, unas misiones voluntarias o incluso en una fiesta privada, pero en un contexto de un espectáculo donde un público viene a verte, creo que muchos amateurs y profesionales ganarían si “no” se pusieran la nariz».

Una persona de nombre Miguel respondió al autor, Gromic: “El payaso necesita la nariz, como el médico necesita la bata blanca; como el policía necesita su silbato y su macana; el luchador necesita su máscara; el locutor necesita su micrófono, etc. Todo es como tú mires a través del espejo de tu criterio. PD: me gustó su escrito, felicidades”. Bien por Miguel. Sin esa prótesis nasal hasta “Pogo” John Wayne Gacy y Pennywise, el clown de It, se ven siniestros.

Lo cierto es que existen tipologías de payasos: el de cara blanca, que es severo y se exaspera con lo que hace o dice el lerdo de nariz roja, que se llama “augusto” en el argot (equivalente a nuestro “patiño”), y “el augusto de augustos” o “contraaugusto”, el que no sabe nada de nada. Cuando actúan en equipo, los tres se trenzan en un auténtico round-robin a ver quién es más listo-tonto y más ágil-torpe.

El verdadero payaso nos ayuda a extraer a bajo costo lo mejor que tenemos los seres humanos: la risa, la alegría, la capacidad de asombro, la cualidad de sociabilizar. Además, los payasos deben sentirse orgullosos de otra cosa: aún aquellos que los odian, todo mundo reconoce su profesión a cientos de metros de distancia. Al único payaso que deberíamos temer es al vulgar, al rutinario, al que no analiza a su público ni a sí mismo porque no tiene amor por su profesión; bien mirado, esto sirve para cualquier actividad. Hacer el payaso es simplemente una manera divertida de ser serio (frase de Jango Edwards, músico, mimo, bailarín y payaso profesional de los muy buenos).

Los contrastes siempre funcionan dialéctica o argumentativamente. Como si un albañil o una farmacobióloga estuvieran exentos, la tradición insiste en que el payaso sea un ser infeliz en su vida privada, sobre todo en el aspecto amoroso, y que esa infelicidad termine entrometiéndose en su actividad profesional. De farmacobiólogas no sé, de payasos existen muchos ejemplos en todas las artes. Sólo menciono una novela que me agradó hace años: Opiniones de un payaso de Heinrich Böll.

Siguiendo con mi búsqueda de los orígenes de la nariz, en varios sitios aparece que un acróbata americano llamado Tom Belling actuaba en un circo de Alemania en 1869, a quien delante de sus amigos le gustaba disfrazarse en son de burla con la ropa de su jefe. Una tarde éste lo descubrió y, lleno de rabia, se abalanzó a escarmentarlo. Belling corrió, el otro lo siguió por camerinos y entretelones del local. En su afán por escapar, Belling entró al escenario, derribó todo a su paso, cayó, se levantó, volvió a derribar objetos, y el público encantado pidió que repitiera el acto. El propio perseguidor solicitó a Belling que se convirtiera en clown; éste accedió, y la leyenda dice que escogió como disfraz una plasta de maquillaje escarlata en la nariz y los mismos pantalones viejos y holgados del jefe. Aquí termina la narración del primero que usó nariz roja; huele a cliché y no convence.

En 1768, el consumado jinete Philip Astley creó en Londres el primer circo moderno. Incluía música, animales, acróbatas y payasos, elementos que nunca habían estado juntos ni en funciones accesibles al gran público. El gran público era de clase media hacia abajo, ahí y en los circos que pronto seguirían al Circus Hippodrome de Astley. Entonces, puede ser que la tradición provenga de la representación de un personaje con la narizenrojecida por el frío y el alcohol, lo que pudo haberle ocurrido a cualquiera. Sobreviven rutinas donde el payaso de nariz roja entra en la pista sorprendido, como si llegara de la calle sin saber nada de nada, extraviado, borracho.

Antes de que nos cargue el payaso, hay que reír con los buenos payasos. Pero debemos apurarnos. Con la pandemia están desapareciendo hasta los malos que hacen bonitas figuras de globoflexia y poco más en fiestas infantiles y restaurantes. En serio, ojalá todos salgan fortalecidos, se les necesita. Pero que tampoco se hagan los importantes, porque pierden.

—¿Y esa cara tan compungida, amigo Capullín?
—¡Ay, estimada Manzanita, si te contara…!
—Pues cuéntame.
—¡Ay, ay, si te contara…!
—¡Cuéntame, caramba!
—¡Ay, ay, ay, si te contara…! Me quedé sin empleo, mi novia me dejó y tengo sentimientos encontrados, Manzanita.
—Ah, ¿sí? ¿Dónde? Por la cara, debe de haber sido en el bote de la basura. Hasta apestas, hazte para allá.
—¿Ya ves cómo eres, Manzanita?

Con nariz roja o sin ella (existen unos excelentes que sólo usan un toque distintivo de maquillaje, como el citado Jango), el buen payaso nos lanza a la cara el pastelazo de nuestro acartonamiento. Es un espejo distorsionado, sólo en apariencia.

La clave del buen payaso: dosificar lo serio, no lo solemne o acartonado, con lo divertido, no lo chabacano. Y debiera ser la pauta del juez, y del predicador, y del senador de la república, pero estos insisten en mostrarse solemnes hasta cuando se bañan. ¿Cuál es la diferencia? De lo solemne, que suele ser lo pomposo, lo inflexible, lo rancio emparentado con la impostura, la falsedad, el secretismo y el miedo, nos podemos pitorrear con facilidad; de lo serio no.


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