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Por Luis J. L. Chigo (@NoSoyChigo)

Puebla, México, 16 de enero de 2021 [04:00 GMT-5] (Neotraba)

Sobre la cuestión de la violencia en México todo y nada sabemos. Es tan clara su silueta a la luz de su vivencia cotidiana como borrosa y oscura su razón de ser. Del “pueblo bueno” damos, sin dificultades, un salto a las fosas comunes del crimen organizado. De la reconstrucción de la vida y obra de un personaje a su ejecución silenciosa. La violencia en nuestro país es una noche eterna.

Esta eternidad configura las crónicas de Procesos de la noche, libro de Diana del Ángel (Ciudad de México, 1982), escritora, poeta y traductora y publicado como resultado de la Residencia de Creación Literaria Ventura + Almadía. En dicha obra, del Ángel reconstruye el rostro de Julio César, uno de los tres normalistas asesinados en la noche del 26 de septiembre de 2014 en Iguala, Guerrero: al pie de un camino utilizado como basurero, el cuerpo de Julio yacía sin vida y con el rostro desollado.

Procesos de la noche forma parte de ese extenso corpus de testimonios históricos escritos alrededor de la violencia ejercida por el Estado o relacionado con él. Sus crónicas no sólo pretenden devolver parte de la identidad vida de Julio a través de sus condiciones humanas más esenciales –como sus contradicciones y errores–, también elabora una radiografía de la revictimización que sufren sus familiares a partir de un control desastroso de la burocracia y la justicia en México. Es decir, de cómo la violencia es la pieza de dominó que tira a otra hasta el infinito.

El trabajo literario de Diana del Ángel está revestido de la impaciencia de proceder legalmente bajo nuestras condiciones jurídicas, por un sentimiento de hartazgo, pero también de una rigurosidad puesta al servicio de la comprensión. Una y otra vez nos preguntamos, ¿en qué país vivimos que es posible asesinar a un estudiante y salir impune en el proceso?


Portada de Procesos de la noche, de Diana del Ángel
Portada de Procesos de la noche, de Diana del Ángel

Luis J. L. Chigo. En el prólogo que Elena Poniatowska hace a tu libro pregunta: “¿En qué país vivo para que una niña como ella se ponga a investigar una muerte y acompañar a una familia entera en el Estado de Guerrero, en vez de vivir sus años de estudiante en la sombra de ahuejotes, árboles de chirimoyas, guanábanas y naranjos?”

¿La juventud de este país debería escribir sobre otras cosas fuera de la violencia?

Diana del Ángel. Esos jóvenes, hombres o mujeres, escriben de esos temas por la existencia de violencia de Estado. Dicha violencia es sistémica, como la ejercida en contra de las mujeres.

La realidad nos rebasa en ese sentido. No es tanto lo que deberían escribir, escriben porque hay una urgencia de muchos jóvenes por contar lo que ocurre en sus distintas comunidades.

LJLC. Como poeta, ¿en qué momento te das cuenta que la poesía no será suficiente y que debías ir a la crónica?

DdÁ. Se relaciona con mi objetivo principal. En relación con la historia de Julio, con mi escritura quería dejar un registro de los sucesos. Duele mucho la forma en que lo torturaron y ejecutaron, pero escribir sobre mi dolor o sobre lo que estos actos generaban en mí… probablemente el poema sí sería una forma de escritura más adecuada.

Me interesaba en ese momento el registro de lo ocurrido con la familia de Julio y con su propio cuerpo porque, inmediatamente después del 26 de septiembre del 2014, la urgencia era –y todavía es– encontrar a los 43 compañeros.

Las ejecuciones de Julio César Rodríguez y de Daniel Solís Gallardo quedaron a la sombra comparándolas con toda la atención mediática sobre la desaparición de los 43 compañeros. De alguna manera, las ejecuciones de los 3 normalistas fueron ignoradas, no se sabía lo que ocurría –hasta la fecha tampoco se sabe. Por ejemplo, ¿qué ocurrió con la familia de Daniel? Doña Berta, su mamá, llegó a vivir a la Normal.

En el caso de Julio fue muy significativa la forma de ejecutarlo y en cómo fue abandonado su cuerpo sin la piel del rostro. Pero, además, por la fotografía tomada y difundida en redes sociales.

Para esclarecer la desaparición de los 43 compañeros es necesario determinar quién o quiénes torturaron y ejecutaron a Julio de esa manera: probablemente sean los mismos.

LJLC. Quienes identifican a Julio son sus familiares por la foto mencionada, circulaba en las redes sin ningún tipo de censura. ¿Se trata también de una sociedad deshumanizada?

DdÁ. Quien le tomó la fotografía a Julio probablemente fue el mismo que lo abandonó en el Camino del Andariego, un camino de terracería en Iguala. Está ubicado en una zona conocida como “Ciudad industrial” porque ahí residen distintas compañías –por ejemplo, la Coca-Cola–, la gente de Iguala lo ocupa para tirar desechos. En mi última visita, incluso me topé con el cuerpo de una vaca muerta.

Eso te da una idea del mensaje de las personas que dejaron a Julio ahí, en un lugar normalmente utilizado para dejar desechos. Tomar la fotografía y subirla a redes sociales, también es parte de la violencia: es un mensaje a todas las personas que pudiéramos verlo pero, específicamente, a los jóvenes.

Además, todavía no sabíamos cuántos compañeros habían desaparecido y esa imagen de Julio –que aún circula porque no ha sido posible de regular y tampoco hay voluntad por parte de las autoridades para hacerlo– fue el primer vistazo de lo que arrojarían las investigaciones posteriores.

No sólo sobre la desaparición de los 43 compañeros: cuando se empezó la búsqueda, se encontraron muchas fosas en Guerrero en esos días. Fue lamentable que los funcionarios y el gobernador anunciaran con cierta alegría que sí, eran fosas, pero no de los 43. Eso representaba un hecho aún más grave.

Quien difundió la fotografía buscó utilizar esa imagen como un mensaje de terror y de miedo, dirigido potencialmente a cualquier usuario de internet –jóvenes en su mayoría. La posterior reproducción de manera acrítica por parte de las personas en parte se relaciona con la normalización de la violencia. Algunos otros expusieron la necesidad de difundir la fotografía para mostrar el horror. Creo que lo último es válido.

Sin embargo, algo para mí más importante es lo que esa difusión puede causar en quienes conocieron a Julio. Por ejemplo, lo que puede causar en su hija –que no lo conoció, ella tenía dos meses cuando Julio fue asesinado–, eventualmente se enfrentará con esa imagen.

LJLC. Inicias el libro con una disertación filológica de la palabra desollado. ¿Por qué anteponer el lenguaje al evento?

DdÁ. La palabra es importante. Casi al finalizar el libro me pareció necesario explicar para mí, y después para los lectores, cómo y en qué contextos usamos las palabras.

También menciono que la palabra reinhumación no existe ahora en el diccionario pero, probablemente en unos años, se integrará porque hay muchos casos donde se exhuman los cuerpos de las personas como la única prueba y la última instancia para esclarecer el crimen. Eventualmente nos pone en la circunstancia de exhumar y reinhumar, cuando lo natural sería inhumar sólo una vez.

Por eso comencé a buscar la palabra desollado, tenía la duda de cuántas veces leí esa palabra y en qué contextos. Aparece en dos contextos y los dos son de guerra. Es decir, señalaba algo difícil de enunciar y actualmente se puede encasillar en una guerra de baja intensidad, como la iniciada en 2006, cuando se declaró la “guerra contra el narcotráfico”. Se violentaron los derechos de las personas y ni siquiera cumplió con su objetivo.

Foto cortesía de Diana del Ángel.
Mural en memoria de Julio. Foto cortesía de Diana del Ángel.

LJLC. ¿Y sobre el proceso de llevar el dolor a la palabra?

DdÁ. Llevó tiempo. Tomaba las notas y algunas de las crónicas las escribí el mismo día de los hechos o en días inmediatos; en otras ocasiones tardé varias semanas pasar de las notas a la crónica. Pensé que lo hacía porque no tenía tiempo: estudiaba el doctorado mientras acompañaba a la familia de Julio y escribía las crónicas. Gracias a la beca podía desplazarme o dedicarle tiempo a este acompañamiento.

En realidad postergaba –un poco– de manera inconsciente ese momento de reescribir y de regresar a la experiencia. Cuando vuelves a las notas no sólo vuelves a la vivencia, se debe complementar con investigación y muchas veces los resultados tampoco son agradables.

LJLC. Hay una poética de la noche en México y parece siempre estar relacionada con el crimen y el dolor provocado por el Estado. La vemos, por ejemplo, en Memorial de Taltelolco de Rosario Castellanos. ¿De qué manera retomas esta poética para Procesos de la noche?

DdÁ. Conozco el poema y lo he trabajado, pero no lo había relacionado con mi libro hasta ahora. La noche juega un papel importante: también está en el libro de Elena Poniatowska, La noche de Tlatelolco.

Procesos de la noche se titula así a partir del seminario Una mesa para compartir objetos, donde nos reuníamos distintos compañeros involucrados en algunos proyectos comunitarios vinculados con la escritura. En alguna ocasión compartí con ellos unas de las crónicas del libro, en donde se relata cómo fue detenido Mauro, acusado de ser el autor material del desollamiento de Julio, y el permiso otorgado a nosotros para asistir a su interrogatorio. Esa crónica ocurre en la noche: es detenido por la tarde en Iguala, tardan en trasladarlo a la Fiscalía y su declaración ocurrió a la una de la madrugada. También muchas de las diligencias terminaban de noche.

Comentábamos eso, cómo de pronto todo ocurría en ese espacio del día. Desde luego, alude a la noche de Iguala. De una manera simbólica, a la noche oscura que representa la violencia en México.

Entre Ayotzinapa y Tlatelolco hay muchas relaciones. Los compañeros recolectaban los camiones para ir a la marcha del 2 de octubre, en la que participan año con año y que conmemora la matanza de Tlatelolco. El hecho de que fueran estudiantes es otro vínculo doloroso: del ’68 al 2014 –y hasta nuestros días– vemos cómo la violencia de Estado perjudica a sus estudiantes. Es algo muy grave en el país, cualquier país.

LJLC. Recientemente asesinaron en Puebla a dos estudiantes. A pesar de no ser violencia de Estado, es una consecuencia de la falta de gobernancia y de una sociedad sin ganas de reclamar. En tu libro el presunto autor material se niega a hablar en un principio y cuando declara sólo dice “Yo nada más lo vi”. En lo antes mencionado vemos cómo permea la cuestión del silencio. ¿Cómo se desenvuelve este silencio? ¿En qué momento dices: “No puedo quedarme callada frente a esto”?

DdÁ. Cuando comencé a acompañar a la familia de Julio y a Sayuri Herrera –la abogada del caso– no pensaba escribir las crónicas. En realidad esperaba que un escritor famoso o importante, con más experiencia, se encargara de contar la historia. No es una historia fácil de contar.

No sucedió. Me percaté de que la única que estaba ahí era yo. En ese momento tenía la confianza de la familia a pesar de haberme conocido hacía pocos días y tenía la posibilidad de desplazarme a Iguala para conocer las diligencias. Además, podía preguntarle –con mucho detalle y de forma directa– a Sayuri sobre todas las cuestiones jurídicas que no entendía. Me hice consciente de eso, de quien estaba ahí era yo.

Viene la necesidad de dar a conocer el caso por parte del pequeño colectivo formado alrededor de la familia. Como mencioné, no había generado la misma atención mediática y, en un primer momento, lo hice yo. Hice las crónicas con la intención de publicarlas en el sitio del colectivo –así fue– y varias lo fueron en su primera versión.

Después pasó algo muy bonito: varias personas me escribieron diciéndome que esas crónicas les eran muy útiles o las hacían sentir cercanas a algo que les importaba y en lo que no podían estar aquí –varias personas no eran de aquí o no estaban en el país.

Tenían un sentido, cumplían con un propósito inmediato y eventualmente podrían cumplir ese mismo propósito para las personas que ya no estuvieran aquí, para el futuro.

LJLC. A Julio no sólo el crimen le quita el rostro: la burocracia, las notas periodísticas hechas al vapor, la fotografía circulando en redes forman parte de esa pérdida eventual de su identidad. ¿Cómo evitas caer en la cuestión del homenaje espectacular para elaborar el rostro de Julio?

DdÁ. Hay muchos riesgos cuando escribes sobre violencia: uno, hacer pornografía de la violencia, y el otro, construir un discurso de mártir para Julio. Eso habría sido injusto para él mismo.

Traté de respetar las palabras de las personas entrevistadas. Por ejemplo, en el testimonio de su amigo, quien decía que Julio tenía una lista de las chicas que habían sido su pareja, era temperamental o no se llevaba bien con su mamá, obviamente pintaba a una persona que podría calificarse de machista. Me asumo como una mujer feminista pero no iba a omitirlo, es parte de lo que era Julio.

Me interesa señalar que Julio era un ser humano y tenía defectos. No importan, nadie merece morir de la forma en cómo él fue ejecutado, ni tampoco que su memoria sea cercenada como intentaron hacerlo con él. El desollamiento es muy grave, sobre todo en la piel del rostro, implica quitarle la identidad a una persona, deshumanizarla.

Para respetar y dignificar la memoria de Julio fue muy importante mostrarlo como persona, como cualquiera de nosotros, con sus errores y defectos. Y, repito, no por eso merecía morir de esa manera.

Foto cortesía de Diana del Ángel.
Memorial a Julio. Foto cortesía de Diana del Ángel.

LJLC. Se supo muy poco del colectivo y de las familias de los 43 compañeros. Algunas de ellas no hablaban español y eso complicaba los procesos legales. Todo era silencio alrededor de Ayotzinapa. Al ser tus crónicas hechas como testimonio en tiempo real, ¿hubo alguna reacción que pretendiera callarte cuando escribes estas crónicas en tiempo real?

DdÁ. Dentro del colectivo existía un protocolo de seguridad que tratábamos de seguir incluso en cosas mínimas, como el monitoreo o el no quedarnos nunca en Iguala. El compañero encargado de medios de comunicación, tenía experiencia en comunicación con enfoque de derechos humanos. Cosas así nos facilitaron mucho más la tarea a todas las personas, empezando por los familiares de Julio.

Sobre todo, se cuidó que no hubiera lugar para ese tipo de cosas porque es un caso que se presta mucho al morbo. También ocurre que ciertos entrevistadores revictimizan a la familia con la forma de plantear preguntas. Para evitar eso, el compañero tenía una serie de estrategias como la redacción de comunicados y si alguna persona quería una entrevista, se le daba el comunicado.

Tratábamos de mantener el protocolo de seguridad justamente para evitar alguna circunstancia de peligro.

LJLC. Cuando se encuentran en el laboratorio de la PGR les colocan al lado las cajas con restos de personas y con la etiqueta “Basurero de Cocula”. Mencionas que esa es otra forma de tortura a quienes están ahí. ¿Cómo es el proceso de cronicar cuando te rodea la atrocidad?

DdÁ. Obviamente una no puede dejar de sentirse afectada por los sucesos, pero veía a Marisa o al resto de la familia de Julio: son personas muy fuertes. Si ellos tenían esa actitud, yo trataba de estar a su altura.

Por otro lado, aunque es un tema muy doloroso, se puede observar en estos procesos cómo las personas se rehacen y se resignifican a sí mismas. Se empoderan, en cierto sentido. Se reconstruyen desde la dignidad, después de pasar por una experiencia tan dolorosa para reclamar justicia o para hacer todo lo necesario: desde dar información en medios hasta seguir vivos. Ser testigo de este proceso te da cierta fortaleza para seguir adelante.

Otro objetivo de escribir este libro era enfocar la memoria en lo que ocurría durante la resistencia de la familia de Julio, llevada a cabo al iniciar este camino de justicia, independientemente de la actuación de las autoridades mexicanas.

Necesitas tener claro cuál es tu esperanza, qué esperas en relación a la escritura. Si tienes clara esa esperanza, todo lo hecho y escrito se encamina justamente a cuidarla. Eso me ayudó mucho en la escritura de Procesos de la noche.

LJLC. ¿Cuál es tu esperanza con Procesos de la noche?

DdÁ. Que no sólo sea leído como un testimonio de muerte, sino también como uno de vida. Que en un futuro las personas podamos decir: “de aquí venimos, de esta noche, pero de ahí llegamos hasta este amanecer de justicia y de no impunidad.”

Y ojalá llegara a las personas que atraviesan por alguna situación de este tipo –por desgracia todavía son muchas.

A veces pensamos en cada historia o suceso como el más terrible, sin embargo hay muchos casos a nivel jurídico como el de Julio César. El libro pudiera servir para alguien en una situación similar, para ver que hay un camino, cómo es el tomado por la familia de Julio y, en ese sentido, les dé cierta esperanza a ellos también.

LJLC. Hablar de un proceso implica hablar de un movimiento. En el libro observamos, lamentablemente, que los procesos nunca concluyen, se vuelven procesos de la nada o se detienen casi de forma permanente. ¿Cómo observas este panorama de la burocracia relacionada con el crimen en este país?

DdÁ. Hay algo de lo que no hablamos mucho en México: precisamente de la violencia burocrática –otra manera de violentar a las personas–, existente no sólo en los juzgados, sino en casi todas las instituciones del país. Cuando alguien quiere ir al Seguro o tramitar algún documento –a veces hasta con la credencial de elector– se encuentra con algún rasgo de esta violencia.

En los juzgados la violencia burocrática contribuye a la impunidad: mucha gente prefiere no denunciar porque saben que no pasará nada. Quienes optan por denunciar necesitan tener una fortaleza emocional y espiritual, pero también dinero, finalmente se necesitan los recursos económicos y humanos para llevar a cabo esa denuncia. Es ahí cuando el acompañamiento, ya sea jurídico o psicosocial, es muy importante, incluso el acompañamiento familiar. Por ejemplo, en casos de violación a chicas el acompañamiento familiar es fundamental, porque puede sostenerlas.

En el caso de la familia de Julio era el acompañamiento jurídico, y ellos contaban con un acompañamiento psicosocial. Sin el compromiso de ambas partes y la profesionalidad de las psicólogas y la abogada, difícilmente se habría logrado la realización de una segunda necropsia, la primera etapa del proceso, y que en ella se documentara la tortura sufrida por Julio. Esto permitió abrir una carpeta de investigación por tortura a nivel federal.

La violencia –incluso la burocrática– se combate, en cierto modo, con el acompañamiento, con la solidaridad y el trabajo de las personas. Es difícil, no imposible, que una persona sola llegue a buen término: finalmente la violencia burocrática re victimiza a las personas y, en la mayoría de los casos, las decepciona. Es como si la invitara a dejar el proceso jurídico.

LJLC. Narras cómo dicho acompañamiento fue llevado a cabo en su mayoría por mujeres. ¿Cómo se da esta participación de las mujeres en el caso de Julio y cómo se relaciona con la identidad feminista de la penúltima crónica?

DdÁ. Es un poco casual. En ningún momento se planteó así; se dio en buena medida, pero en principio es Marisa la encargada del caso al ser la principal personalidad jurídica, la esposa de Julio. Sólo ella podía iniciar el proceso; en segundo lugar sería su mamá y en tercero su hija. Se trata de algo singular.

En el caso de los 43 compañeros, los padres fueron las primeras figuras en reclamar justicia. Con Julio no podía ser así porque su papá no vivió con ellos desde su niñez. Quien inició todo fue Marisa. A ella siempre la acompañó y apoyó su familia, pero especialmente su hermana Olivia. Después, se asesoraron con la abogada Sayuri Herrera. A continuación estaba yo.

También había compañeros varones pero, para la cuestión de las diligencias, no podían asistir al tener trabajos donde su presencia era necesaria en la Ciudad de México. Por eso digo al inicio que podía desplazarme gracias a la beca del doctorado.

Sí fue notoria, para mí, la diferencia en el trato dado al compañero Vidulfo Rosales o a Santiago Aguirre, otros de los abogados de los 43. En ocasiones querían darle a Sayuri un trato diferente, relacionado con el hecho de ser mujer. Y no sólo en su caso: conversábamos con las peritos del Equipo Argentino de Antropología Forense –su directora es Mercedes Loretti pero estaba conformado por otras especialistas– y siempre estaba atravesada la cuestión de género, como un obstáculo adicional.

Se debía resaltar. La misma Marisa, además de enfrentar este proceso doloroso, sufrió agresión de género, lo cual no le hubiera ocurrido si hubiese sido un hombre. Su casero estuvo a punto de correrla por las visitas constantes que recibía.

Además, me interesaba contar esa crónica desde un plural femenino, por eso siempre utilizó el nosotras: no porque no hubiera varones, sino porque espero que ellos se incluyan en este nosotras y no al revés.

Diana del Ángel. Foto de Alejandra Eme Vázquez.
Diana del Ángel. Foto de Alejandra Eme Vázquez.

LJLC. Existe una resistencia evidente a sumarse en este nosotras. Algunos de los peritos mexicanos condicionaron su ayuda por una foto con las peritos argentinas. ¿Cómo podría el ser masculino ser más participativo en la cuestión?

DdÁ. Los hombres tienen una responsabilidad política que asumir con respecto a quienes son agresores, porque la agresión se sostiene en un sistema de privilegios en este sistema patriarcal: los hombres por encima de las mujeres.

En ese sentido, si un hombre en particular no es golpeador o agresor, de todas maneras tiene esa responsabilidad política; es paralelo a lo que las mujeres llamamos sororidad o solidaridad. Siento empatía con una mujer violada o agredida aunque no sea yo la víctima de esa violencia porque he sido víctima de otras tantas.

Los hombres tienen esa responsabilidad respecto a otros hombres. Deberían buscar las formas de asumirla.

Creo que todos somos bienvenidos a participar en una reconstrucción de nuestras formas de relacionarnos, en nuestras formas de gestionar o de expresar el deseo.

Todes estamos invitados a formar parte de la reconstrucción.

LJLC. Regresando al prólogo de Poniatowska, te haría a ti la pregunta planteada por ella: ¿En qué país vivimos que es posible la violencia?

DdÁ. Es uno acostumbrado a la impunidad histórica. Lo comentamos con el vínculo que guarda con el ’68: sigue impune. Entre el ’68 y el 2014 está la Guerra Sucia –también sigue impune– y que tuvo justo en Guerrero uno de sus escenarios más crueles. También está el Halconazo, el uso de grupos de choque dentro de las universidades –como en 2015 en Rectoría de la UNAM, donde incluso hay fotografías de porros apuñalando estudiantes.

Lo anterior se sostiene gracias a la impunidad: no hay hasta la fecha ningún procesado ni enjuiciado –ya no digas una sentencia condenatoria por esos crímenes que también son de Estado.

Sumado a la normalización de la violencia, nos vuelve una sociedad cruel que permite la ejecución de alguien, su tortura y abandono con la mayor impunidad. Así han estado estos seis años.

Para rematar, somos una sociedad feminicida. El crimen perpetuado en Julio es, por desgracia, muy similar a lo ocurrido a otras mujeres. Es absurdo tratar de comparar, pero hay historias de chicas donde sus cuerpos no sólo son torturados, sino también desollados o incluso desmembrados, donde se expresa una violencia fuera de toda lógica y que, sin embargo, todos como sociedad somos parte de ello.


De noviembre a diciembre de 2020, en nuestra entidad fueron asesinados mediante puñaladas dos estudiantes de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla. En noviembre, Aldo, recién graduado de preparatoria y estudiante de Danza. Poco menos de un mes después, Adrián, estudiante del doctorado en Filosofía.

Al inicio de dicho año el alumnado tomaba masivamente las calles por un motivo similar: el asesinato de estudiantes de Medicina durante el carnaval de Huejotzingo. Aunque no aparezcan en el radar histórico de abusos en contra de estudiantes, la BUAP, como muchas otras universidades en el país se formaron a partir de luchas estudiantiles y sus respectivos asesinatos.

Libros como el de Diana del Ángel –autora, además, de los poemarios Barranca y Vasija– se vuelven lecturas necesarias para comprender estos fenómenos que, lamentablemente, encuentran su morada en la noche. Con mucha probabilidad, la sociedad se mostrará reacia a desarrollar empatía por estos casos. Ayotzinapa, en un inicio, no era bien recibido en las pláticas de la cotidianidad. Pero, de regresar a ellos continuamente es que encontraremos la exigencia de vivir en la legalidad.


LJLC. Como se mencionó, los asesinatos recientes de estudiantes en Puebla tienen su raíz en la delincuencia, pero todavía más en un estado donde la justicia no hace su tarea. Cuando el adolescente intenta tomar el reclamo, se topa con el panorama descrito. ¿Qué debería hacer la gente joven al respecto?

DdÁ. La juventud en México siempre ha mostrado su creatividad para continuar en la exigencia de justicia a pesar de la represión. Por eso, la violencia e impunidad histórica se comete en contra de ellos.

Ocurrió en el ’68: la masacre en Tlatelolco. Los jóvenes optaron por pasarse a la clandestinidad y desde ahí buscaron cambio. Pero todas esta organizaciones guerrilleras fueron desarticuladas y también por la contrainsurgencia del Estado. Muchos murieron y otros tantos, continúan en la construcción de una memoria.

Siempre encontraremos las maneras de exigir justicia. Es necesario ser pacientes con nosotros mismos. La paciencia es una acción revolucionaria: se debe esperar para seguir actuando.

Portada de Procesos de la noche, de Diana del Ángel. Foto cortesía de la autora.
Portada de Procesos de la noche, de Diana del Ángel. Foto cortesía de la autora.

LJLC. ¿Qué es el amor?

DdÁ. En cierto modo, no tiene nada que ver. En cierto modo, tiene todo que ver.

El amor nos sostiene en la vida. El amor en general, de pareja, a tu cuerpo, a tu vida, a los seres vivos en general, como dice el budismo.

Es el hilo de la vida.


Esta entrevista contó con la colaboración de Karime Montesinos.


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