Diálogo de Sombras: Six de Veinte.
Six de veinte de Alejandro García, es la reunión de sus mejores cuentos y Edgard Cardoza hace una revisión de su obra.
Six de veinte de Alejandro García, es la reunión de sus mejores cuentos y Edgard Cardoza hace una revisión de su obra.
Por Edgard Cardoza Bravo
Puebla, México, 03 de mayo de 2020 (Neotraba)
…la trama como laberinto significativo y la atmósfera como elemento
sustancial, revisten las acciones con una carga estética distinta, donde
el olvido es inviable y la memoria es una posibilidad.
Filiberto García (en el prólogo de Six de veinte)
No una de tantas posibilidades. El elemento sustancial en la escritura de Alejandro García (León, Guanajuato, 1959) es el fluir de la memoria, revelada desde todos los focos posibles: el barrio bravo, la familia como centro o digresión, la experiencia intelectual, el mundo académico, las fiestas y tradiciones populares, el futbol, la vida nocturna, las disputas de tinte religioso o político, pero sobre todo las piedras y calles de la ciudad (“su” ciudad) como testigo presencial y sustento del relato. Es la ciudad quien da voz (o la usurpa) a los seres que la habitan, y cada peripecia, cada sueño, cada gesto al vacío incluso, atraviesa irremediablemente las callejas y pasadizos de su barrio de origen, el Coecillo.
Según las necesidades del relato, el barrio amado se comporta ya sea como banda argumental o croquis laberíntico de lo que se cuenta. Un solo protagonista recorre la obra narrativa de García: León, Guanajuato. Y esa ciudad-personaje es además un vastísimo recipiente donde seres infectos (unos de amor mal discernido, otros de resquemor hereditario, algunos más de inocencia vesánica) comparten sus desencuentros. Nunca hay final feliz. El humor cruel, el rejuego imaginario que acompaña a los actores de ese gran entramado llamado ciudad, son sólo paliativos que abonan la dolencia.
En un artículo de hace algunos años señala Juan Villoro –palabras más o menos- que la literatura evita a los medallistas olímpicos y se concentra en los enfermos y en los inadaptados. El literato, como los homeópatas, sana a sus enfermos imaginarios con dosis controladas de la propia infección. No son otros los remedios que ofrece la literatura. El placer del texto (si lo hay) proviene del dolor trascendido y de la tragedia aplazada.
Consciente de lo mismo, el autor leonés está siempre al encuentro de todos esos aquejados prototípicos de la sociedad actual para ponerlos a vivir (o a morir) en sus historias: la familia disfuncional, la pandilla como manifestación cáustica del barrio, el padre alcohólico, el ñero con pretensiones de don Juan, el religioso hipócrita, la prostituta lastimera, el deportista balín y baladrón.
Six de veinte (Taberna Libraria Editores, México, 2016) es el resumen antológico de más de treinta años de expresión narrativa, desde A usted le estoy hablando(Ediciones Tierra Adentro, México, 1980) hasta Manual muy mejorado de madrigueras y trampas…(Editorial Instituto Zacatecano de Cultura, México, 2014).
Alejandro García inicia su tránsito por la literatura a los quince años (1974), como miembro del taller literario de la Casa de la Cultura de San Luis Potosí (México), bajo la coordinación de Miguel Donoso Pareja, de donde emergen sus primeros textos publicables. En su ciudad natal -después de haber sido antologado en los volúmenes colectivos de escritura joven Esto puede ser verdad y Declaro sin escrúpulos, editados por la UNAM en 1977-, ya en la tutela de David Ojeda, integra su primer libro individual: el de cuentos A usted le estoy hablando, publicado por el INBA.
A los tempranos veinte años, Alejandro García tiene ya muy claro un concepto esencial de la literatura. El epígrafe de Malcolm Lowry con el que inicia ese inaugural cuentario (“la enfermedad no se haya en el cuerpo, sino en aquella parte a la que solía llamarse alma”), es muy similar por cierto a la madura (por edad) conclusión de Villoro con respecto a la literatura como farmacopea de los inadaptados y los enfermos. A partir de ese momento inicia una larga y fructífera trayectoria de más de veinte libros (entre individuales y colectivos), avocados específicamente a la narrativa y al ensayo.
Six de veinte (alusión de tintes alcoholíferos) contiene veinte relatos extraídos de siete libros de ficción narrativa (los de cuentos A usted le estoy hablando, perdóneseme la Ausencia y Salsipuedes; y las novelas La Noche del coecillo, La fiesta del atún, [Cris Cris, Cri Cri] y Manual muy mejorado de madrigueras y trampas…). En ese tránsito de casi treinta y cinco años de escritura, se confirma algo de lo dicho en el primer inciso, el proyecto temático es el mismo: la ciudad natal expresándose desde el eco del amado barrio bravo.
Ha variado sí, en el transcurso del tiempo y del oficio, la forma de ocupar los espacios de la página, la manera de integrar el componente humano al cuerpo del relato y el manejo del ritmo narrativo, a través estructuras más abiertas y arriesgadas. En sus primeros libros (A usted le estoy hablando, Perdóneseme la Ausencia, La noche del Coecillo, y algunos textos de Salsipuedes) García demuestra con creces su solvencia en el cometido de contar historias a la manera tradicional. En adelante, decide abandonar el confort de lo linealmente tramable para apostar por andamiajes expositivos que demanden mayores competencias de escritura y retos de lectura: ya no es lo más importante la filiación al suelo originario como tal, sino la forma en que se aborda, se debate, desde las herramientas del oficio, el entrañable nexo.
Hasta aquí, dos características a destacar en la expresión del autor leonés: su fidelidad casi obsesiva hacia el terruño natal (la memoriosa obstinación, decía) y su solvencia en el manejo de los recursos narrativos.
En Alejandro García, Marqués del Coecillo y anexas, conviven de manera armónica dos personalidades: la del aplicado, solidario, generoso maestro de literatura, y la del escritor que siempre está poniendo a prueba su oficio en la experimentación formal y en la confección de nuevas formas de interacción entre los elementos del relato. Decenas de alumnos forjados en sus talleres de creación confirman en rendimiento de letra publicada sus dotes como maestro. Grande y singular mentor: de eso no hay dudas.
Como escritor, le apasionan los juegos de lenguaje de contenido erótico-arrabalero, el bautizar a las creaturas y emplazamientos de sus historias con nombres que incitan a irreverencia y a jolgorio (Al día siguiente llegué a mi tierra, Papasborder, y le digo a mi mujer sabes qué traigo dolor en los bajos. Fue en un frenón. Yo nada más para que no se pusiera querendona… La plática con Burgundia fue la entrada a un mundo diferente… La intriga narrativa de Burgundia me ha vuelto a despertar de ese artificio… //Six de Veinte, pags. 199 / 200 //), pero sobre todo el violentar al lector conduciéndolo por una especie de montaña rusa que transita por cauces de atrevida e insolente emoción (No somos ni bravucones ni miedosos, podríamos darles una buena dosis de cucharadas a esos de tanta tos; pero entonces nos convertimos en contempladores del cielo alto, inalcanzable, inocentes como el primer hombre que se embobó con la luna. Excluidos, observamos también ese enorme campo vibrátil, tan lejano, la ciudad y su hechizo. Ay, Santa Cecilia, con razón cantabas al ver ese cuerpo plateado mientras te daban para tus tunas y te convertían en chicharrón de santa // Six de Veinte, pag. 120 //).
A veces se atreve y atisba en otros rumbos, pero sus personajes (y situaciones) mejor logrados son siempre cercanos, están al alcance de su corazón y de sus ojos ventaneados de hálito familiar. Siempre tiene pretextos y espacio en sus historias para albergar los lugares y personas que ama y admira.
A pesar de su genialidad, a Borges se le negaba la habilidad de crear personajes. Él crea atmósferas y las llena de actos desmesurados cercanos a lo divino, pero sus creaturas se diluyen ante la contundencia de sus historias. Funes o Pierre Menard, por ejemplo, son sólo nombres perdidos, uno en una destreza que rebasa su propia comprensión humana y el otro en un alarde retórico que lo mantiene al margen de sus brillantísimos infundios. Ese tono grandilocuente que no da concesiones ni resquicios de connivencia al probable lector, anula por otro lado, el presumible emerger airoso de cualquier personaje.
No hay más visos de verosimilitud (la verdad de la ficción) que los que el taumaturgo Borges desea para sus hechuras. Demasiada premeditación, diría, exceso de control sobre sus criaturas. Borges es un tirano de cara a sus personajes y en consecuencia de cara a sus mismos lectores. El autor prácticamente les indica a sus recipiendarios la manera en que deben leerlo. No importa que tan docto o ignorante seas, debes leerme así, tal y como yo quiero que me percibas, a mí, “Borges el magnífico”, no a mis ficciones. El real personaje de lo contado es un ego avasallante que en el curso de su artificio invalida al personaje del relato en cuestión. Funes y Menard son sobrenaturales, desmedidos en lo anecdótico, pero endebles como sujetos. No se individúan nunca, son peleles de su hacedor.
Guardadas las distancias, en Alejandro García, los personajes son débiles ante la vida (todos viven o vienen de vivir historias de fracaso: enfermos retóricos, decíamos al principio), pero sus dolores, sus cicatrices, son historia viva, y eso los vuelve fuertes ante la verdad literaria.
Son personajes que se van construyendo aspirando el oxígeno de lo narrado, no remedos preconcebidos que mueren de nada con el punto final de la ficción que los mantuvo arbitrariamente al margen, como el ente borgeano. Aunque las designaciones estrambóticas (Pequeña Lulú, Vara Pitayera, Jonathan Escoplo, Cangrejito Playero, Burgundia) y el intercambio constante de humores inquino-socarrones entre esos personajes, pudieran ser percibidos como cachondeo gratuito, es precisamente tal toque de cotidianeidad, lo que los hace atractivos, digeribles, personajes pues, a la altura de las expectativas del lector.
[A propósito de egos, quijotes y sustanciación de personajes, ahí les va esta cita de Nabokov: “Se ha dicho del Quijote que es la mejor novela de todos los tiempos. Esto es una tontería, por supuesto. La realidad es que no es ni siquiera una de las mejores novelas del mundo, pero su protagonista, cuya personalidad es una invención genial de Cervantes, se cierne de tal modo sobre el horizonte de la literatura, coloso flaco sobre un jamelgo enteco, que el libro vive y vivirá gracias a la auténtica vitalidad que Cervantes ha insuflado en el personaje central de una historia muy deshilvanada y chapucera, que sólo se tiene en pie porque la maravillosa intuición artística de su creador hace entrar en acción a Don Quijote en los momentos oportunos del relato” (Vladimir Nabokov, Curso sobre el Quijote, Ediciones B, S. A., Barcelona, 1997)].
Para Nabokov, el asunto (literario) trata no tanto de la capacidad de fingir verdades, sino de crear personajes sólidos, capaces de aglutinar en su figura los hilvanes o deshilvanes de la ficción. Esa es otra característica a destacar en la escritura de Alejandro García: la creación de personajes: que remontan con afectiva gracia y un convincente toque de cotidianeidad, el berenjenal narrativo.
¿Pero qué nos deja finalmente, qué luces nos arroja, esta reunión de textos de hace treinta y tantos años con sus hermanos del siglo veintiuno? ¿Es afortunado tal convivio? ¿Qué le enseñan los relatos del Doctor Alejandro García (escritos desde el dominio del oficio que necesariamente deben aportar los años transcurridos y los galones académicos alcanzados) a los cuentos de Alex el niño genio, que a los quince años ya pintaba elocuentes monitos saltarines en las libretas de la literatura?
Es notable la evolución de este escritor a partir de aquella apetencia inicial de fabular desde la médula pura, hasta sus preocupaciones de hoy (muy vigentes y válidas, pero quizá más superficiales), que tienen que ver más con la forma que con el contenido. En los cuentos del joven Alex predomina el apego inmediato al terruño, el deseo de ser fiel a sangre y fuego al cauce aún fresco de las voces y congojas del barrio.
En los textos más cercanos a nosotros en el tiempo, los del Doctor García el académico, existe (lógicamente) más dominio, mayor conciencia de los pertrechos narrativos, pero estos denotan la distancia que el núcleo temático (la ciudad originaria, el barrio amado) ha ido tomando del autor. En los textos actuales hay quizá un dejo de suficiencia resolutiva, una cierta manipulación de la memoria (elemento sustancial de esta forma de contar) a favor de la textura. Volviendo al enfoque inicial de este escrito: trascender el dolor o aplazar la tragedia de los enfermos imaginarios plantados en ese León alegórico, ha dejado de ser el tema central.
El recurso evolutivo (la estructura misma del relato) se ha convertido ahora en discurso resolutivo. Esa sería la crucial diferencia entre los narradores de estas dos distantes etapas (el narrador en formación y el escritor maduro): el joven Alex hace un escaneo detallado de su ciudad natal desde los ojos y entrañas de los personajes, el Alejandro García maduro cuenta sus historias en sentido inverso, enfocando las diversas posibilidades de estructuración del relato mismo.
Ambas tendencias y estilos se complementan: primero el joven que va y embiste con el ímpetu propio de su edad la realidad circundante, luego el escritor maduro que vuelve sobre sus pasos con otros referentes y señales a apadrinar lo hecho por su sombra hoy lejana.
El encuentro de esas dos sombras buscándose en el tiempo ha sido afortunado, aunque creo que el Doctor García, ha regresado sorprendido y adolorido del viaje, porque el niño prodigio lo dejó pelearse solo, y ya en el suelo, a punto del desmayo, le propinó sendas patadas en las costillas, como al final del cuento El problema de los bandos, sin duda la mejor pieza de esta antología.
Resta decir que desde entonces, el jefe de los salsipuedeños, el Filos, usurpó la memoria de García.
Alejandro García, Doctor en Lingüística Hispánica por la UNAM, es autor -entre otras publicaciones- de los libros de cuentos A usted le estoy hablando (1980, INBA) y Perdóneseme la ausencia (1983, UAZ), del libro de ensayos El aliento de Pantagruel (1998, UAS) y de las novelas La noche del Coecillo (1993, Editorial Gob. Edo. Gto), La fiesta del atún (2000, U. de Gto. / U. de G.) y Cris Cris, Cri Crí (2004, Lectorum): Premio Nacional de Novela José Rubén Romero 2002.