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Jalisco, México, 20 de abril de 2025 (Neotraba)

Fue la primera mujer que se atrevió a danzar en la tigrada.

Llegó a Chilapa salida de quién sabe dónde aquella soleada tarde del agosto guerrerense. Un vistoso traje de felino de monte cubría su cuerpo menudo y ágil.

En sus caderas ensanchadas se veía a leguas que ya había parido al menos una vez –contó días después la vieja Macedonia.

La máscara de madera que cubría su rostro era espeluznante y bella: una aterradora bestia montaraz con fauces abiertas y retorcidos colmillos de jabalí.

Tranquila, sin prisa alguna, aquella mujer se colocó al frente del numeroso contingente de hombres entigrados. Sonaron flautas y tambores. El desfile dio comienzo.

Los hombres que danzaban vieron con asombro la presencia de aquella intrusa que marchaba sin temor alguno al parejo de todos ellos.

Más de uno le bailoteó delante para hacerle perder el paso. Alguien rugió con ferocidad en sus oídos. Muchos se burlaban acosándola sin piedad con gritos y empujones.

Ella jamás dejó de danzar. Avanzaba por las calles lanzando rugidos de animal hambriento. Evadía la agresión de los otros bailadores con ágiles movimientos de tigresa acorralada.

Así, ronca por tanto rugir y al límite de sus fuerzas, logró terminar la tigrada de aquel día.

Liberada de su máscara terrible, se sentó a comer tamales con atole en un puesto afuera del mercado.

Cuentan que todos la veían como si no les cupiera en la mente aquella presencia suya tan extraña.

La vieja Macedonia, dueña de aquel tenderete de comida, se atrevió a preguntarle su nombre.

Nicéfora –respondió la mujer, con el decir titubeante de quien confiesa un secreto.

Están muy buenos sus tamales doña –añadió enseguida poniendo una gota de alegría en su voz ronca por tanto rugir.

Quiera Papachú que llueva pronto. Con esta sequía tan dura puros olotes vamos a terminar tragando –le dijo la vieja Macedonia limpiándose su frente aceitada en sudores.

Nicéfora contempló aquel cielo sin nubes. Y entre sorbo y sorbo de atole lanzó hacia las alturas un puñado de palabras, como si estuviera regañando a alguien tan querido como mal portado: óyeme tú, señor celeste, dueño de la jícara azul y el rayo de lumbre. Suéltanos ya tu agua, tu lluvia, tu licor que es la comida de la milpa y el jilote. Ya te dimos nuestra danza y este sudor y este rezo como ofrenda.

En ese momento el cielo tronó como si se quebrará allá arriba un mundo de cazuelas. Y desparramándose en gruesas gotas empezó a caer el aguacero más escandaloso de los últimos veinte y pico de años.

Nicéfora pagó de prisa su comida y se echó a correr debajo de aquel diluvio interminable. No se le volvió a ver ni ese ni ningún otro día de aquel año de lluvias milagrosas.

En el pueblo se contó que Nicéfora venía de Olinalá. Que era hija única de un hombre que jamás pudo cumplir en vida su promesa hecha a la virgen de bailar en la tigrada. Que a eso había venido a Chilapa: a cumplir el último deseo de su padre ya difunto.

Volvió al año siguiente. Esta vez los hombres tigre la respetaron. Nadie se atrevió a molestarla. Ella volvió a rugir y danzar en la procesión de la tigrada hasta el límite de sus fuerzas.

Comía sentada en el puesto de tamales cuando la vieja Macedonia le contó el sueño que había tenido la noche anterior.

Me dejó encochambrada de susto –le dijo la anciana con su voz tembeleque.

Nicéfora guardó silencio un rato, como masticando la golosina de aquella confidencia.

Luego explicó el sueño de una forma tan convincente y bella que algunas de las mujeres que allí estaban le suplicaron que les dijera el significado de sueños que habían soñado días, semanas o años atrás.

Nicéfora cerró los ojos. Dijo unas palabras muy bajito, como si estuviera rezando para sí misma. Y después de abrir su mirada de nuevo, entre sorbo y sorbo de café de olla, empezó a decir: soñando se vive otra vida igual o más vida que ésta. Al juntar esas vidas, como río de dos cabezas que se hacen una sola al unirse, somos iguales a peces nadando entre las aguas enredadas de cada soñar.

Al terminar sus decires, sacó de un morral de piel atigrada varias muñequitas de barro y se los repartió a cada una de las mujeres que allí estaban.

Antes de dormirse, cada noche, pónganla debajo de la almohada o petate o lo que tengan. Bajo cada cabeza han de ponerla y tendrán sueños limpios, provechosos –eso les dijo.

Después de pagar y despedirse, tomó rumbo de las brechas que llevan hacia lo más alto de la alta montaña.

La gente del pueblo empezó a decir que Nicéfora había nacido en Iguala.

Que allá era una curandera famosa por interpretar sueños que enderezaban las vidas de aquellos que los habían soñado.

Dijeron que había sido eso, un sueño soñado una y otra vez, el que la había traído a peregrinar en la tigrada de Chilapa. Sólo así podía librarse de que la vida se le convirtiera el día menos pensado en una irremediable pesadilla. Eso dijeron en el pueblo y muchos lo creyeron.

Nicéfora llegó por tercer año seguido a danzar en la tigrada.

Ahora los hombres le temían. Evitaban verla. Rehuían rozarla siquiera o estar cerca de ella.

Por eso le fueron dejando de a poco un espacio grande para que bailara y se moviera a sus anchas.

Al terminar el desfile, Nicéfora se sentó a comer tamales en el puesto de siempre.

Había algunas mujeres esperándola. Querían escucharla decir su palabra sabrosa y sabia.

Nicéfora empezó a decirles, entre sorbo y sorbo de té de hojas de limón: tuve atado el corazón y las manos, oídos y ojos. Fui la sombra de otra sombra. Como el polvo fui, pluma rota, maíz podrido. Fui quejido y ahora danzo. Soy mi cuerpo y soy la luna sobre el cerro, floreciendo. Si rezo con mis pies levanto el vuelo.

Cuando terminó de hablar una joven lloraba en silencio. Era un llanto que todas sintieron que le venía de muy adentro.

No quiero casarme –dijo la joven– pero ya lo arreglaron los mayores. Han dejado muy bien trenzado el nudo. Ya no hay modo ni forma de deshacerlo.

Y el llover de su llorar no le permitía decir nada más.

Nicéfora se acercó a ella. La abrazó por un rato que a todas les pareció interminable. Secó aquellas lágrimas con un paliacate pintado con la imagen de la Guadalupe, mientras le iba diciendo palabras apagadas al oído. Parecían hebras de voz teñidas de consuelo, caricias pausadas hechas de sonido.

Nicéfora dejó su paliacate entre las manos de la joven casadera. Pagó su comida como siempre y se encaminó sin prisa hacia esa brecha que lo lleva a uno hasta lo más profundo de la montaña grande.

Esa misma tarde empezó a correr un rumor por el pueblo. Decían que Nicéfora era manflora, marimacha, que le gustaban las mujeres. Que había agarrado aquella mala costumbre en alguna cantina de la costa, allá por Ometepec o Marquelia. Que venía a la tigrada con la retorcida intención de retar a los hombres, de demostrarles que era más macha que cualquiera de ellos. Y de paso ver a qué chamaquita se engatusaba.

El cuarto año el pueblo entero esperaba a Nicéfora con un morbo muy grande.

Ella llegó a la procesión como siempre lo hacía. Se colocó al frente de la marcha, en el lugar que cada año elegía como suyo. Otra mujer vestida de tigre caminó entre el grupo de varones disfrazados y se colocó a su lado izquierdo.

Era la joven a la que el año anterior le había regalado su paliacate. Sonaron flautas y tambores. El desfile dio comienzo.

Las dos mujeres bailaron y jugaron por las calles como si celebraran sólo para ellas el carnaval más apasionado y festivo.

Al terminar la tigrada reían felices y agotadas cuando un hombre alcoholizado se acercó a ellas con un chicote en la mano. Era el esposo de la joven tigresa.

Vociferaba brutales insultos mientras chicoteaba a su esposa con una violencia desbordada. Nadie hizo nada por detenerlo.

Los chicotazos eran muy fuertes. Cada golpe rompía la tela del traje de tigre que la joven llevaba. Su piel morena se reventó aquí y allá en gruesos hilos de sangre.

El hombre se llevó a golpes a su mujer dejando el chicote tirado sobre el suelo de tierra.

Nadie hizo nada. Nicéfora lanzó una mirada de odio al hombre que se alejaba y recogió el chicote del suelo murmurando unas palabras que nadie alcanzó a oír.

Al día siguiente aquel hombre amaneció muerto entre las milpas.

Tenía el cuerpo destrozado por las garras y colmillos de un feroz animal de monte. Su cuerpo apestaba a orines de gato grande.

Sobre su pecho desgarrado estaba el chicote de tlacololero con el que el día anterior había golpeado a su esposa.

A nadie en el pueblo le interesó más saber de donde era Nicéfora y por qué razón había llegado a bailar en la tigrada.

Todos sabían que era una bruja, una maldita naguala a la que había que matar sin compasión alguna.

Aquel año todo el pueblo esperaba la llegada de Nicéfora, la naguala de la montaña. Había gavillas de custodios vigilando las entradas y salidas de Chilapa.

Guardias con machetes patrullaban las calles, husmeando con avidez cada rincón, cada sendero.

Todos se habían puesto de acuerdo para apresarla y quitarle la vida.

Se tañeron las flautas, se tocaron los tambores. Y Nicéfora, atuendada y desafiante, apareció danzando en medio de aquel tropel de varones enardecidos. Nadie pudo o quiso impedirle el paso, insultarla, tomarla presa.

Cuando empezó la marcha, un hombre pareció salir de aquel hechizo repentino y se abalanzó sobre Nicéfora.

Entonces, como salido de la nada, un grupo de mujeres tigre la rodeó y comenzó a bailar en torno de ella.

Nadie se atrevería a lastimar a alguien ya iniciada la danza mientras duraba la tigrada. Eso era un gran sacrilegio y causaría enorme daño al pueblo entero.

Todo el tiempo que duró la procesión las mujeres tigre protegieron a Nicéfora.

Al terminar la tigrada se hizo un gran silencio. Los hombres rodearon amenazantes a las hembras disfrazadas.

Quítense las máscaras –les ordenó el jefe de la guardia comunal con machete en mano. Una por una y sin prisa ni temor las mujeres se fueron quitando sus máscaras de tecuán. Ninguna de ellas era Nicéfora.

Cada mes de agosto se realiza una fiesta muy grande en las calles chilapeñas.

Es la tigrada. Un río de hombres disfrazados de bestias. Falsos animales de monte que danzan sobre piedras y polvo.

Visten pellejos de tela color amarillo sol. Las manchas de sus trajes son oscuras como la carne del zapote negro. Son cientos esos hombres tigre que nos espantan y hacen reír. Tras ellos corren sin tregua los niños y los perros de Chilapa.

Entre ellos baila también cada año un grupo de danzantes tigresas, de hembras jaguar.

Se hacen llamar “las Nicéforas”. Y ofrendan esa alegría y ese cansancio suyos a la primera que se atrevió a vestirse de tecuán y danzar en la tigrada.

La mayor en edad, a quien llaman “La patrona”, encabeza a este grupo y lleva anudado al cuello un paliacate con la imagen de la Guadalupe.

Ellas dicen: “la dueña de este paliacate volverá tarde o temprano a ocupar el lugar que le corresponde”.

Todas saben que alguna tarde de agosto danzarán en la tigrada junto a Nicéfora, la mujer tecuán de montaña adentro.


Emilio Lorne Serrano
Emilio Lorne Serrano

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