Contratiempo
Cuento | Un hombre en los separos después de que su exmujer lo entregara a la policía es el punto de partida de este cuento de José Luis Domínguez.
Cuento | Un hombre en los separos después de que su exmujer lo entregara a la policía es el punto de partida de este cuento de José Luis Domínguez.
Por José Luis Domínguez
Fotografías de Alexis Salinas
Ciudad Cuauhtémoc, Chihuahua, 7 de agosto de 2020 [GMT-5] (Neotraba)
Entonces Herodes viéndose burlado por los sabios,
Mateo,2;16
se enfureció tanto, que mandó matar a todos los
niños de Belén y de todos sus alrededores que
tuvieran menos de dos años…
Sabía la rutina de Ernesto Gómez Cruz: echarse unos tragos mucho antes de oscurecer cada fin de semana. Por eso la llamada aquel sábado veintiocho de diciembre con el mismo tono quejumbroso, con su vocecita tipluda, melosa a ratos:
—Oye, ¿puedes venir a ver a los niños?
—¿Ahorita?
—Sí, ahorita.
—¿No es muy noche?
—No, qué va, ni sueño tienen… A lo mejor será porque te extrañan mucho…
—Bueno, entonces, ahí voy.
Ella pensaba: si funciona bien, y si no, también. Envuelto en un trapo grueso, su puño delgado quebró el vidrio de la puerta de entrada, lo que no evitó que se cortara levemente uno de sus nudillos. La sangre manchó sus dedos y la tela blanca antes de secársele. Un rato más tarde, al verlo aproximarse, otra vez su mano, su manchada mano derecha en el teléfono:
—¿Policía?
—Sí, diga…
—Hay un hombre merodeando mi casa desde hace algunas horas. Creo que es mi exmarido, viene ebrio. Sí, tiene orden de restricción. ¿Quisiera, por favor, enviar una patrulla? ¿Mi dirección? Sí, cómo no, anote, por favor…
Ernesto Gómez Cruz enfrente, suave, despacio, tocando la puerta; y ella sonriendo, abriéndola y pensando: ¡Ahora sí me las pagas todas juntas…!
—¡Fíjate que acaban de dormirse! No les hablé de tu visita porque quería darles una sorpresa, pero cuando subí a su habitación, ya se habían quedado dormidos, los pobrecitos. Ya ves, ellos prefieren hacer su tarea los sábados para luego tener todo el domingo libre.
Ella viendo, gozosa, su gesto contrariado, fingiendo inocencia, siempre, porque bien le ha oído decir tantas veces, que el sueño es lo más sagrado que tienen los niños, por eso añade:
—¡Voy a despertarlos para decirles que estás aquí…!
Gómez Cruz, casi en automático:
—Oye, no los molestes, déjalos descansar, mejor. Yo puedo, si tú quieres, venir otro día. Por cierto, ¿qué le pasó al vidrio de la puerta, algún pelotazo?
—Ah, ése, ¡lo acabas de quebrar tú…!
—¿Qué dices?
Y ella, más desconcertante aún, haciendo un movimiento rápido, brusco, con la mano derecha, viniendo ésta desde atrás de la cintura, portando una botella llena de tequila, de la marca preferida por él, primero hacia el frente, y luego hacia abajo, haciéndola añicos contra el piso. Y él, sin entender aún:
—¿Y eso? ¿Por qué la tiras? ¡Mira, te cortaste! —exclama, tratando de tomar su mano para verla, pero la mujer se zafa y apoya las palmas de sus manos contra el pecho de Ernesto —¡Oye, no me empujes! ¡Tranquilízate, por favor!
Y luego las afiladas uñas de ella, como si fuesen navajas, rasgándole la camisa y al mismo tiempo hablándole con esa oscura carga de su voz cantadita, típica de las mujeres que han nacido en la gran metrópolis mexicana:
—¡No sabes cuánto los detesto a ti y a esa estúpida de la colonia Vallejo con la que andas! ¡A mí no me engañas! ¡Fue por ella por lo que me dejaste, pero de mí no se burla nadie!
Y él forcejeando, liberándose, a duras penas, de las cachetadas, de los rasguños, de las mordidas, de los puntapiés, del peligroso alfilerazo extraído desde alguna región oculta como un as no bajo la manga, sino bajo la densa cabellera; tomándola de los brazos, por fin, inmovilizándola:
—¡Cálmate ya, por favor! ¡De saber que otra vez me armarías la escena, ni vengo!
La patrulla enfrente, los dos policías mirando desde una corta distancia. Bajándose apresuradamente, yendo contra el supuesto rijoso, contra el supuesto agresor, siempre supuesto, así lo asentarán en su reporte.
Él, sorprendido con el primer golpe de macana en su espalda, que lo hizo ladearse de dolor, y casi al mismo tiempo, el segundo en su estómago, doblándose como un muñeco de trapo. Luchando por tomar aire, de pronto sin poder hablar, ni argumentar; sentir un jalón brutal de brazos y manos hacia atrás, y enseguida el click de las esposas que en el forcejeo se hundían como filos de acerados vidrios en sus muñecas, haciéndole saltar las lágrimas; mascullando apenas una maldición contra toda clase de esposas y de paso, por qué no, contra toda clase de ex esposas del mundo.
Y la voz de ella señalando los vidrios del ventanal, y los de la botella de tequila, hechos añicos, enfrascando a los guardianes del orden en una retahíla de acusaciones gravosas por lo falsas, por lo enconosas, y él sin poder hablar, todavía buscando el sacrosanto aire.
—¡Intentó meterse a la fuerza, forcejee con él y hasta me cortó los dedos! ¡Miren nomás los destrozos, de puro coraje, porque le dije que ni se me parara aquí, mucho menos ebrio, qué ejemplo era el que le iba a dar a los niños!
—¿Y para qué salió, señora, si ya lo conoce?
—¡Porque pensé que hablando con él podría convencerlo de irse a dormir, pero en cuanto quité el seguro a la puerta se me echó encima el animal, y me abofeteó. Gracias a Dios ustedes llegaron, y muy a tiempo!
Y el acusado, el sometido por aquella inopinada brutalidad policíaca, con el rostro descompuesto, con la piel cetrina, atravesado el cuerpo por el dolor, ese alfiler invisible incrustándosele en el cuerpo, en las muñecas. Y el oficial diciendo:
—¡No se preocupe, señora, nos encargaremos!
Ernesto Gómez Cruz respirando con dificultad mientras alguien lo conduce casi a rastras hasta la patrulla. Los sonidos secos, metálicos, del cerrojo y del candado, puestos en la puerta de ese reducidísimo y frío cubículo trasero donde lo metieron como si fuera un asesino.
Luego el vehículo alejándose de ahí, a toda prisa. Ernesto llorando por la vergüenza de que sus hijos lo vieran envuelto en tan penosas circunstancias, contemplando, tan callado, como diría un poeta español, la maldita pena de ser sometido de esa forma. Pero, amándolos, a los dos por igual, y por eso sufriendo el doble perro dolor.
Lo confinaron a una celda grande, cuyo único retrete estaba sucio. En ella se encontraban dos sujetos. Uno, muy joven, quien se había estampado en su vehículo contra el barandal de una casa, después de destrozar un tambo de basura. Le había ganado el sueño por un instante después de andar tomando durante tres días casi sin comer.
La celda era fría. ¿Por qué me tienen aquí?, se preguntó Gómez Cruz, en voz baja. Miró a su segundo compañero de infortunio. Un homosexual cuya atrevida e impúdica vestimenta resaltaba su enorme deseo de sobresalir sobre todas sus “amigas” y, según el reporte puesto en barandilla, había causado un verdadero escándalo. “Un furor entre sus admiradores”, aclaraba el sodomita. No así para los de la patrulla cincuenta y siete, quienes lo remitieron ipso facto a la comisaría por faltas a la moral en la vía pública.
—¡Fue porque no les di “mordida” a los cabrones! —aclaró innecesariamente. —¡Bien que me han dejado “trabajar” tantas noches, pero ahora, como no tuve dinero… pues chíngueme yo!
El joven ebrio hacía denodados esfuerzos por mantenerse despierto, tratando de escuchar lo que los otros decían, pero los ojos se le cerraban.
Al poco rato abrieron la puerta. Empujaron a un tipo de greña larga, con coleta atada por una de esas cintas de tela. Lo habían sorprendido en actitud sospechosa rondando los vehículos de una zona residencial. Parecía uno de esos seres nacidos en barrio sórdido. Posiblemente sin padre, de madre prostituta e ignorante, sin una educación benévola, sin oportunidades para ver que el mundo también estaba hecho de luz, de días en calma.
Su mirada torva parecía estar envuelta en esa aureola deliciosa y amoral, y a la vez arropada en esa misma indiferencia con la que un transeúnte podía llegar a contemplar ese suceso trivial, pero cruel al mismo tiempo, de la muerte de una inocente paloma entre las fauces de un perro juguetón. Fruncía su ceño de continuo, obedeciendo posiblemente a un tic nervioso que ya se le había vuelto crónico, dándole un aspecto de ira siempre contenida, de un coraje hecho raíces en su alma desde hacía ya mucho tiempo. Tenía un cuerpo delgado, pero correoso; la frente ancha, los labios gruesos; y unas manos de mazo curtidas en la pelea constante en cuyos dedos se veían las uñas sucias, rectangulares y largas, muy propias de los neurasténicos; piernas poderosas, ágiles, veloces, como correspondía tenerlas a los tipos de su oficio. Al verle el rostro, a Ernesto le pareció encontrar en él un aire lejanamente familiar, pero no supo definir de quién.
—¡La mayoría de los hombres que buscan mi compañía son casados! ¡Se quejan de maltrato, de incomprensión, de soledad! ¡No sé qué les pasa ahora a las cabronas mujeres! ¡Parece como si todas, las muy perras, se hubieran puesto de acuerdo para hacerlos infelices, para estar jodiéndoles el alma! ¡Y yo, felicísima, pues como dice el refrán: a río revuelto, ganancia de pescadoras!
Gómez Cruz oyendo sin oír la perorata de aquel afeminado. Conforme pasaban las horas, sintió que la celda se ponía cada vez más fría. Ateridos los dedos de las manos y los pies, pensando en los dos niños, quienes a esas horas ya estarían dormidos. Estaba extrañándolos, sufriendo… Si yo no hice nada, murmuraba en forma machacona, ¿por qué me tienen aquí?
Y la bocaza aquella que no paraba, parecía un torrente, una maldición, una inundación poderosa de vocablos con acento melifluo y falso, palabras inútiles, palabras vanas, palabras chatarra, cuyo flujo amenazaba un sinfín…
El briago se había quedado dormido. La voz del homosexual le había servido de arrullo. Y Ernesto con unas ganas terribles de estar solo, para poder llorar a gusto. Desahogarse, liberarse, pues, dentro de la prisión, cuyo hedor se comparaba, en lo insoportable, a esas múltiples y profanas jaculatorias, encadenadas una tras otra, y pronunciadas por esos burdos y ridículos labios pintados de rojo.
Pronto amanecería. El guardia de barandilla dormitaba en su puesto, vencido por el cansancio del turno. Con las horas transcurridas, a Ernesto, ambas cosas, la perorata y el hedor, comenzaban también a serle indiferentes, anodinos. Algo se le iba ahuecando en el alma. Sentía todavía un nudo en la garganta. Y sus enormes ojos de vaca tierna se nublaban de vez en vez, de forma involuntaria. Y una lágrima, un sólo río microscópico, a Gómez Cruz, íntimo, escapándosele; y luego, en su otra mejilla, otra igual de prolongada e inevitable que la primera. ¡Maldición! Se contuvo, No quería que lo vieran llorar. Si yo no hice nada, ¿por qué me tienen aquí?
La boca del homosexual seguía como bocina descompuesta, como altavoz que no obstante ir perdiendo fuerza, insistía.
De pronto, la voz del otro, irrumpiendo con acentos de afilado acero, fruncidas la ceja poblada y la enorme nariz roma; torcido el labio superior, gozándose de la cobardía recién nacida en los ojos de esos dos, quienes, para su mala suerte, le habían tocado como compañeros de celda y aún se mantenían despiertos:
—¡A ver si ya te callas, pinche joto! ¡Ya me tienes harto!
Ernesto Gómez Cruz comprendió que el sol del día siguiente era una promesa rota, que la libertad se iba extinguiendo con las últimas penumbras de la madrugada, en la cual hasta los celadores duermen. Lo comprobó cuando se dio cuenta, al ver la mirada de aquel sujeto puesta sobre él, taladrándole los huesos, que tenía un parecido muy cercano con su ex-mujer; que ése era el hermano incómodo, al que nunca había conocido porque siempre andaba errante. Como un forajido al que la justicia nunca puede alcanzar.
Su corazón dio un vuelco cuando sintió en el oído derecho una fuerte punzada y abrió los ojos desmesuradamente, sólo para ver ese rostro transformado en una mueca mezcla de odio y de venganza; cuando vio que el otro ya no tenía la coleta atada, sino el pelo suelto, de donde había sacado ese alfiler gigante que precisamente tocaba sus órganos más delicados y profundos, abriéndose camino hasta tocar partes vitales. Un dolor profundo y una oscuridad insondable lo fueron envolviendo como un suave y paulatino manto de silencio.
Todavía, antes de caer, con el oído que le quedaba intacto, alcanzó a oír las últimas palabras pronunciadas por aquel hombre, palabras dichas como en un murmullo paradójicamente acariciante:
—¡Te manda saludar ya sabes quién…!