Concierto de Campanas
Edgard Cardoza Bravo nos presenta una serie de textos para el Día de los Difuntos: Envuelto en una bufanda de promotor cultural transcurre de tanda en tanda encalando el nixtamal.
Edgard Cardoza Bravo nos presenta una serie de textos para el Día de los Difuntos: Envuelto en una bufanda de promotor cultural transcurre de tanda en tanda encalando el nixtamal.
Por Edgard Cardoza Bravo
Ciudad de México, 1 de noviembre de 2024 (Neotraba)
Quiero, a la sombra de un ala,
contar este cuento en flor:
la niña de Guatemala,
la que se murió de amor
José Martí
‘Ábranse, que lleva bala,
gritó en la calle un rufián
oriundo de una región
del rumbo de Matehuala.
Armado de pico y pala
como buen enterrador,
era rudo este señor
como puya de aguamala.
Acometió al panadero
que negociaba su pan,
al de apodo “el chocoflán”
le dio un moquete certero,
a punto estuvo, les digo,
de mandar al agujero
al padre de un mensajero,
y ya mejor no le sigo
con aquel fugaz testigo
que quiso pasar primero
y terminó en el postigo
de tal buitre carroñero.
Pero como a todo malo,
le llegó su Culiacán,
su El Paso y hasta su DEA,
(no quiero seguir bailando
al ritmo de la más fea).
Por eso mismo apuntalo
que a nuestro triste rufián
un día le tocó palo
y bajó en el tobogán.
El desenlace sin nudo
de esta historia singular
sucedió en una avenida
que con otra da en esquina:
quiso practicar su inquina
cual solía acostumbrar
y se topó en el lugar
con la mano enfurecida
de un execrable ‘madrina’
que le tumbó algún molar,
dos incisos, un canino,
y lo dejó en un solar
pagando su desatino
ya listo para habitar
una heladera de pino.
Aquí reposa el fantoche
que no feneció de amor
sino de un fatal derroche
de trancazos, y a la mala.
Él era de Matehuala,
pero ha sido en guatepeor
donde le ganó la noche
rotunda y a gran escala.
A estas horas ya exhala
humores de perdición
producto de su afición
por la cocaína rala.
Con el respeto debido
para el señor López Dóriga,
sin exagerar les digo
en modo fantasmagórico
que la forma más cretina
de explicar la realidad
–si acaso existiera alguna–
es vaciar bilirrubina
en medio de un desayuno.
El cuento se vuelve cruento
si la sustancia del ‘rito’
es un triste huevo frito
ya acedo de tanto acento
y más si el del estipendio
de este nefasto garlito
es el señor señorito,
ñoño, cuasi hermafrodito,
un verdadero compendio
del arte de la evasión,
el que paga en puros vales
sus negocios de a montón,
y se apellida González.
Atrás de este desatino
hemolítico y grotesco,
se escucha el cántico fino
de un pájaro cornifronte
que cambia a veces de trino
pero siempre tira al monte:
hay un vislumbre Salino
flotando en el horizonte.
Un ‘breve espacio’ invoca
–entre el amor y el frío–
a la vida, ese río
que nunca se equivoca:
advierto en su corriente
la imagen de la roca,
el tacto en extravío
de Dios omnipresente
y el rubor que presiente
la acción del albedrío.
¿Qué terrible ángel diría
desde una voz ubicada
en la cúspide sombría:
‘la vida no vale nada’?
¿Podría ser Altazor
volando sobre las alas
del cuervo que repetía
–justo ante el busto de Palas–
un ‘nunca más’ que traía
humores de perdición?
O quizás tantito peor:
¿por una equivocación
será algún informador
arredrado por el narco
bajándose del avión
al otro lado del charco?
De pronto y a los setenta
años de haber naufragado
el barco de su placenta,
este individuo tan pinto
va e inaugura una tienda
de versos desafinados.
Ahora les cuento, por cierto,
que un soplo desde Mambrú
acometió a este mamerto
a la sombra de un haikú:
“Triste poeta
prematuro de otoño
pelón eterno”.
Y ahí tienen que el hijuesú
incursiona en el Parnaso
derrapando el espinazo
por calles de poca luz
con un tenaz aspersor
de versos al por mayor:
el golpe de la cornada
de este bovino versante
difiere de la manada
en qué pica con la cola
y al acometer la espada
se queda en puro desplante.
[Envuelto en una bufanda
de promotor cultural
transcurre de tanda en tanda
encalando el nixtamal].
A esta altura del partido
un abuso de adjetivos
gerundia los participios:
la parca afila sus ripios
de impostergable guadaña
en un poema cliché,
mientras el poetón enfila
a desflemar la mamila
en la flama de un quinqué.
A este ser de tanta maña
ya sólo le falta urdir
las letras de su epitafio:
“yace aquí algún Epifanio
colmado de apelativo,
y digo sin más motivo
que la muerte es un extraño
caso de emancipación:
vacía tu corazón
y no te entrega recibo”.
La muerte es un castillo insomne
en donde asoman
cuencas enmohecidas y colmillos
a levantar barrotes de urticaria
con pelamen de espanto retorcido.
Ahora es tiempo de secuelas
y tosecitas distraídas para recordar
a aquel malévolo invitado
–¿lo recuerdan?–
que ansioso nos ponía en la cornisa misma del absurdo
ejecutando aullidos a la luna.
Si aquella indumentaria nos pareciera
criba tragasombras
corrijamos el cauce del milagro
que aún nos persigue terco
como si de un pendiente redimuerto
descendieran los frutos de la noche
y nos aconteciera la nostalgia
de volver a cavar tumbas
de infames estadísticas
con tan poco cadáver que llevar.
Ea. Que aparezca la beatífica marca
“infausta cruz”
y sea Dios el colmo del disfraz
en procelosas alas de murciélago.
La antorcha surque sin manecillas
ni espejos destellantes
el puente de cristal.
De los muchos rostros que ( ) Alejandra tenía, aquel era el que más le pertenecía a Martín (…): expresión de desdén contra Dios o la humanidad entera o, más probablemente, contra ella misma.
Ernesto Sabato
Martín, Bruno, Alejandra. Gregarios
de esta trama que revive ahora
al son de los compases de la aurora
y el trino en distorsión de mil canarios.
Fernando y su obsesión por la ceguera,
una historia de incesto: degollado jinete
que Escolástica porta en el marbete
de una loca y terrible borrachera.
Entre cuervos y albugíneos egos
todos danzan la sombra a su manera.
Como islas infectadas de ceguera
beben oscuridad del mismo fuego.
Alejandra, libérate, hay vislumbre:
No hagas de la muerte una costumbre.