¿Qué chingados nos hace hombres? Me lo he preguntado mucho. No como algo central en mi vida, pero sí como un pensamiento que de momento viene y obtiene diferentes respuestas.
Si uno espera tener un hijo porque quiere ser mejor educándolo es porque cree que podría mejorar desde lo ya existente, pero aquí se habla de los no hijos.
Sorprendernos como cuando un niño ve por primera vez a un elefante o un zopilote en el cielo, un ajolote en el agua, y no verlos solo por documentales, imaginarlos. Somos en tanto el mundo es.
Una persona sin hogar no es deseada, pero tampoco es como que exista una alternativa para personas que no tienen nada. Porque resulta más sencillo caminar por una calle, ignorando a las personas que llevan encima tres o cuatro chamarras, con los zapatos gastados, los pantalones llenos de polvo. Imagine cuánto podemos rescatar de tratar a un ser humano como lo que es.
Porque no importa con cuánta furia escriba en estos renglones quietos, el mundo de allá afuera no dejará de tragarse a la humanidad. Me pongo las columnas que he escrito en los pies, y con ellas me dejo ir al fondo. Porque no hay más. Escribo porque no hay de otra, es eso o ahogarme en la normalidad.
La visita a la basílica de Guadalupe es el motivo de esta crónica en donde hay bardas pintadas, gente movida por la fe, una hermana cuestionando todo y los apretones de la gente.
Presentarse como poeta, es además de pretencioso, llevarse muy alto y no ponerse un freno de plomo en los pies. Probablemente sea algo que se gane con el tiempo, y no una forma de presentación.
Estar muerto, pienso, es mirar el mar. Cuando es de noche, cuando no se ve mucho. Dios, que parece haber leído mi columna –ésta–, mea sobre la ciudad, sobre el mar.