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Ciudad de México, 13 de abril de 2025 (Neotraba)

Cuando fui por primera vez creí que nada me parecería tan nuevo. Después de todo, yo tampoco era de la capital y creí fervientemente que un pueblo de Oaxaca no tendría mucha diferencia a uno de Tlaxcala.

A Martha la conocí el último año de la universidad y desde el primer día me causó un poco de ruido lo mucho que hablaba de su casa, de su hogar, de su pueblo, de las montañas y de las nubes. Nunca hubiera imaginado que un día yo lo entendería y mucho menos que ella dejaría en mí la dichosa condena de regresar cada año.

–Tu pueblo huele a pino y parece que alcanzo el cielo solo levantando el brazo, ya entiendo por qué siempre quieres volver –fueron las primeras palabras que salieron de mí cuando mis pies tocaron la sierra oaxaqueña.

Ese abril que conocí el tan añorado rincón de Martha no comprendí totalmente el por qué ella me aseguraba que, si lo visitaba en enero conocería el verdadero motivo para siempre volver.

Aquella semana santa en Talea me divertí mucho. La música, el baile, los hermosos paisajes, el aire fresco, el cielo tan cerca, las montañas custodiando el pueblo y dando un abrazo, la neblina creando un mar de nubes bajo nosotros y la gente con su típico acento cantado, su curiosa sintaxis y su “bruto” y “vaya” en cada oración, me hicieron sentir la calidez de ese rincón serrano de la que Martha siempre hablaba. “Calor que hace, ¿no?”, decía su mamá; “Bruto me dio hambre”, dijo ella; “Ya te dije, vaya”; escuché decir a su hermano.

–Luego de ese viaje, ¿cuándo volviste?

A los meses, antes de llegar el año nuevo me dijo:

–El tercer domingo de enero tenemos que estar en Talea.

Y así fue, un jueves por la mañana ya me encontraba en el centro de Oaxaca, lista para esperar hasta las cinco de la tarde y abordar el autobús que nos llevaría al pueblo: El Piolín, un típico camión guajolotero fácil de reconocer entre la estrecha carretera de las montañas por su peculiar color amarillo.

El patrón de Talea es San Miguel Arcángel, pero la fiesta mayor del pueblo no es dedicada a él, sino al Dulce Nombre de Jesús, una advocación de Jesús de Nazareno a la que las personas ahí son fieles devotas y cuya fecha de celebración es el 2 de enero, pero para términos prácticos es movida año con año al tercer domingo del mes.

Nunca había vivido la belleza de una fiesta serrana, con todo un protocolo, un itinerario lleno de eventos y cosas por hacer y disfrutar que muchas veces, casi todas, me ha parecido imposible cumplir.

–Pero ¿cómo es? ¿Es como la feria de San Bernardino? ¿Es como el mole?

Me es difícil describirla, pero la puedo resumir en reencuentros, abrazos, sonrisas, música, mezcal, canto, gritos de borrachos, desveladas, cuetes y toritos, caldo de res y tasajo y mucho baile y movimiento sin descanso. Si me pongo menos poética, basta decir que el viernes hay calenda, el sábado es la víspera, el domingo el día grande y el lunes la consumación.

En mi primera calenda aprendí a bailar sones, el hermano de Martha me dijo mientras levantaba mis manos a la altura del hombro:

–Aquí brincamos y damos vueltas toda la noche y ya con eso somos felices. Escucha el bombo o la tuba, ellos te van marcando el paso.

Yo en ese entonces no era experta en identificar qué estaba tocando cada instrumento, ahora tampoco, pero ya lo entiendo más. En ese momento solo me dejé llevar por la vibra y el ritmo a mi alrededor, por el cúmulo de sonidos entre clarinetes, trompetas, trombones, platillos, gritos, risas y cuetes.

–¿Qué es una calenda?

Un recorrido lleno de baile y música, también lleno de mezcal y chelas. Quisiera decir que es como un carnaval, pero no. La gente se mueve de un punto a otro en caravana, acompañada de bandas que tocan todo el tiempo. Bailas y tomas mezcal toda la noche, o solo tomas mezcal, o solo bailas, lo que más te guste.

Creo que hubo una especie de reconexión conmigo misma aquella primera noche de calenda en mi vida. Bailar bajo el azul intenso del cielo serrano, entre un frío húmedo que fácilmente se perdía por el calor de la gente y el baile, en ese tratar de seguir con los pies a las bandas tocando a 6/8, 3/4 y 3/8, según me explicaron los hermanos de Martha, explicación que a pesar de los años aun no entiendo porque la música nunca se me dio, y mucho menos como se da por esos lados oaxaqueños. Creo que descubrí que podía sentir muchas cosas, o tal vez solo ya había tomado demasiado mezcal.

Los demás días también están llenos de vida y movimiento, desde las piernas de los danzantes fluyendo al ritmo de la danza de Santiago, la de Negritos o la de Conquista, hasta los brazos de los directores de las bandas marcando los compases en el concierto.

Hay vida y movimiento en las figuras formadas por el castillo de fuegos pirotécnicos, en las peleas para cargar el torito y en la procesión que reúne a los fieles alrededor de la iglesia para acompañar al Dulce Nombre de Jesús. También en la gran noche de baile, con toda la gente moviéndose al ritmo de la cumbia, la charanga y la banda o el norteño.

Incluso el último día, el de consumación, también hay un fluir mágico pero triste y nostálgico. Triste por la partida de muchos y el esperar de otros, y nostálgico por los últimos bailes tan llenos de dicha de esos días tan especiales para toda la gente que tiene su ombligo en ese pedacito de las montañas y las nubes, y para quienes nos sentimos parte de él.

–¿Y cuándo te vas, tía?

Pasado mañana, me gusta llegar los jueves para ayudar a la mamá de Martha a preparar comida y todo lo necesario. Me gusta también recordarla echando mezcales con sus hermanos. Ya tenemos como tradición brindar por ella con al menos tres de regla.

Martha murió un cinco de enero, mientras caminaba por la Roma para llegar a la Glorieta de Insurgentes. Una rama cayó de las alturas de una vieja jacaranda y de un golpe la dejó dormida sobre la calle de una ciudad en la que no quería morir y con el formato de vacaciones a medio llenar en su bolsa. Los días solicitados eran el 20, 21 y 24 de enero.

De su muerte han pasado 15 años y yo sigo regresando. Me llevan los vientos del golfo y el pacífico que son frenados por las cadenas de montañas, pero que dejan a su paso la bella neblina que tanto me gusta; me lleva el movimiento de las piernas de los danzantes presentándose en el atrio del templo; me llevan los brazos y los pies de la gente bailando sones y jarabes; me llevan los dedos de los músicos tocando sus llaves, sus émbolos, sus cuerdas; me lleva el baile de las montañas y de las nubes. Me lleva enero, me lleva la fiesta y me lleva su recuerdo.


Andrea Michelle Cruz González
Andrea Michelle Cruz González

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