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Ciudad de México, 29 de septiembre de 2024 (Neotraba)

Todas las fotografías son de Samuel Segura

F R A N T I C se lee en la pulsera que acaba de regalarme una chava que lleva esas pulseras en una bolsita y que las está regalando a otras chavas (aunque hace una excepción conmigo). Letras negras sobre corazoncitos blancos: en cada extremo lleva dos calaveras.

Frenético, como la canción del St. Anger cuyo inolvidable estribillo reza: Mi estilo de vivir determina mi estilo de morir. 

Tiene razón, pienso cuando, en un callejón oscuro, tiro la mitad de una coca de seiscientos sin azúcar en una jardinera, junto a unos camioneros, y le vierto un cuarto de ron bacardí blanco. Le doy un trago. Es combustible para el demonio que llevo dentro y que necesita desfogarse. 

Poderoso.

Oscuro.

Camino hacia el metro. 

Para ese momento ya he tomado las fotos que quería tomar. No. Espera. Uno nunca toma las fotos que quiere, sino las que puede. Uno imagina una cosa, va con cierta prospectiva, y saca otra. De pronto ocurren milagros. 

Para mi desfortuna ha llovido todo el día. Aunque, para mi fortuna, no lo suficientemente fuerte; es acaso un chipi chipi que, si bien es molesto, le permite a uno hacer lo que tiene que hacer.

Al menos eso dice una de las dos doñas de las quesadillas a la cual le pido, primero, una de chicharrón y una de hongos. Luego una de papa con chorizo y una de quelites. Para ese momento me preparo para ir a tomar las fotos que, cuando revelo digitalmente, me hacen llorar por tan generoso gesto el de la gente.

Hace tiempo que no tengo cámara y esta me la prestaron. O la tomé prestada. Da igual. Llevo un rato sin practicar después de haber practicado tanto, tantos años (¿tres, cuatro?). No importa. 

La idea se me enraiza (como me pasa con otras) pocos días antes de que empezaran los conciertos de Metallica en la CDMX: tomaría unas fotos de los asistentes afuera del estadio. 

Lo que imaginaba: seres enloquecidos gritándole a la cámara.

Lo que me encuentro: individuos precavidos (muchos treintones parriba) que la mayoría de las veces me dicen que no. Una mujer con un vestido tipo victoriano que habría brillado aún más bajo mi lente, me dice:

—¿Eres una especie de estafador?

Le digo que sí. Se va.

Hay quienes, sin embargo, se detienen a mi petición:

—¿Puedo tomarte una fotografía? —y sonrío y les muestro la cámara. En automático, luego de los clicks, los retratados me hacen la pregunta más odiosa, pero más natural, de todas:

—¿Y esto dónde va a salir?

Les digo dónde. Esperan quién sabe qué hasta que les digo que en mis redes (no podría decirles que soy un fotógrafo aficionado que las quiere guardar en su memoria; conozco a uno de esos). A algunos se les borra la sonrisa. 

Les comparto mi nombre de usuario en Instagram. A algunos les falla el wifi (como a mí) y prometen seguirme después, en sus casas. Unos toman captura de pantalla, otros lo anotan en el whats. Casi todos cumplen. 

Yo espero cumplirles. Heme aquí.

Me pongo, entonces, poco más de una hora, por la entrada principal del Estadio GNP, muy cerca de la salida del metro Ciudad Deportiva. Un día nublado no es el mejor día para hacer fotos, pero, como diría Cartier Bresson –creo–, solo hay que esperar (lo suficiente) el momento adecuado. Así que primero lanzo algunos tiros por aquí y por allá, sin animarme en serio. Hasta que lo hago.

—Disculpa, ¿puedo tomarte una foto? 

Para esto hay toda una metodología. A aquel chavo, al que pintó su chamarra con aerosol con la portada del …And justice for all, un día antes ya le estaban tomando una foto. Con el cel. Su cuate. Y yo soy el único idiota por aquí con una réflex, pienso. Es más fácil: ya están posando. Y lo confirmo cuando a otros, al hacerles la propuesta frontal, simplemente me dicen que no con la cabeza. 

Por fortuna varios aceptan. Y comienza la fiesta de los clics. Les doy las gracias, les paso mi información. Con algunos me despido chocando los puños, deseándoles disfruten del concierto. 

—¿Vas a entrar? —hay quienes me preguntan. Varios de ellos vienen de Cuernavaca. Se los digo.

—Sí. Al rato.

—¿Como prensa o normal?

—Normal. 

Normal. Claro. Luego de envenenar la coca subo al metro. Va lleno. Va lento. Dos o tres tragos después ya no me importa si huele o no a licor cuando la destapo. Un hombre, con cierto retraso mental, observa sin pudor en su teléfono móvil los perfiles de mujeres que enseñan las piernas, las tetas. Yo bebo: falta menos de una hora para que comience el concierto.

Con eso me refiero a Metallica. La verdad es que los teloneros nunca me importaron. Salvo Ágora, quienes se subieron al barco mientras escribo esto a toda velocidad (eso o nadota, canta Hetfield en Lux Æterna), poco antes del último y cuatro concierto de los cuatro de San Francisco al que –por ahora– no asistiré. 

Al bajar del metro compro un cigarrillo. Bebo coca ponzoñosa y fumo. Hace menos de una hora estaba ahí tomando fotos. Supongo que eso y el mateo inclinado que hice toda la noche provocaron el dolor de espalda baja que ahora tengo. 

Observo a todos esos que siguen afuera. Son muchos. Cuando llegué a tomar fotos, hace rato, se sentían pocos. Eran muchos menos. Pero, conforme la oscuridad se abrió paso en el cielo, fueron aumentando. Esas condiciones lumínicas no son las mejores para tomar fotos. Además de que ya la gente va con cierta prisa. Así que me retiro. A encargarle mi mochila a alguien (quien resultó ser mi padre).

Me detengo un momento a culminar el contenido de la botellita de plástico. Dos rubias, quizá holandesas, se dicen algo en palabras ininteligibles. El alcohol ya me ha aflojado los filtros y estoy a punto de decirles algo (no sé qué), pero me detengo. Se van. Termino mi trago. Con boleto en mano, entro.

Avanzo por la pista por la que todos van avanzando. Un coyote de camiseta roja lleva a una pareja a su destino. Les va contando los pormenores de su labor. Me emparejo a ellos para escucharlo. Creo que se percatan. Bajo el paso.

Más adelante hay un sujeto vendiendo vasos conmemorativos. Traen estampado el hermoso cartel de esta noche (quizá será el mejor de los cuatro). Alrededor todo está oscuro. Le pregunto su precio. 100 varos. Le pregunto si son oficiales. 

—Son los permitidos —dice. 

Le pago.

Más adelante una mujer entrega bolsos rosas a las damas. Le pido uno. Me lo da. Me percato de que lleva un par de toallas íntimas y unas pomadas una vez que ya estoy sentado en el lugar que me corresponde en las gradas. Una mujer, a un lado mío, se ríe amistosamente y me dice:

—No entiendo cómo te la dieron. 

Esa misma mujer, amablemente, me ayudará más tarde, cuando tenga ganas de ir a orinar.

Por ahora estoy ahí, con el whisky doble con el que acabo de rellenar mi vaso nuevo. Poco después viene un estruendo.

Aquellas ocho pantallas parecían naves salidas de La guerra de los mundos (con Tom Cruise). Emiten un sonido así de furioso e interespacial. Ahí están las imágenes del viernes anterior: los videos en México, los fragmentos de The good, the bad and the ugly. Y abren con la misma canción.

Razón suficiente para mí. Dejo mi gorra y mi nuevo bolso rosa sobre mi asiento y me dispongo a matear. 

Alrededor todos me miran como un maldito ebrio poseído, pues eso soy. 

Le pregunto a un joven que está a mis espaldas si va a matear esta noche. 

—No —dice.

Chale. A un lado de él una joven de cabello negro y piel clara me mira y sonríe. Matea al verme. Le digo salud.

Un par de señoras malencaradas me devuelven a la realidad. Son familiares de quien me proporcionó esta entrada. Ni me saludan al verme llegar. Lamento su actitud, pero no podría importarme menos. 

Y mateo. 

Mateo con todo el cuerpo en Harvester of sorrow, en On wolf and man.

Mateo en 72 seasons y en If darkness have a son. 

Cuando van a hacer su show de medio tiempo Hammett y Trujillo –mi tocayo–, corro al baño. Le encargo la chela que ya he comprado (luego del doble escocés) y mi bolso rosa a la mujer a mi izquierda. Y corro. Mientras eso sucede tocan ADO de El Tri (aplaudo el desparpajo y el valemadrismo de Metallica –siempre lo han tenido–, el arrojo, el atrevimiento, para hacer lo que se les dá la gana. Para provocar) y No Leaf Clover. Rolón inmenso. Como no estoy en mi lugar, mateo con lo que tengo a la mano, entre ellos un joven guardia de seguridad. Y alguno que otro incauto. Uno de ellos me ofrece un cigarrillo. Otro, antes de haber llegado a mi lugar, se ríe cuando le pido que me venda uno. No trae más. Me regala el que le queda. (Llevo tiempo queriendo dejar de fumar, pero… heme aquí.)

—Pero no te lo lleves para allá que te pueden sacar —me dice otro guardia, más don, pero que está disfrutando el show a lo lejos.

—¿A usted le gusta esta música? —le pregunto.

—La verdad no.

Ahí me quedo un momento tras escuchar: No prestes atención al trueno distante, La belleza llena su cabeza de asombro, chico

Vuelvo a mi lugar luego de que/

—¿Te perdiste, verdad? —dice una de las que revisan los boletos.

—Sí. 

Sonreímos. Todo el mundo ahí está feliz.

La chica que cuida mis cosas también sonríe al verme (no así su marido). La chica a mis espaldas también. ¿Emocionada? Eso parece.

Mateo en Shadows follow y en Orion. Tomo asiento y descanso en Nothing

El concierto está pasando muy rápido y no les he hablado del asombro. Desde ese lugar en el que estoy se pueden ver a los miles de asistentes (de los que solo retraté unos cuantos; me habría tomado días retratar a todos) abarrotando aquel espacio. Parecen millones. Recordar tal imagen me cimbra. Tomo una foto con el cel, pero me parece detestable. Volteo a ver a mis espaldas y ahí está ella. ¿Sonríe? Creo que le guiño el ojo. Ojalá leyera esto y me busque, pero es mucho pedir.

Soy un maldito ebrio poseído y fantasioso.

Y vuelvo a matear. Esta vez en Sad but true, Blackened y Fuel. En alguna de esas mateo con un vendedor de mohicana que está más prendido que todos los demás a mi alrededor. 

En su atrabancado principio Fuel dice: Gimme fuel, gimme fire, gimme that which I desire (aquello que deseo, aunque se entienda: tarararawarawara). La primera canción que supe que era de Metallica. La conocí con mi hermana menor. Su cumpleaños es al día siguiente. La veré una hora después, pero en ese momento no lo imagino. 

Cuando suena Seek entiendo que debo apurarme. La semana pasada me quedé sin metro. Esta vez no va a pasarme, me digo. 

Lo único que deseo –ahora– es llegar a casa (mi casa) a tiempo.

Es hasta que suena Master que salgo corriendo. Pese a que pensé en voltear a ver a la joven a mis espaldas, decirle algo, no lo hago. Lo olvido. Casi me caigo, varios me ayudan a enderezarme. Corro por un túnel oscuro. Soy el único saliendo. Me acuerdo de la joven y volteo por si viene detrás de mí, pero no. Voy solo. 

Me alegro.

Corro, me detengo en un baño, orino a toda velocidad y ahí dejo el bolso rosa. El vaso lo llevo conmigo.

Salgo corriendo hacia el metro. Hasta allá sigue sonando Master. Una vez que llego al andén, ahí sigue sonando. Suena claro y fuerte: ¡Master, master!

Es la última canción del set. Me entero hasta que escribo esto.

El convoy avanza. Mi teléfono se ha puesto en modo nocturno. Respiro. Llegaré pronto a casa, me digo, pero no llegaré. 

No tan pronto como creo.


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