Andrés y Juan
La vejez es un juego que se debe jugar entre amigos aunque no sean los mismos de toda la vida.
La vejez es un juego que se debe jugar entre amigos aunque no sean los mismos de toda la vida.
Por Enrique Herrera
Murrieta, California 18 de abril de 2023 [00:01 GMT-7] (Neotraba)
Llegué a la puerta, sacudí un poco el paraguas, lo cerré y llamé. No escuché una respuesta ni ningún ruido y como la puerta estaba entreabierta, entré.
Al verme, se levantó de su silla y sin poder caminar bien comenzó a deslizarse hacia mí. Dejé en el piso una caja de cartón donde le llevaba algunos regalos y apresuré el paso hasta quedar frente a él.
Nos dimos un largo abrazo, y en ese estallido de calor humano compartimos sollozos, unos por la alegría de seguir siendo buenos amigos después de tantos años, y otros por el dolor de vernos tan viejos y, coincidíamos, sin nada significativo como para seguir viviendo.
Mientras nos alejábamos de un fuerte apretón de manos, Andrés respiró hondo, me miró de pies a cabeza, me agradeció la visita con una sonrisa en su rostro diciéndome que me veía bien. Quería devolverle el cumplido, pero me detuve pensando que él me tildaría de mentiroso.
Dio tres pasos cortos hacia atrás, arrastrando los pies hasta tocar el borde de la silla con el dorso de sus rodillas, y sin decir nada me pidió que lo ayudara a sentarse. Coloqué mi brazo derecho a la altura de su pecho y él se aferró a mí con ambas manos. Andrés temblaba mientras bajaba lentamente a su asiento.
Fui por la caja de regalos y de paso conseguí una silla plegable que vi apoyada contra la pared. Volví a él y me senté a su lado izquierdo recordando que eso me había pedido cuando lo visité la otra vez.
Por el rabillo del ojo vi que estaba sonriendo cuando me vio abrir la caja de los regalos, todavía sin mostrarle nada.
Le pedí que cerrara los ojos antes de recibir su primer regalo. Me escuchó. Saqué el primer regalo, lo puse frente a él y dije: “Listo”. Al ver lo que le había traído, soltó una carcajada que tuvo que taparse la boca para contenerla. “Es una dona gigante”, dijo, y agregó que no sabía para qué era. “Es para que estés más cómodo en tu “trono”. Ambos nos reímos con soltura. “Uh huh, ya veo, así que el agujero del medio es para los “gases lacrimógenos”, ¿cierto?”, y ambos dejamos escapar una carcajada más.
Quería usar por primera vez su rosquilla acolchada, se puso de pie, coloqué la dona-colchón sobre la silla y Andrés se volvió a sentar soltando un “Ah, qué rico”, que acompañó con una cara de satisfacción.
Para darle su segundo regalo no le pedí que cerrara los ojos. Simplemente saqué una manta, así le dice a lo que para mí es una cobija, es decir, un cobertor de cama. La acerqué a sus manos. La tomó, la acercó a sus ojos y vi que contuvo una lágrima. Se emocionó y entre lloriqueos exclamó: “Oye, qué bueno que la encontraste en albiceleste. Sos un… bueno, no, no, tú y yo siempre nos hemos respetado.
“Ahora es mi turno de reír”, dije, antes de sacar el tercer regalo de la caja. Mira, te traje un bastón convertible. “Oh no, ya tengo uno, tómalo, devuélvelo, recupera tu plata”. “Pero dices que es convertible, ¿cómo es eso?” Le expliqué que en la punta del bastón salía una tenaza que se podía accionar y manipular desde la empuñadura, y que servía para alcanzar objetos que estuvieran cerca, pero no tanto como para alcanzarlos con las manos libres. Le pedí que intentara usarlo. Lo revisó, y tan pronto como se acostumbró a los controles, alcanzó un rollo de papel higiénico que vio sobre un televisor tipo cubo que descansaba apagado como a metro y medio a su derecha. Logró su objetivo. Disfruté viendo su cara de asombro. Y dijo: “Bueno, ahora sí, este no te lo llevas por nada del mundo”.
La conversación nos llevó a varios lugares y diferentes situaciones. Hablamos de los partidos de futbol con el equipo de veteranos, de nuestro trabajo en el restaurante italiano donde me enseñó a servir mesas, y de pasar noches enteras en el restaurante de una de las calles principales donde siempre nos hartábamos de café y donas porque no había para más.
Cuando vi que Andrés comenzaba a asentir como atacado por el sueño, decidí irme.
Dije: “Bueno, tengo que irme porque acepté ir a cenar con la familia de mi hija”. Hice una pausa. Esperé su comentario. Andrés frunció el ceño, pero permaneció en silencio, mordiéndose el labio inferior. Otra vez, me miró y sonrió. Entonces, continué y dije, “volveré a verte pronto. El día menos pensado, aquí estaré”.
Nos despedimos con otro fuerte abrazo.
Cuando me fui, había caído la noche, pero ya no tuve que abrir el paraguas. Llegué a casa. Bueno, debería decir el cuartito que construí en el techo de la casa de otro amigo, uno más afortunado que Andrés y yo.
Ah, no, no se me ha olvidado que le dije a Andrés que saldría con la familia de mi hija, no. Eso lo hice como una prueba que inventé al vuelo para saber si Andrés sabía quién había llegado a visitarlo porque la última vez que llegué a verlo, estuvimos hablando por horas y él se dirigía a mí como si estuviera hablando con Carlos, un amigo en común. Nunca supo que era yo, Juan, con quien estaba conversando.
Andrés sabe que nunca me casé y que jamás he procreado.
Ahora que lo pienso detenidamente, ¿sería Andrés a quien fui a visitar?