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Ciudad de México, 10 de enero de 2024 (Neotraba)

El doctor González miró a Esteban con amabilidad, como lo había hecho desde que el paciente era un infante.

–¿En qué te puedo ayudar?– le preguntó.

Esteban titubeó un poco antes de contestar.

–Me… me está creciendo algo en el pecho– le dijo, con algo de la vergüenza de alguien que se sabe en ignorancia.

El doctor abrió mucho los ojos.

–¿Qué forma tiene?

–No lo sé bien, es pequeño, como una bola, justo en el huequito que se hace donde se juntan las costillas.

El doctor se quitó las gafas con seriedad y las depositó en la mesa. Luego se puso de pie.

–Muéstrame –le dijo a Esteban.

*

Cuando se bajó la camisa, Esteban sintió frío. El doctor se quitó las olivas del estetoscopio de los oídos y, sin decir nada, volvió a su lugar.

–¿Cuándo notaste… la cosa… por primera vez?– preguntó el doctor mientras sacaba el expediente de Esteban de su escritorio.

–Hace unos meses. Estaba con unos amigos cuando…

–Veo aquí que acabas de cumplir treinta años– le interrumpió el doctor, sus ojos serios pasando por el expediente. Nuestra última cita fue hace un par de años. Creí que vendrías antes. Por eso no te lo dije entonces.

–¿Decirme qué, doctor?

El doctor hizo un par de anotaciones en el expediente, con una letra pequeña y larguirucha. Luego siguió hablando como si no hubiera escuchado la pregunta de Esteban.

–Me comentas que entre tus síntomas están: un dolor agudo en el pecho, una esporádica falta de aire, fatiga crónica, un sentimiento fatídico constante y… escurrimiento nasal. ¿Cierto?

–Sí, pero también…

Esteban describió algunos otros síntomas, pero el doctor no dio señas de escucharlo. Garabateó en el expediente de Esteban.

–¿Y todo eso comenzó cuando surgió… mmm… la cosa?

Esteban asintió.

El doctor cerró el expediente. Luego negó con la cabeza, con la certeza de una futilidad absoluta.

–Es normal– dijo finalmente.

–¿Qué?– preguntó Esteban.

–La cosa… es normal. Todos la tenemos. Es parte de la anatomía básica.

–Pero doctor, yo nunca…

–Le sale a uno con la edad. Especialmente a partir de los treinta… es ahí cuando comienza a desarrollarse. A algunos les sale antes, a otros les tarda un poco más, pero… el resultado es el mismo.

Esteban se hizo hacia atrás de su asiento, con incredulidad.

–Me está tomando el pelo.

El doctor se puso de pie y, para sorpresa de Esteban, se desabrochó la camisa.

Ahí estaba, una bola como la de él, pero más grande y oscurecida por el paso del tiempo, justo encima del estómago, donde se juntan las costillas. Parecía que la cosa respiraba: subía y bajaba con el vaivén del aire dentro de los pulmones.

–Lo siento, Esteban– dijo el doctor, abrochándose la camisa, mientras el paciente se llevaba las manos a la boca.

–Pero… pero…– atinó a decir.

El doctor meneó la cabeza mientras guardaba el expediente de vuelta en el escritorio.

*

–¿Para qué sirve?– preguntó Esteban.

–Nadie sabe. Los médicos no, ciertamente. Los sociólogos a veces lanzan teorías, pero luego las desmienten.

–Pero… ¿por qué no me había enterado de esto?– preguntó Esteban una vez que se hubo calmado un poco.

–No hablamos de ello. Es… de mal gusto, Esteban. Más vale que no lo menciones jamás. Como doctores estamos obligados a responder las preguntas pero… hablar de ello fuera del consultorio… no es ético.

–¿Ético? Ético sería hablar de ello, preparar a los jóvenes para… ¡Esto no venía en los libros de la escuela!

–Esteban, créeme. Se ha intentado hablar de ello con los niños, con los jóvenes. Se hicieron experimentos. Lo único que se logró es que… la cosa… se desarrollara antes de tiempo. Es mejor que no lo sepan, así viven mejor durante más años. Si hubieras venido antes… antes de los treinta, te lo habría contado, por el respeto que te tengo a ti y a tu padre…

–¿Mi padre? ¿Mi padre también lo tiene?

Todos lo tenemos, Esteban– dijo el doctor, enfatizando la palabra “todos”.

–¿Y no me lo contó?

–No hablamos de ello, a nadie, ni siquiera a nuestros hijos. Mi esposa… ni siquiera ella lo sabe…

–Pero… es horroroso.

El doctor miró su reloj.

–Me espera otro paciente. Esteban, sobre esto no hay nada que hacer. Salvo tomar muchos líquidos y quizá un spray… para lo del escurrimiento nasal. Y no hablarlo con nadie. No quieres alarmar a la mitad de la población, ¿cierto?

–No. Me niego. Me niego a tener esta cosa dentro de mí.

El doctor se detuvo por un segundo, se llevó la mano a la barbilla y pensó durante unos minutos. Miró un poco hacia la ventana y hacia atrás de él, como cerciorándose de que no hubiera nadie además de Esteban. Se acercó hacia él, reclinándose en el escritorio.

–Existen… métodos para extirparlo… pero no son del todo legales… Luego se echó para atrás y se encogió de hombros. No se puede legalizar algo de lo que no se habla. Otra cosa, es posible que… la cosa… desaparezca, pero los síntomas… esos no se van a quitar. Hay que aprender a vivir con ellos.

Esteban sintió el órgano palpitando en su pecho, cobrando vida, comenzó a sentir el dolorcillo despertando, el aire ausentándose poco a poco.

–No importa. Intentaré lo que sea.

*

Sentado en su cama, Esteban se preparaba para una noche de sueño. Mientras se abotonaba la camisa del pijama, pasó los dedos sobre la cicatriz en su pecho. En el hueco entre sus costillas, tenía otro hueco, donde la cosa se había anidado, tiempo atrás.

Su esposa regresó al cuarto y, sin dirigirle la mirada, comenzó a desvestirse frente al closet. Esteban terminó de ponerse la ropa de noche y se excusó para ir al baño.

En lugar de eso, fue a su oficina. Abrió uno de los escritorios con llave y sacó un pequeño frasco. Dentro, la cosa respiraba apaciblemente, como si durmiera.

Meses antes, cuando salió de la operación, y luego de pagar miles de pesos, los doctores le entregaron el frasco.

–De cualquier forma, lo va a perseguir donde quiera que vaya– le dijeron. Y no la intente destruir, que no funciona nada. Sobre todo, no le cuente a nadie. Créame, es mejor si no lo saben.            

Esteban agitó el frasco levemente. La cosa se estremeció en su interior, más viva que nunca. Esteban guardó el frasco de nuevo en su escritorio. Puso la llave. Luego regresó a dormir, con un dolorcillo en el pecho y algo de escurrimiento nasal.


Alejandro Govea es potosino de nacimiento, pero lleva 10 años viviendo en la Ciudad de México. Es Licenciado en Letras Inglesas y Maestro en Literatura Comparada por la UNAM. Se vive la vida entre polvo de libros, butacas de cine y cables de joysticks.


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