Alea Iacta Est
La detención en un alcoholímetro lleva a la protagonista de este cuento a desatar encuentros eróticos. Escribe Lupe Figueras Párraga. Lee de qué se trata.
La detención en un alcoholímetro lleva a la protagonista de este cuento a desatar encuentros eróticos. Escribe Lupe Figueras Párraga. Lee de qué se trata.
Lupe Figueras Párraga
Venezuela, 10 de abril de 2024 (Neotraba)
No era ni tan tarde. Me fui de la fiesta a eso de la una, algo así. Sí, venía hecha mierda por la autopista cuando vi las luces del operativo, justo en la salida del surtidor de Vista Hermosa. Ya sé que ahora están ahí todos los fines de semana, por eso siempre me voy por Santa Fe, pero ayer como que se me olvidó y la verdad es que jamás me han parado, así que seguí derecho hasta que una oficial me detuvo en seco, casi ni me dejó orillarme y por poco la atropello.
Bajé la ventanilla, sin mirarla. Te juro que fue porque estaba buscando mi cartera por todos lados y, justo cuando dijo, así con su vocezota: “Permítame su identificación, carnet de circulación y seguro” fue cuando me acordé que tenía como dos años sin renovar mi licencia. Da igual, pensé, tenía un billete de cien dólares y uno de veinte. Obviamente saqué el de veinte y ya se lo di, y exclamó así, con voz de machorra con pelo engominado: “¡Señorita como cree!, ¿por quién me toma?” y ahí fue cuando la vi por primera vez. La oficial Solórzano me llevaba fácil algo más de diez años, o a lo mejor no tanto. Le hacía falta alguito de botox en la entreceja, y un poquito de fillers en los labios, porque con la cara que me puso ya ni se le veían. Tenía corte como de teniente, aunque no era fea de cara, solo algo rígida, como que le gustaba mucho mandonear: “¿Viene usted intoxicada?”. Bueno, algo prendida si venía, la verdad, pero ni se me notaba. “¡Claro que no!”, le dije, y creo que lo que pasó fue que le sonreí, y ella que estaba bien estreñida se lo tomó muy mal: “Bájese del vehículo, por favor”. Y yo que si: “No, no ¿cómo cree? Mire, disculpe, ¿sí? Volvamos a empezar” y pues hice lo más lógico, que fue sacar el billete de cien y dárselo. Y no me vas a fucking creer, se puso furiosa la amiga: “¡Bájese del vehículo, por favor!”, y yo ya me empecé a confundir mucho. “Esto no me ha pasado nunca”, pensé mientras abría la puerta de la camioneta. De plano sentí mucho frío en las piernas. Y es que traía el disfraz de la fiesta de Halloween ese de monja, de los que venden en Amazon para que te veas bien putona, ¿sabes? Los de la faldita muy muy corta. Bueno así me bajé y la señorona ya me tenía listo el alcoholímetro.
Lo vi pitar en rojo y te juro que no sé qué me pasó, pero le di un manotón y lo rompí. Me extrañó demasiado que ese aparato detectara las cervezas también ¿Qué me habré tomado? Ponle tú unas cuatro, cinco como mucho. O sea, ni siquiera tantas, te dije que me vine temprano. Eso no fue lo importante, amiga, lo que realmente importó en ese momento fue cuando la señora me dijo que la grúa se iba a llevar la camioneta. Yo me volví como loca, y ya sabes cómo me pongo. Lo otro que pasó fue que resultó que la oficial Solórzano estaba bien fuertota y fue ahí, en medio de un escándalo, con el cachete pegado al capó tibiecito de mi Range Rover, y con la grandulona bien pegadita detrás, poniéndome las esposas, que recordé por primera vez en muchos años a la maestra Haixa.
No había estudiante del colegio Madre María Santísima de la Concepción y el Eterno Socorro que se atreviera a deambular los pasillos lúgubres del piso de bachillerato sin que le retumbara en la conciencia, y en los tímpanos, el pitazo maligno de la histérica de Haixa. Su oficina quedaba al fondo del pasillo y su escritorio estaba colocado de tal manera que, cuando se sentaba, quedaba atrincherada detrás de un muro de un metro de alto. Desde ahí resguardaba con sigilo el paso sagrado que nos llevaba o al baño o al escape desesperado escaleras abajo.
Tomábase Haixa muy en serio su rol de sabueso del señor, lo que se le facilitaba porque el eco del pasillo redoblaba el ruido de los mocasines de nuestro uniforme de colegialas calientes. En esa época, acuérdate, no nos dejaban usar pantalón, “no era de señoritas”. Todas las niñas de todos los colegios llevábamos las mismas faldas plisadas de poliéster azul marino que se levantaban con cualquier brisita tropical, la misma camisita blanca de botones que ya para el mes de mayo estaba tan gastada de tantas lavadas que las que tenían las tetas grandes ya no se quitaban el suéter porque se les transparentaba todo el escote. Las mismas medias “mariselita” blancas hasta la rodilla y los mismos mocasines polvorientos que a mitad de año te hacían resbalar por las escaleras gastadas y que se volvían mortales en la época de lluvia.
En mi colegio, las monjas eran bien intensas con el largo de la falda, el cual tenía que tocar el piso si te arrodillabas –cuando eras de las más beatas– o colgar a cinco dedos por encima de la rodilla si eras de las menos. Mis amigas y yo a veces doblábamos hacia afuera tres veces la costura de la cintura, dejando medio muslo afuera y así hasta que Haixa o Sor Sime (Simeona se llamaba la pobre viejita célibe) nos pitaba en el pasillo y nos gritaba con toda la ira del Dios del antiguo testamento que nos arreglaramos la falda, que eso de estar enseñando no era digno de niñas de nuestra clase.
Haixa no era monja, pero seguro que tampoco cogía, y daba mucho más miedo que la madre superiora. Llevaba ese corte de pelo que oscila entre tía solterona y sargento militar, con las sienes ya blancuzcas de tanto pelear con adolescentes malcriadas. Aunque no era requerido, ella también llevaba uniforme –por lo general un pantalón de pinzas verde militar o caqui, y una blusa manga larga de botones, medio bombacha, que probablemente compró en tres por uno una década antes–; lo más insólito era que esta ropa horrenda de militante de la castidad estaba ceñida a un cuerpo marcadamente voluptuoso y sensual de diosa madre, de sargenta victoriana del estrógeno y la fertilidad absoluta. Cuando caminaba, cada nalga de la maestra Haixa parecía tener vida propia, y era algo hipnótico de ver cómo le rebotaba toda esa humanidad enmarcada bajo una cintura tan, tan pequeña, que parecía que debajo de tanto poliéster la maestra Haixa llevaba un corsé bien apretado.
En cuarto año, Haixa nos daba clases de Latín. Imagínate, Latín. Nadie en el Madre María Santísima aprendió nada de Latín, pero todas diseñamos nuestros métodos para no tronar. Mari Casales, por ejemplo, escribía las conjugaciones a lápiz en la fórmica del pupitre de manera que se veía sólo desde ciertos ángulos. Anto Cerullo, que las tenía enormes, se las escribía en el escote, y pasaba todo el examen mirándose las tetas y escribiendo. Anto siempre tenía las mejores ideas: ella decía que, si Haixa alguna vez sospechaba algo, no le podía pedir que se quitara la camisa. De ahí saqué la idea de escribirme las conjugaciones en el muslo, por debajo de la falda. Para copiarme bien en los exámenes me sentaba en la primera fila, porque Haixa normalmente se paseaba por el salón, entonces no podía verme las piernas desde ningún ángulo. Pero debió haber sospechado algo, porque para un examen de fin de lapso se sentó en su escritorio y no se movió de ahí. Al principio traté de resolver las traducciones por mi cuenta, pero con el tiempo fui subiendo la falda buscando una a una las terminaciones de cada conjugación. No quedaba mucho para que sonara el timbre del recreo y ya tenía las piernas completamente al desnudo cuando, al subir la mirada, me di cuenta que Haixa me estaba mirando las piernas también. Pensé que ahora sí tenía la razón perfecta para expulsarme, pero Haixa levantó la mirada y cuando me vio a los ojos tuve una sensación extraña, un corrientazo fulminante me atravesó la ingle y el corto circuito me dejó con ganas de que los ojos de Haixa no dejaran de mirarme. Lo loco fue que ella no dejó de hacerlo y cuando sonó el timbre y todas se levantaron a entregar sus exámenes, yo me esperé a entregar de última, me bajé de nuevo la falda y, sin dejar de mirarla, con el cuerpo pesado como una burbuja gigante y la electricidad latiéndome desde adentro entregué mi examen mientras Haixa me miraba con una expresión contenida, como congelada. Sin respirar caminé hacia la puerta hasta que crucé el umbral. No podía creer que salí de ahí ilesa y excitada como nunca.
No me reprobó, pero desde ese día comenzó la guerra. Un día me fui por el pasillo con mi bolso para escaparme en su cara. Me pitó y me trajo a su oficina del hombro, me hizo firmar el libro de vida y recitar un salmo entero en voz alta, mientras ella fingía trabajar, pretendiendo ignorarme. Otro día me obligó a arrodillarme frente a su escritorio rezando el rosario en voz alta porque me encontró fumando en el baño abandonado. Otro día, el peor, me encontró en la salida del colegio besuqueando al hermano de Anto con la falda bien arremangada en la cintura. Al día siguiente me llamó a su oficina a primera hora: “Le recuerdo que el largo de la falda debe ser de cinco dedos por encima de la rodilla” y procedió a arrodillarse, me puso su mano en el muslo para medir el largo de mi falda y luego ahí, arrodillada frente a mí, cortó con sus dientes todo el ruedo maltrecho que mi tía le había hecho a mi falda a principio de año. Esa mañana casi me desmayé: salí de su oficina aturdida directo al baño abandonado a masturbarme como tres veces seguidas y a fumar sin respirar. Juré portarme lo peor que pudiera por el resto del año hasta volverla loca.
“Alea Iacta Est” es lo único que recuerdo de Latín. Ya ni me acuerdo quién fue el que dijo eso, si Marco Aurelio o uno de esos necios, pero Anto Cerullo adoptó la frase el día que por fin íbamos a perder la virginidad. Ya habíamos decidido Anto, Carola Serrano, Isabella Morán y yo que saldríamos de eso en los quinceaños de la hermanita de Andreina Hurtz que tenía muchos primos en el Colegio San Juan Don Bosco. Cada quien tenía que escoger a uno, darle unos besos y llevárselo a algún lado oscuro porque ninguna se iba a graduar del Colegio Madre María Santísima con el himen intacto, eso jamás. Anto escogió a uno de los de quinto porque según ella ya tendría experiencia en eso. Después de besuquearse durante todo el set de Merengue vino a nuestra mesa, le robó el ron a Carola, se lo tomó todo fondo blanco y dijo: “Alea Iacta Est, amiguis”. Todas nos reímos mientras caminó hacia su víctima con convicción de soldado romano y la vimos entrar a la casa gigante con su chico de la mano. Su determinación nos inspiró a todas y salimos a bailar con el que fuera. La siguiente fue Isa Morán, que nos pasó al lado susurrando Alea Iacta Est y todas llorábamos de risa. Mi Alea Iacta Est fue en el carro del hermano de Anto, pero no sentí ni remotamente la cantidad de adrenalina, el rush del deporte extremo que era tener a Haixa de rodillas con mi falda entre sus dientes, verle los cachetes temblar de furia con cada desacato, sentir su mirada fulminante fija en mi entrepierna, sus manos firmes marcar los cinco dedos de señorita digna de mi clase en mi muslo. Haixa desapareció antes de que acabáramos el cuarto año: se robó todo el dinero que las de quinto estaban ahorrando para su fiesta de graduación y nunca más se supo de ella.
Lo más feo ayer no fue pasar la noche entre putas en la cárcel, lo peor fue que la oficial Solórzano no apareció más. Pensé, cuando íbamos solas en la patrulla, que lograría hacer de todo eso algo realmente memorable, que de pronto esas miraditas por el retrovisor la obligarían a detenerse en algún callejón y venir a meterme mano debajo de mi disfraz de monja en el asiento de atrás con todo y esposas puestas. Obvio que se lo sugerí, probablemente se lo rogué, porque la oficial Solórzano se me antojaba como nadie, pero ni me hizo caso la Troncha Toro policial. Me esperó mientras me quitaron mis cosas y me llevó hasta la celda de las mujeres y más nunca la vi. Cuando me sacaste en la mañana que fui por mis cosas esperé encontrar, al menos, un papelito con su número o algo. Busqué en mi cartera, solo metió mano para quitarme los dólares que traía.