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Hermosillo, Sonora, 18 de marzo de 2025 (Neotraba)

De varias maneras se usa la palabra “matanza”. Con esa palabra ya estamos acostumbrados a nombrar eventos terribles que nos cuentan, o sucesos que miramos impávidos en la televisión: esas masacres y aniquilaciones de mucha gente, o bombardeos en medio de una guerra, o consecuencias de asaltos o de algunas riñas macabras. Pero no sólo eso. También usamos la palabra “matanza” –el lenguaje no deja de sorprendernos[1]– para hacer referencia a la dura faena de matar cerdos, salar lentamente, muy lentamente el tocino, aprovechar los lomos y, con el cuidado de los conocedores, fabricar embutidos como chorizos y morcillas.

En ocasiones, ambos usos de la palabra “matanza” de hecho parecen entrecruzarse, aunque lo neguemos con fuerza, o con vergüenza. Porque sí, no es raro que aprovechemos a restar horror a las acciones del primer uso, a las matanzas con numerosas víctimas. Hasta nos habituamos a responderlas con indiferencia, y con ese objetivo se acumulan disculpas como: “las bombas nucleares han hecho que una matanza se volviera impersonal. Incluso las peores masacres propagan sentimientos de indiferencia moral, como cuando llevamos a cabo acciones como salar el tocino, y aprovechamos la carne y la sangre, la mucha sangre de los cerdos para fabricar ricos embutidos”.

De seguro me equivoco. Al respecto, las bombas nucleares han cambiado poco o nada. El asesinato preciso de un conocido tal vez conmueva o alarme, al menos por algún tiempo, en general, por poco tiempo. En cambio, siempre habrá alguna gente que justifique la más horrible matanza por razones históricas o, tal vez políticas o económicas, esas benditas e irrefutables razones que –también no se deja de puntualizar– sólo desechan la hipocresía de las y los analfabetos, o de las y los débiles, esas y esos que no entienden nada o que tienen miedo de entender.

De acuerdo: desde que tenemos memoria series de matanzas no han dejado de construir una cadena que continuamente se prosigue construyendo y reconstruyendo, tanto ayer como hoy. Y, por supuesto, las más dispares memorias no han dejado de registrar hasta el menor detalle truculento de esa construcción imparable, de esas matanzas tras matanzas, a menudo formando ciclos de batallas tras batallas, que se despliegan por encima de una alfombra roja de cadáveres.

Lo que acaso debiera sorprender, y mucho de ese vendaval de horrores, es un acontecimiento, o admirable o grotesco o sublime –cada cual que elija el adjetivo que prefiera– que no se ha detenido, que ha proseguido sucediendo tanto como el sin fin de las matanzas. ¿A qué me refiero? Desde la Antigüedad raramente se ha omitido comunicar, expresar, representar… la brutalidad más cruel y desenfrenada en versos que son claros y memorables, o en prosas disciplinadas y no menos memorables que los más diversos pueblos guardan con inmensa gratitud en sus memorias. No sólo eso: poco a poco esos cantares o narrativas retóricamente bien organizadas de matanzas heroicas se han ido trasmitiendo de pueblo en pueblo.

Mario Bellatin. Foto por Óscar Alarcón.
Mario Bellatin. Foto por Óscar Alarcón.

Pero no sólo eso sorprende. Además, en medio de esos versos o de esas prosas que derrochan limpidez, también se recuerdan y magnifican sus afueras. De ahí que se multipliquen los huecos que aluden a lo muy otro de las matanzas. Se subrayan, así, esos espacios en donde por un tiempo se suspenden, o quizá se olvidan, los horrores de las matanzas, y como si no hubiera sucedido ningún daño, se recomienza: se vuelven a realizar las ceremonias centrales de la vida.

Alocadamente, no cabe la menor duda, muy alocadamente, de pronto recuerdo uno de esos huecos en el suceder de las matanzas tal como lo canta y lo narra un viejo colega de Mario Bellatin. En efecto, en esos ciclos de batalla tras batalla, que es uno de esos ciclos apasionadamente celebrados de matanza tras matanza, de pronto ese viejo colega de Bellatin detiene el ciclo y nos enfrentamos con un afuera. Y, entonces, por ejemplo, Héctor se reencuentra con Andrómaca. Y a esos pocos minutos de paz, los viven juntos, los sufren unidos, mientras se dicen adiós.

Bellatin, a la vez que prosigue las narraciones de matanzas de sus viejos colegas, difiere en gran medida con sus sombras. Su versión desplazada de los ciclos de matanzas tras matanzas no confía en que la gente esté todavía dispuesta a escuchar o leer durante horas esos ciclos suntuosos de gloria ensangrentada. Ahora hay televisión con programas “Es la hora de opinar y redes sociales y casinos y liquidaciones de ropa a bajo precio y divertidos shows políticos y otras urgencias que entretienen la atención”.

Por eso, Bellatin[2] rompe los venerables ciclos antiguos en vulgares pedazos y nos ofrece 332 fragmentos de matanzas. Son pedazos divididos en últimos principitos –usted tiene que adivinar, lectora o lector, por qué no se trata de una mera broma sobre los principios últimos– y otros tantos placeres –que también ustedes tendrán que adivinar por qué se trata de tales.

Sin embargo, hay otra diferencia, igualmente mayor, con los antiguos ciclos de matanzas heroicas. Ya no hay adentros ni afueras, ni males graves y triviales: en el libro de Bellatin todo es un girar que no se detiene, pero que es un girar hacia adentro, un girar que irrita mezclando entre sí los más diversos adentros y afueras y los males diversos males y casi males. Por ejemplo, copio enteramente el principito 149:

Cuerpos inmaculados. Impolutos. De esa manera serían entregados a la nada. Rodeados de fantasmas sacros. De cirnecos del etna. De operaciones de cáncer. De amputaciones cotidianas. De intervenciones quirúrgicas. De mutilaciones. Exquisita la desnudez de aquel que se envuelve en una víbora. Del que se recluye en cabinas de películas porno.

Cuerpos entregados a la nada, amputados, mutilados por el cáncer o las cabinas de porno: para la matanza posmoderna –eso dicen– todo parece dar un poco lo mismo. Por eso, como otro uso paralelo de ese girar, girar entre la tragedia y lo banal copio uno de los placeres, el 237, que indirectamente remite a chorizos y morcillas, usos no tan trágicos de la matanza posmoderna, esos que permiten el goce de:

Una estructura similar a la que debía mantener el arte de la decoración de un cerdo. Contaba con una única manera de llevarse a cabo.

Hasta cuando Bellatin consulta a colegas recientes, incluso si interroga a colegas casi contemporáneos, de ahí al lado y que merodean por las playas uruguayas de Santa María, el texto, y el autor con el texto, no dejan de girar. Porque al parecer nada está determinado, ni la seguridad que padece una enferma, ni las palabras que por ninguna causa dejan de empujar el carrusel de Bellatin. Leo los placeres 242:

Estaba segura de no sufrir un mal determinado. Es lo que intentaba expresarle al doctor braunsen. Era más bien una serie de pequeños malestares. De indisposiciones superpuestas que al amontonarse creaban una situación complicada.

Sin embargo, entre tantos fragmentos dispares, irritantemente dispares ¿deambulamos ya en un tiempo que, porque está hecho de superpuestos de tiempos que abruman, es un tiempo sin claves, como afirma una poeta en algún barrio perdido de Santa María? Con énfasis, el relativamente largo principito 273 lo niega. Leamos sus primeras líneas que afirman:

Ya encontré una clave. La hallé de manera clara una mañana de verano en la azotea donde se ubicaba el gabinete del doctor brausen. El secreto puede estar en la escritura siempre y cuando se asuma en su carácter profético.

Claves, claves luminosas u opacas… Pero ¿qué clave encontrada es ésta del principito 273? Sí, ¿qué clase de viejas profecías podemos concluir de esta escritura que gira y gira, cada vez más hacia adentro, hacia el vértigo rapaz e impredecible que parece atragantarse con cualquiera de todos los diversos afuera?

Mario Bellatin. Foto por Óscar Alarcón.
Mario Bellatin. Foto por Óscar Alarcón.

Sin embargo, cuidado: ¿no hay acaso también en la escritura de Bellatin huecos en medio de las matanzas de tanta gente y de tantos cerdos? Reitero con impaciencia: ¿no es posible descubrir esos huecos que tanto nos deleitan en medio de las matanzas heroicas que se cantaban en la Antigüedad, huecos de paz que con tanta eficacia dosificaban los viejos colegas de Bellatin?

Por supuesto que en la escritura de Bellatin existen esos huecos. Más todavía, en Bellatin a cada paso, en medio de los ciclos de matanzas o de pseudo-matanzas se multiplican los huecos. Por ejemplo, en este libro la lectora o lector tal vez introduzca, imagine, descubra… uno de esos huecos, por ejemplo, cuando en un Salón de Belleza de los arrabales, por unos minutos, halle o suponga reencuentros maravillosos. Y no cabe duda: a esos pocos minutos de paz, eneida nieblas, el doctor braustein o brausen, qué sé yo, Bellatin y Onetti, también los viven juntos, los sufren unidos, mientras se dicen adiós.


[1] En efecto, el lenguaje y quienes lo usan o abusan de él, no dejan de sorprendernos. Extrañamente con las palabras “La matanza” a lo largo del continente se han nombrado a no pocos barrios, desde la Argentina hasta México.

[2] Mario Bellatin, La matanza. Últimos principitos. Colección Microgramas, Universidad de Sonora, 2024


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