La pinche lluvia de agosto
Un cuento de José Salvador Ruiz donde se mezclan la lucha libre, la frontera, policías mexicanos y policías gringos. ¿Qué podría salir mal?
Un cuento de José Salvador Ruiz donde se mezclan la lucha libre, la frontera, policías mexicanos y policías gringos. ¿Qué podría salir mal?
Por José Salvador Ruiz
Mexicali, Baja California, 25 de agosto de 2023 [00:01 GMT-7] (Neotraba)
El Tornado del Desierto inició con una llave de judo. Quiso someterme con un candado. Forcejeamos por unos segundos hasta que me libré. Volvimos al centro del ring y lo atrapé con un candado al brazo. Apreté fuerte, más fuerte de lo que el cabrón esperaba. Podía leer su dolor por su mirada de sorpresa cada vez que ponía fuerza sobre su hombro. Empujó su cuerpo hacia las cuerdas y su zapatilla se aferró a ellas. El Pasitas, el viejo réferi aliado de los rudos, me ordenó soltarlo. La gente empezó a chiflar y a mentarle la madre. El Pasitas recibía ambos con gusto, eso significaba que estaba haciendo bien su trabajo.
Me acomodé de nueva cuenta en el centro del ring. Levanté los brazos invitando al Tornado a entrar en un llaveo, pero el puto me dio un cachetadón en la cara con la mano abierta. Me atarantó un poco, pero me recuperé pronto y le respondí con un manotazo en el pecho. Nos dimos cachetadas al tú por tú hasta que me dio una patada en la panza. Caí de rodillas. Me tomó de la nuca y empezó a jalar las agujetas de la máscara. Me levantó jalándome de la máscara y a medio camino me acomodó un gancho al hígado. Me doblé sin caer al piso. Aprovechó mi debilidad para levantarme en vilo y aplicarme una quebradora. Ya se había encabronado. Ahí tirado me pateó en varias ocasiones. Me empujó hacia fuera del cuadrilátero y se deslizó por debajo de la primera cuerda. Cuando estaba abajo caminó hacia la primera fila de butacas. Cogió una silla de lámina y la suspendió en el aire. Pidió la aprobación del público. La gente lo abucheó. Entonces el puto me la estrelló en la cabeza. Sentí que empezaba a salir sangre y escurría por la botarga que cubría mi cuerpo. El Tornado me tomó de la nuca y me estrelló contra el poste del cuadrilátero. Quedé tendido en el piso.
El Tornado se subió y el Pasitas inició el conteo. Me hubiera gustado quedarme ahí un rato más, pero ese no era el trato. Pensaba en el dinero que me había prometido el Pocho Canizales. Seguro ya todas las apuestas estaban en la taquilla. Una señora se acercó para ayudarme a ponerme de pie. El Pasitas seguía su conteo. Me levanté y subí con ayuda de las cuerdas y de algunas personas que me empujaban de las nalgas. El hijo de puta del Tornado me volvió a aplicar una quebradora en cuanto estuve sobre el ring. Cuando estaba tendido en la lona dejó caer todo el peso de su cuerpo sobre mí con un codazo de por medio. Me aplicó una llave a ras de piso y logró que mis hombros y espalda tocaran la lona. El Pasitas se tiró al piso y contó los tres segundos más rápidos de la frontera. No protesté. Necesitaba descansar. Yo no me había preparado para esta pelea.
*****
Arnoldo Arréchiga vio, a través de su ventana, cómo la lluvia anegaba el patio de la Comandancia. La pinche lluvia de agosto, pensó. Recordó a su padre completamente ebrio, venía de perder hasta la camisa en El Casa Blanca, un casino, prostíbulo y fumadero de opio en La Chinesca, el barrio chino de Mexicali. Tenía un juego de cartas sobre la mesa, una botella de tequila y una Smith & Wesson. Barajaba las cartas con destreza a pesar de su estado. Las partió, las volvió a juntar y las puso sobre la mesa. Tomó la botella del cuello y dio un trago. Carraspeó y se limpió la boca con la manga de su camisa. La lluvia se convirtió en granizo y a su padre le pareció apropiado pensar en una fiesta de casquillos cayendo sobre el techo de teja. “¿Oye eso, m’ijo? Es la pinche lluvia de agosto. Si hubiera sabido que llovería no apostaba. En este puto desierto solo llueve en agosto. Se cae el cielo unas horas y luego todo queda como si nada. De los 31 días de agosto va a llover uno o dos, después ni los meados de Dios nos caen. Nunca apueste en agosto, m’ijo, su lluvia es de mala suerte”. Eso fue lo último que le dijo antes de volarse la cabeza cuando empezaron los gritos y golpes sobre la puerta. Afuera, Arréchiga vio a un hombre de gabardina caminar hacia su oficina. Saltaba los charcos que la lluvia había sembrado en la calle. Al saltar, su gabardina se abría y dejaba ver el saco azul marino y la corbata roja del visitante. No estaba de humor para recibir agentes de otras dependencias, no solo por la cruda que estaba seguro dejaría secuelas permanentes en su cerebro, sino porque la noche anterior había perdido cinco mil dólares en el casino chino. ¿A quién se le ocurría apostar en martes 13 y con la lluvia de agosto? Pero es que estaba seguro que el hijo de puta de Pancho Chao estaba blofeando. Y no era mala mano la que tenía; un full de jotos. Lo peor de todo es que había que pagar pronto y ni él mismo, que era el jefe de la policía, se salvaba de sus acreedores, por lo menos no de este acreedor. Pancho Chao era el socio del gobernador en ese casino clandestino que se escondía en el sótano del Hotel Imperial en el barrio chino. Arréchiga levantó la bocina del teléfono cuando Norma, su secretaria, le notificó de la llegada del visitante. No fue necesario que Normita le revelara la identidad del forastero para saber dos cosas de él: era extranjero y policía. Lo supuso gringo y lo confirmó cuando abrió la boca. Llevaba un bigote recortado con cuidado, demasiado, para el gusto de Arréchiga que no ponía atención a esos cuidados. El rostro afilado, el mentón tenso, el andar rígido y el corte casi a rape le sugirieron un pasado militar. Seguramente había estado en la guerra de Corea. No tendría más de treinta años, así lo anunciaba cierta lozanía en su rostro afeitado. “Agente Robert Hughes”. El hombre se presentó con un saludo respetuoso y un español corrompido por una irritante cáscara sajona. El comandante Arréchiga, jefe del Departamento de Policía de Mexicali, lo estudió sin abrir la boca. El gringo le mostró su placa del Departamento de Policía de Chicago.
—No le alcanza esa placa, amigo, Chicago está muy lejos —dijo el jefe de la policía.
El visitante permaneció de pie.
—Es no visita oficial, pero necesita ayuda para capturando peligroso asesino —respondió el visitante llevándose entre las patas gramática y sintaxis.
Arréchiga le ofreció asiento con un movimiento de la mano.
—¿Asesino, dice usted?
—Yes, bien mucho peligroso.
—¿A quién mató?
—Dos policías en banco.
—¿Banco? —se interesó el jefe de la policía. —¿Cuánto robó?
—Más 100 mil dólares.
—Fiuuuu, eso es mucha lana. ¿Cuándo pasó eso?
—Ya tres años pasados.
—¿Y cree que está aquí en Mexicali? Con cien mil dólares yo estaría en Acapulco.
—Sí, es en Mexicali. Está un wrestler…un luchador de máscara, allá en Chicago era el Aztec Eagle. Una persona reconoció por tattoo que hizo después de herida de puñal en cárcel —dijo señalando la espalda a la altura del hombro.
—¿Y esa “persona” llamó a Chicago?
—Sí, llamó —respondió el agente.
—Querrá decir un espía, llámeles por su nombre que sabemos que a su país le gusta andar de metiche en todas partes.
—No es espía, trabaja en migración en Caléxico, pero tres años pasados vivía en Chicago y también allá le gustó la lucha —explicó el norteamericano.
—Si así quiere jugar su carta —dijo Arréchiga. —No es por ofender, amigo, pero ¿por qué mandan a un chango y no a un gorila si el paisano es tan peligroso?
El gringo enarcó las cejas.
—¿Que por qué no mandaron a uno del FBI o de la CIA? —Aclaró.
—Ya dije, es no visita oficial. Solo Chicago Police Department.
—¿Y qué quiere que hagamos nosotros?
El gringo tensó el rostro, sus ojos no perdían de vista al hombre de estómago abultado, bigote grueso y calva disimulada por un mechón que sobrevivió el apocalipsis capilar.
—Capturarlo, pero mucho discreción —dijo el gringo.
—Para eso se necesita orden de arresto, amigo.
—No orden de arresto, solo mil dólares —dijo el agente Hughes mostrándole la foto del prófugo.
—Ya nos vamos entendiendo. Usted quiere que lo levantemos y se lo entreguemos envuelto en papel celofán para que usted pueda darle su despedida. ¿Luchador, dice usted? —dijo Arréchiga y tomó el teléfono. —Normita, localíceme a Moreno y dígale que venga en chinga.
Colgó la bocina sin esperar respuesta de su secretaria. El jefe de policía descansó su cuerpo en el respaldo del asiento. Tomó un cigarro de su saco. Le ofreció uno al visitante, pero éste lo rechazó. Lo encendió con un mechero que reposaba en el escritorio.
—¿Y dice usted que mató a un par de policías? Suena peligroso. Es muy arriesgado entonces —dijo Arréchiga.
El gringo entendió que era su oportunidad. Metió sus manos al bolsillo interior de su saco y puso un sobre que con un fajo de billetes sobre el escritorio. El comandante acercó su cuerpo hacia el escritorio.
—Cinco cientos dólares, otros cinco cientos cuando tengo a mi hombre —dijo el gringo.
—¿Cinco cientos? —Preguntó Arréchiga desconcertado. Tomó el sobre y contó los billetes. —¡Ah! Quinientos verdes —dijo.
—Sí, perdona mi español.
El teléfono interrumpió la conversación.
—¿Quién es, Normita? No se identificó, señor, pero habla como chino y dijo que usted le debía una llamada. ¡Pásemelo! —el comandante carraspeó y respiró profundo. —¿Cómo está, don Pancho? …No, cómo cree. Nada de esconderme. Usted ya sabe que yo siempre cumplo…este fin de semana, sin falta, así será —colgó con fuerza el teléfono.
El gringo notó la contrariedad del rostro en el comandante quien parecía haber olvidado su presencia. Dio una calada profunda a su cigarro y abrió un cajón de su escritorio.
—¿Problemas? —Preguntó el gringo.
Arréchiga detuvo momentáneamente su brazo, luego continuó y sacó una botella de whisky con dos vasos.
—Aquí siempre hay problemas, agente… ¿cómo dice que se apellida?
—Hughes, comandante.
—“Jius”, pues —dijo Arréchiga.
El teléfono volvió a timbrar. Antes de levantar escanció whisky en ambos vasos.
—¿Quién es, Normita?
—Moreno, señor. Ya está aquí.
—Hágalo pasar.
Por la puerta atravesó un hombre alto y grueso, de rostro ennegrecido por el sol y la conciencia. Llevaba un traje que debió haberle quedado bien diez kilos antes. Arréchiga le presentó al norteamericano y Moreno le estrechó la mano. El gringo sintió una piedra áspera apretando su mano.
—Este es Moreno, en realidad es prieto el hijo de la chingada, pero lo salva su apellido.
Un par de carcajadas sincronizadas salieron de las bocas de Moreno y Arréchiga. El gringo entendió que debía reír, pero no supo por qué.
—Aquí Moreno quiso ser luchador y conoce a todos los jotos esos con máscaras y mallas.
El agente Hughes solo se limitó a sonreír.
—A ver, Moreno. Aquí el agente “Jius” dice que hay un luchador que se llama… ¿cómo dice que se llama?
—Dr. Silencio —dijo el gringo.
—Eso, ¿lo conoces, Moreno?
—Claro, Comandante, cómo no, es el más fregón ahorita. Es mudo el amigo, por eso se puso así —dijo Moreno.
El comandante le mostró la fotografía.
—¿Es el mismo?
—No lo he visto sin máscara.
—Es no mudo, pero sí es misma persona —dijo el americano.
—¿Cómo lo sabe? —Preguntó Moreno.
—Dice que tiene un tatuaje en la espalda, que le cubre una herida de puñal, ¿te acuerdas de ese detalle?
—No, el Dr. Silencio usa butarga y yo no soplo nucas. Ahí sí no sabría decirle, comandante.
—No se haga el disimulado, Moreno, si hasta acá se le escurre el agua de la canoa.
El judicial intentó fingir un mohín divertido ante la carcajada de su jefe, pero de no haber sido su superior habría mandado al hospital con un solo madrazo. Arréchiga notó la sonrisa fingida y el mentón tenso de su subordinado.
—No se enoje, Moreno. Tómese una con nosotros —dijo el comandante abriendo el cajón y sacando una taza de café. —Aquí el güerito este dice que este viernes pelea el Dr. Sordo ése.
—Dr. Silencio, comandante —Corrigió Moreno.
—Eso dije. No sea insubordinado. ¿Qué va a pensar el amigo Jius?
—Lo siento, comandante. Sí, pelea el viernes y se va apostar mucha lana porque es máscara contra máscara.
—¿Cómo, hay apuestas en las luchas? Pensé que todo era un circo —dijo Arréchiga.
—Sí, hay apuestas y se gana buena lana. El Dr. Silencio es el favorito, no hay pierde si le apuesta a él.
Arréchiga se mantuvo en silencio por un momento. Vio al agente Hughes que esperaba una decisión.
—Bueno, pues no se hable más. Brindemos por la cooperación internacional —dijo Arréchiga.
Los tres bebieron su whisky y se vieron en un silencio incómodo.
—Esta misma noche arrestamos al mudo ese, agente “Jius”. Luego pasamos por usted y los llevamos a un lugar muy discreto para que arregle sus asuntos.
El norteamericano abrió los ojos, inquieto por la presencia de Moreno.
—¡No pele así los ojos, “Jius”, Moreno es de confianza! Él nos va a ayudar en este trabajito. ¿Dónde se está quedando?
—En Hotel Cecil —respondió el americano.
—Pues pasamos por usted a la medianoche, espérenos en la puerta del hotel, no es bueno que nos vean entrar.
Hughes se despidió y salió de la oficina. Los dos policías lo vieron salir con paso lento.
—¿Oiga, comandante, no podríamos arrestarlo después de la pelea? Yo ya le aposté a que ganaba.
—Descuide, Moreno. Se me ocurre un negocito que me va a ayudar a salir de un problema, pero si quiere un consejo, retire su apuesta.
El Pasitas nos llamó para la segunda caída. Miré en dirección de la puerta principal del Gimnasio donde estaba la taquilla, no se miraba movimiento anormal, así que supuse que aún no pasaba nada. En las butacas de primera fila el mentado comandante Arréchiga seguía la pelea fumando como condenado, junto a él estaba el chino Pancho Chao mirando indiferente hacia el ring. El tal Moreno bebía cerveza junto a guaruras chinos. Por un momento pensé en el final de la pelea. No parecía haber salida. Nos acercamos al centro del ring nuevamente, pero esta vez no perdí tiempo con el llaveo. Le metí un putazo recto en el mentón y lo sacudí bonito. El Pasitas se quedó pasmado, no sabía cómo reaccionar ante el cambio del guion. Arremetí con una tanda de cachetadas al pecho y al cuello. El Tornado estaba a punto de caer, lo tomé de la cintura, agarré aire y lo levanté para ponerlo de cabeza entre mis piernas. Descansé en esa posición. Los brazos del Tornado se movían pidiendo que lo bajara, cuando vio que no lo haría intentó acomodar sus piernas en mis hombros. No lo dejé, le aplicaría el martinete en pleno. El griterío de la gente me alentaba. El Pasitas había salido de su asombro y me pedía que lo dejara ir. Decía que me iba a descalificar por el puñetazo. Sabía que no podría hacerlo, la pelea tenía que irse a tres caídas. Tomé impulso y después de un salto caí a la lona. El Tornado quedó tendido sin moverse. Me puse de pie, le pregunté al público qué hacer. “¡Máscara! ¡Máscara!” Gritaba la raza enardecida. El Tornado apenas empezaba a recuperarse. Fui hacia él y lo tomé de la máscara. Empecé a morderle a la altura de la cabeza y logré rasgar la máscara. El Pasitas intentaba detenerme. “¡Máscara! ¡Máscara!” Pinches gritos eran como gasolina al fuego. Me hacían olvidar que debía pelear como técnico. Sentí los brazos del Pasitas en mi cuello a manera de llave. “Cabrón, estás poniendo nervioso al comandante”. Me apartó del Tornado y luego me soltó. El Tornado logró levantarse. Me acerqué a él y le arrimé un madrazo en el pecho. Luego lo tomé del brazo y lo impulsé hasta las cuerdas. En el rebote lo recibí con un golpe en el cuello con mi antebrazo. Cayó de despaldas. Levanté sus piernas, me acomodé para aplicarle una rana. Con mis piernas presionaba sus brazos y sus hombres estaban a ras de lona. El Pasitas no tuvo más remedio que contar los tres segundos. Chingó a su madre esta caída. Miré hacia la entrada, pero no se miraba movimiento. Pinche pocho ya me estaba poniendo nervioso.
*****
El agente Hughes bajó hacia el lobby a la hora acordada. Esperó la llegada de Arréchiga protegido de la lluvia por un toldo bicolor que cubría la entrada del hotel. La noche se caía en millones de estrellas acuosas que los faroles acentuaban. A las diez de la noche un Packard sin placas se estacionó frente al Hotel Cecil del Callejón Reforma. Se abrió la puerta trasera del auto y medio cuerpo de Moreno asomó para invitar a subir al norteamericano. Hughes reconoció al policía y se apresuró a entrar tratando de mojarse lo menos posible, pero el agua ya había invadido las baldosas y sus zapatos bucearon unos metros antes de subir al carro. Apenas había entrado su cuerpo cuando escuchó la voz de Arréchiga.
—¿Traes el resto de la lana?
Hughes miró al Moreno y al hombre que venía a su lado. Tenía las manos esposadas descansando sobre sus rodillas. Lo reconoció, era el “Bobby” Canizales, el cabecilla de los asaltabancos que en su último atraco dieron muerte a dos policías, uno de ellos era hermano del agente Hughes; el otro era el hijo del jefe del Departamento de Policía de Chicago.
—¡El dinero, “Jius”! —Insistió el comandante.
Hughes desabotonó su gabardina y metió la mano al bolsillo interno del saco. De ahí extrajo un sobre con el resto del dinero. Moreno lo tomó y se lo pasó a Arréchiga quien estaba en el asiento del copiloto.
—¿Es o no es? —preguntó el comandante.
—Yes, es Bobby Canizales —confirmó el gringo.
—Dale rumbo a La Laguna Salada —ordenó el Comandante al chofer.
El Packard avanzó remando entre las calles inundadas. La lluvia tamborileaba sobre la capota del carro supliendo el diálogo mudo que se había asentado en el interior. Fue Arréchiga quien rasgó el silencio.
—Bueno, pues ahí lo tiene, “Jius”. Mañana regresa a Chicago rindiendo buenas cuentas. Pero fíjese que sí ha de ser mudo porque por más que le testereamos la cara no nos dice qué hizo con el dinero del banco.
—What about your accomplices? —preguntó el gringo al luchador.
—A ver, a ver. Nada de inglés que es de mala educación —protestó Arréchiga.
—¿Tus parejas de crimen? ¿Dónde son? —Volvió a preguntar el gringo en español menguado.
Robert, el “Bobby” Canizales permanecía callado.
—¡Te están hablando, cabrón! —Gritó Moreno y la cachetada provocó que el rostro del luchador se estrellara con el cristal.
Un pequeño tajo en el párpado dejó salir un hilo de sangre. El trayecto hacia la Laguna Salada continuó con el interrogatorio fallido. El gringo insistía en conocer el paradero de los cómplices del asalto bancario, pero el luchador no hablaba. Arréchiga le preguntaba sobre el dinero de aquel asalto, dónde había metido cien mil dólares, no pudo habérselos gastado en tres años. Entre preguntas y puñetazos llegaron al camino vecinal que los llevaría a la Laguna Salada. La supuesta laguna era el panteón preferido de Los Chemitas, los hombres del gobernador Braulio Maldonado, y de todos aquellos que tenían estorbos de carne y hueso. Habría que adentrarse varios kilómetros para encontrar agua, en realidad era un desierto arenoso que se tragaba cualquier evidencia y escollo que pudiera presentarse. La lluvia no les permitió adentrarse mucho en el camino fangoso. El Packard quedaría varado si continuaba así que Arréchiga ordenó detenerse.
—A ver Moreno, ahí en la cajuela hay unas palas, que te ayude Ramiro —dijo el comandante apuntando al chofer.
—¡Que lo haga el gringo, comandante! Este traje apenas me lo he puesto tres veces —protestó Moreno.
—El agente “Jius” pagó por el paquete “todo incluido”, no se le puede quedar mal.
Moreno y el chofer bajaron sin protestar más.
—Ahí lo tiene, ¿trae con qué quererlo o se le olvidó su arma? —Preguntó el Jefe de la Policía.
Hughes sacó un revólver Colt de su sobaquera.
—Momento, momento, dijo Arréchiga.
El rostro del luchador palideció, sus ojos querían huir de sus cuencas.
—Cuando esté listo bajamos y le mete los tiros que quiera, pero no con su pistola. Aquí le conseguí una que no se puede rastrear, me extraña que sea tan atarantado —dijo el comandante mostrándole una Smith&Wesson 38 Special —Ahorita nomás terminen de hacerle la camita al amigo este salimos y le revienta la cabeza. A ver, usted Dr. Muertito, ¿no quiere desembuchar algo antes de que se lo lleve la calaca? De perdida pida perdón por haberle matado a sus compas.
—We didn’t plan to kill no one, ése —dijo el luchador mirando al policía gringo.
—¡Ah! Sí habla el mudo, pero hable en español, cabrón. —Dijo Arréchiga.
—No queríamos matar a nadie. The cops empezaron a disparar.
—Well, now you are going to die, motherfucker —dijo el gringo apuntando su revólver al rostro del luchador.
—¡Español, cabrón! —Volvió a recordarle el comandante.
—¿Dónde están tus partners?
—No sé, we split después del bank job. Martín murió por las wounds y lo enterramos afuera de Chicago. El Chichí se fue pa’l sur de México, that’s all I know.
—¿Y el dinero? —Preguntó Arréchiga.
—No hay dinero. It was only diez mil dólares, el Chichí y yo lo hicimos split in half y nos largamos. The bank mintió, no robamos a hundred grand solo diez mil.
—You fucking liar son of a bitch! —Gritó el gringo y le terminó de abrir la ceja con el mango del revólver.
—Tranquilo, güero. A ver, vamos saliendo pa’fuera. Parece que ya le terminaron la camita a este amigo.
Los faros del Packard mostraban las figuras de Moreno y Ramiro cavando un hoyo en la arena. Habían dejado sus sombreros y sacos en el carro. La lluvia no cejaba. La puerta del Packard alertó a Moreno y al chofer.
—¡Buen trabajo, muchachos! —Dijo indiferente ante el aguacero. —Con eso está bueno.
El gringo empujó al luchador hasta la orilla de la tumba improvisada. Arréchiga intercambió armas con él.
—Tome, con esta no dejará rastro.
El gringo apuntó a Bobby Canizales con la 38 Special.
—This is for our brothers, motherfucker —dijo al tiempo que jaló del gatillo.
Un clic solitario compitió con el ruido de la lluvia al caer sobre el Packard. El agente Robert Hughes se dio cuenta demasiado tarde. El disparo dio justo en su cabeza y lo lanzó hacia el interior del hoyo. El Dr. Silencio abrió los ojos. Vio el cuerpo inerte del gringo en la fosa.
—¿Ya viste lo que acabas de hacer, cabrón? Ya ni la chingas, mataste a otro policía gringo, eso te va a mandar directito a la silla eléctrica, los gringos no se andan con chingaderas —le dijo Arréchiga al luchador apuntando hacia el cuerpo tendido. —Súbanlo, vamos a hablar de negocios.
La lluvia continuó durante el trayecto de regreso a la ciudad. Moreno emitía chasquidos cada vez que miraba su ropa empapada.
—¿Usted sabe quién es Pancho Chao? —Preguntó Arréchiga al luchador.
—Everybody in Mexicali knows who that bato is. Es un fucking chino.
—Sí, pero no es cualquier pinche chino, es el único chino compadre y socio del gobernador de nuestro estado libre y soberano. Al señor Chao le debo un dinerito porque tuve una mala noche en su casino y esa deuda debo pagarla pronto si no quiero acompañar al gringo que acabamos de dejar en la Salada. Usted dice que ya no tiene el dinero del banco, le creo, porque quién chingados se roba cien mil dólares y se vienen a vivir a este pinche culo del diablo. Aquí Moreno me dijo que usted tiene una lucha muy chingona este viernes, que dizque va a apostar la máscara y que está arriba en las apuestas. El asunto es sencillo, usted me debe su vida y me va a pagar con su máscara. Esa noche va a perder esa lucha, yo gano mucha lana, pago mi deuda y hasta me queda un guardadito. De ahí usted se puede ir libre. Cuando vengan los gringos a buscar a su compa, porque van a venir, se lo garantizo, pues les decimos que se hizo humo.
—It sounds like a fair deal —dijo el luchador.
—¡En español, pinche Dr. Pocho!
—Que el deal está justo.
—Pues aunque no lo fuera, ya se chingó.
—But, ¿qué pasa con Tornado?
—¿Quién? —Preguntó Arréchiga.
—Es el otro luchador —dijo Moreno.
—¡Ah! Pues le vamos a pasar el mensaje. Seguro se va a poner contento de no perder su máscara. Otra cosa, vamos a pasar a su casa por sus cosas y luego se vas a hospedar en un hotel. No quiero que le agarren ideas de escaparse. Aquí Moreno le va a hacer compañía estos dos días.
—¡Pero comandante…! —Protestó el judicial.
—No la hagas cansada, Moreno. Tú y Ramiro se van a turnar. Lo van a llevar al gimnasio, le van a velar el sueño y hasta limpiar el culo si es necesario, pero nadie va a arruinar la apuesta. ¿Dónde vive, señor luchador?
—En Pueblo Nuevo.
—Pues pa’ Pueblo Nuevo, pícale, Ramiro.
Antes de que el Pasitas nos llamara a la tercera caída se acercó a mi esquina el judicial prieto, el mismo que acompañó al Pocho Canizales al gimnasio estos días y el que esperaba fuera del baño cuando salí. “No se te vaya a olvidar el trato, Dr. Silencio. Ahí te está echando porras el comandante”, me dijo apuntando hacia la primera fila. “No se me ha olvidado”, le respondí. El judicial se me quedó viendo, me pareció que había notado el cambio, pero el Pasitas nos llamó al centro del ring y me alejé de la esquina. El judicial se quedó ahí parado sin regresar con el comandante. En el centro del ring subí mis brazos para invitar al Tornado a llavear. Nos trenzamos. “No te quieras pasar de rosca, cabrón porque nos lleva la chingada a los dos”, me dijo. Yo los había visto ensayando la lucha desde que me propuso el trato Canizales, solo era cuestión de cambiar la última caída, o sea ésta. Los promotores y la Comisión de Lucha habían decidido que perdiera el Tornado porque el Dr. Silencio arrastraba muchos seguidores y su fama había llegado hasta el D.F. Tenía jalón con la gente y un promotor chilango les dijo que el Santo quería pelear con él. El Tornado no se quedaba atrás, pero como era rudo no le afectaría tanto perder la máscara, a veces les ayuda incluso. Nos trenzamos llaveando en el centro del ring. Lo sometí y lo llevé a la lona. Nos quedamos así unos segundos hasta que se liberó. Cuando estuvimos de pie me tomó de la cabeza y me aplicó una llave al cuello. Estuve a punto de zafarme, pero me dio un puñetazo en los bajos que el Pasitas fingió no ver. Caí de rodillas. El Pasitas hacía como que le preguntaba al público qué había pasado. La gente protestaba, el réferi volvía a lo suyo. Mientras tanto el pinche Tornado se despachaba de lo lindo con patadas al pecho y la espalda. No quería sorpresas. Me levantó para aventarme hacia las cuerdas y en el rebote me recibió con una filomena. Luego pidió una silla a la gente de la primera fila. El judicial prieto fue el cabrón que le hizo caso y se la pasó. El Pasitas pretendía querer detenerlo, pero el Tornado lo hizo a un lado y me estrelló la silla en la cabeza. Sentí que empezaba a correr sangre. Apenas pude levantar el rostro cuando un segundo sillazo terminó por abrirme la máscara. El Tornado retaba al público, por lo menos eso supuse por los gritos y mentadas de madre que recibía. Pinche Pocho Canizales no se apuraba. Apenas ahí tendido a punto de recibir un tercer sillazo pensé en lo que debí haber pensado antes de aceptar este trato. ¿Y si el cabrón nomás me usó para escaparse? El sillazo terminó por debilitarme. Sentí cómo el Tornado me levantaba, me colocaba sobre sus hombros y empezaba a dar vueltas. Fui a dar de espaldas en la lona. Vi al Tornado subirse a las cuerdas de la esquina y tomaba posición de vuelo. De nuevo se dirigió a la gente y le llovieron mentadas de madre. Se lanzó hacia mí desde la tercera cuerda, pero alcancé a rodar mi cuerpo hacia un lado. Cayó de hocico. Como pude me levanté, tomé la silla y le sorrajé un madrazo en la cabeza. La gente se puso de pie, el griterío olía la sangre, la mía y la del Tornado. A estas alturas el temor de que el Pocho Canizales ya iba rumbo a Tijuana con el dinero de las apuestas se tornaba más real. Cuando le di la pistola y las llaves de su carro en el baño de los vestidores me dijo dónde recoger mi parte y que esperara la señal para escapar. Él se puso mi máscara del Sacristán del Diablo y yo la suya. No me gustaba usar botarga, pero tuve que hacerlo porque notarían que no tengo ni tatuaje ni herida. ¿Qué señal? Le pregunté al Pocho Canizales y nomás dijo: You will know. A mí se me hace que la señal es “ya te jodiste, hazle como puedas para salir de ésta por pendejo”. Y así decidí hacerle, en ese momento pensé que lo mejor sería ganar esta caída para que no me quitaran la máscara y no se dieran cuenta del cambio. Me senté sobre el cuerpo inerte del Tornado y le apliqué la de a Caballo, con esa llave había visto a El Santo rendir a muchos rivales. Jalé más fuerte hacia mí su cabeza y el Tornado agitaba sus manos a manera de rendición. El Pasitas no sabía qué hacer, pero si no paraba la pelea le iba a chingar la columna. Por el rabillo del ojo vi que alguien se subía al ring. Era el judicial. No sé qué fue primero; su puntapié sobre mi rostro o el disparo que causó el alboroto; era la señal, pensé antes de caer casi desmayado.
*****
Desde la puerta de acceso a la taquilla de El Gimnasio de Mexicali se escuchó un disparo. Seguido de otro; otro más. La gente obedeció instintos disparejos. Unos se tiraron al suelo, otros corrieron hacia las puertas de salida, otros más solo gritaban desaforados. El comandante Arréchiga se puso de hinojos y sacó su arma viendo hacia la puerta de la taquilla. Alcanzó a ver la figura de un hombre enmascarado cargando un bolso de lona y sosteniendo una pistola bajo la puerta de salida. El hombre lo veía y solo cuando sus miradas se encontraron se levantó la máscara e hizo un disparo más al aire antes de salir corriendo. Arréchiga volteó hacia el ring donde Moreno se resguardaba en la lona con su pistola desenfundada. ¡En la puerta, Moreno, en la puerta, chingada madre! El judicial oyó al comandante, volteó hacia la puerta de entrada, pero solo vio a la gente arremolinándose para escapar. El Tornado permanecía en el suelo protegiendo su cabeza con los brazos en espera de más tiros. El Pasitas, desafiando su edad, saltó por entre las cuerdas y corrió siguiendo al resto de la gente. En la lona del ring, el Sacristán del Diablo se incorporó lentamente, aprovechó el desconcierto general para meterse debajo del ring. Se quitó la máscara del Dr. Silencio y se puso una gabardina que había dejado ahí horas antes. No tendría tiempo de cambiarse completamente, pero nadie se fijaría en sus zapatillas en este caos. Canizales le había dicho que pasara por su casillero antes de abandonar el gimnasio así que aceleró el paso. Alcanzó a ver a Moreno intentando llegar hacia la puerta, pero el río de gente no se lo permitiría tan fácilmente. El Dr. Silencio, antes de asaltar la taquilla, había bloqueado las otras puertas de salida y todo mundo quería salir por la principal. Arréchiga permanecía de pie con la pistola en la mano viendo hacia la puerta. Pancho Chao, protegido con el cuerpo de sus escoltas, no había dejado de fumar. Dio una profunda calada antes de tirarlo sobre la lona que cubría la duela del gimnasio. Lo pisó con fuerza.
—Mi gente te lleva a casa para que me pagues, comandante. Diez mil dólares —dijo el chino.
Arréchiga sintió la mano de Pancho Chao en su hombro al mismo tiempo que escuchaba su voz.
—Querrá decir cinco mil, don Pancho.
—Dijiste que apuesta segura, aposté cinco mil más. Alguien tiene que pagarme, en la taquilla parece que ya no hay dinero —sentenció Pancho Chao señalando hacia allá.
Dos escoltas chinos se acercaron al comandante, se apostaron a sus costados. Arriba, ya cerca de la salida, Moreno pudo observar que su jefe había perdido su última apuesta. Una sonrisa se asomó en su rostro antes de perderse entre el mar de gente que corría sin voltear atrás. Uno de los escoltas le pidió la pistola al comandante. Arréchiga, apostador irredento, sabía reconocer su derrota. Afuera se escuchó un carraspeó celeste, la tormenta no parecía ceder. La pinche lluvia de agosto, pensó Arréchiga cuando le entregó la Smith & Wesson al escolta.
—Don Pancho, le encargo que su gente use esta pistola, por favor. Es la herencia de mi padre.
El Bobby Canizales bajó de la carretera federal rumbo a Tijuana para entrar en el Cementerio El Centinela. Detuvo el viejo Chevy. Encendió una linterna de mano y contó el dinero que le correspondía al Sacristán del Diablo. Lo metió en la máscara y se apeó del carro. La lluvia de agosto se había marchado tan sorpresivamente como había llegado, pero tardarían varios días en olvidarla. Caminó hasta el interior del cementerio por el lodazal. Siguió el camino conocido hasta llegar a una tumba de yeso. Ramón “Chichi” López se leía en la lápida sucia. Quitó un azulejo falso y metió la máscara con el dinero. Se puso de pie, se persignó y caminó hacia el Chevy para luego desaparecer por la Rumorosa.