Primer corazón roto
Cuento | El primer amor nos provoca emociones nunca antes sentidas. Pero también puede representar nuestro primer corazón roto. Un relato de Graciela Matrajt.
Cuento | El primer amor nos provoca emociones nunca antes sentidas. Pero también puede representar nuestro primer corazón roto. Un relato de Graciela Matrajt.
Por Graciela Matrajt
Seattle, Estados Unidos, 11 de mayo de 2021 [00:02 GMT-5] (Neotraba)
A Gabby, Patty y Athaly.
Cultivo una rosa blanca
José Martí, “Cultivo una rosa blanca”. Versos Sencillos.
en junio como en enero
para el amigo sincero
que me da su mano franca.
Y para el cruel que me arranca
el corazón con que vivo
cardo ni ortiga cultivo;
cultivo la rosa blanca.
Lo vi por primera vez en la fila de la cafetería del liceo. Los viernes ofrecían siempre algo especial, diferente de los dulces, cacahuates y papitas del resto de la semana. Ese día servían quesadillas. La fila, muy larga, llegaba hasta la puerta y todo alrededor del mostrador era un caos. Entre gritos y risas, los hambrientos estudiantes detrás de mí me empujaban, ansiosos por pasar y recibir su pedido antes de que sonara la campana anunciando el fin del recreo.
De repente, en medio de ese tumulto y desde atrás, un brazo me pasó por encima del hombro extendiendo un billete de cincuenta pesos, estirándose como una liga para alcanzar a la vendedora y asegurar la orden. Tras el sorpresivo brazo vino una voz igualmente sorprendente que, a pesar del barullo, dijo suavemente “dos quesadillas” y dirigiéndose a mí, me preguntó “y tú, ¿cuántas quieres?”.
Yo no era alta en esa época y el dueño del brazo me ganaba muy poco en altura. Al escucharlo, volteé y descubrí un chico atractivo con aire carismático que me sonrió y me dijo “perdón por pasar encima de ti, pero tengo mucha hambre y poco tiempo”. Pasmada de que alguien como él me hubiese hablado, no alcancé a responder su pregunta cuando dijo a la vendedora: “Y agrega dos para ella”.
Seguía mirándolo boquiabierta cuando las quesadillas pasaron por arriba de mi cabeza. Él tomó el plato y me dijo “agarra unas servilletas y vamos hacia atrás donde podemos dividir la orden”. Agarré algunas y nos alejamos de la gente. Con una de ellas, él tomó sus dos quesadillas y, entregándome el plato con las mías, me dijo “soy Alex, gracias por dejarme pasar tu turno” y mientras daba una mordida se alejó y salió de la cafetería. Deslumbrada, permanecí de pie con el plato en la mano y con tal asombro que se me cortó el apetito. No alcancé a decirle mi nombre porque, cuando reaccioné, él ya había desaparecido.
En los días siguientes lo vi en el patio o en los pasillos, cada vez evitándolo, hasta que en una ocasión, por accidente, nos cruzamos. Alex me saludó y me preguntó cómo estaba, como si fuéramos amigos. ¿Y acaso, no lo éramos? Después de todo, yo le había cedido mi turno en la fila de la cafetería. Venciendo mi timidez le contesté y, a partir de ese día, dejé de esquivarlo.
El resto del año escolar siguió su curso y Alex y yo seguimos cruzándonos, intercambiando en cada ocasión algunas palabras. Durante la última semana de clases, en medio de la sobreexcitación por el fin de cursos y comienzo del verano, nos volvimos a encontrar por casualidad. La noche del viernes, último día de clases, sería la fiesta de graduación. En ese momento me percaté de que él, una generación arriba, iba a graduarse. El año próximo ya no nos cruzaríamos. Una tristeza me invadió por un momento y sentí un escalofrío recorrer mi espina dorsal. Fue cuando me dijo “¿vas a venir a la fiesta de graduación? Me encantaría bailar juntos”. Atónita, y habiendo perdido todo autocontrol, dejé escapar un “sí” apenas audible, que salió por mi garganta desde el fondo de mi diafragma… y de mi corazón.
Estaba tan emocionada que no podía quedarme quieta. Empecé a caminar por todo el patio sin dirección, topándome con amigos y murmurando “estoy feliz” o “no lo puedo creer”. Buscaba impaciente a mis amigas. Mi exaltación era muy grande y no podría esperar a llegar a casa y llamarlas por teléfono para contarles y compartir con ellas esta dicha que, en ese instante, se había vuelto lo más importante del mundo, de mi mundo adolescente, donde empezaba a descubrir las ilusiones del amor.
Pero eran más de las tres y media de la tarde y la mayoría de ellas ya se había ido a casa. Caminé hacia mi mochila, tirada en el otro lado del patio, cerca de donde Alex y yo nos habíamos encontrado momentos antes, y ahí me topé con mi amiga Katia. Sin poder contener más la emoción, y con el corazón que se me salía del pecho por toda la turbación, le conté sobre mi cita con Alex para el viernes y, saltando y gritando las dos desaforadas, empezamos a planear qué ropa nos pondríamos, cómo íbamos a ir a la fiesta, cómo nos peinaríamos.
Sería la primera vez que me pondría maquillaje y pasé todos los días siguientes probándome diversos vestidos que me prestaron mis amigas. Pasamos horas planeando cada detalle: mi atuendo, cómo me iba a acercar a él cuando llegara a la fiesta, cómo iba a bailar. Día a día la efervescencia crecía más, al punto que la noche anterior sufrí mi primer insomnio.
Finalmente llegó el viernes. Al finalizar las clases mis amigas y yo nos reuniríamos en mi casa, donde nos arreglaríamos para ir juntas a la fiesta. Cuando salimos de la escuela, Katia anunció que ella nos alcanzaría directamente allí.
Entre risas y frenesí, alboroto y caos, mis amigas y yo pasamos la tarde preparándonos. Acompañadas de música que salía de mi casetera, bailábamos con euforia, hablando todas al mismo tiempo, gritando y saltando. El piso de mi cuarto parecía un campo minado: cepillos, lápiz labial, zapatos, ropa interior, vestidos, peinetas, perfume… el todo rodeado de paredes plagadas de posters de A-ha, Madonna, Tom Cruise, James Dean.
Y después de varias horas, cuando estuvimos listas, la magia de la juventud y el júbilo de la noche lograron hacer entrar siete chicas en el coche. Y, escuchando la música de WFM Radio, manejamos rumbo a la graduación.
Cuando llegamos a la fiesta, mis amigas y yo nos dispersamos. Ellas corrieron a la pista de baile mientras yo, tímidamente, caminé con sigilo buscando a Alex. De repente, en un rincón oscuro, vislumbré a Alex y Katia, quienes, sentados en el suelo, se besaban apasionadamente. Sin poder dar crédito a mis ojos, me quedé pasmada ahí donde estaba, tratando de disimular mi conmoción.
Mi amiga, mi desleal amiga, a quien le había confiado mi gran ilusión por bailar con el chico que me gustaba y con el que había fantaseado buena parte del año escolar, me había traicionado. Se había adelantado a la fiesta para seducirlo.
Mi decepción crecía a medida que los observaba.
No podía decidir qué me rompía más el corazón: si descubrir en ese instante que perdía a una amiga, o ver desvanecerse la ilusión de estar con Alex, a quien no encontraría más en los pasillos del liceo porque esa noche se graduaba.
Como una palmera azotada por un huracán, permanecí un rato más plantada en ese lugar, disimulando mis lágrimas que silenciosamente bajaban por mis mejillas.
Después, recogiendo los pedazos de mi corazón, me dirigí a la pista de baile a alcanzar a mis amigas donde juntas bailamos, saltamos y reímos abrazadas al compás de la canción With or without you de U2.