Hellkvists
Cuento | Una tradición envuelta por el alcohol y el fuego. Las metas no cumplidas por la muerte. El peso de las decisiones erróneas. Todos merecen una segunda oportunidad.
Cuento | Una tradición envuelta por el alcohol y el fuego. Las metas no cumplidas por la muerte. El peso de las decisiones erróneas. Todos merecen una segunda oportunidad.
Por Samanta Galán Villa
Moroleón, Guanajuato, 13 de abril de 2021 [02:22 GMT-5] (Neotraba)
Promete que no lo vas a hacer, suplica mamá. Promételo. Él no se mueve. Veo su nuca desde el asiento trasero. El cabello le cubre las orejas y la boina hace que se levanten las puntas. Pienso en lo mucho que nos parecemos. En lo nefasto de eso.
No voy a hacer nada, hoy no. El bebé comienza a llorar. Mi madre se acomoda el vestido para darle pecho. Y tú, cuidadito con hacer estupideces. No te preocupes, má, respondo. Mi papá ya se llevó el récord.
Él voltea hacia mí con los ojos enrojecidos y la mano al aire. Le tiembla y está endurecida. Cálmense los dos, interviene mamá. No se falten al respeto. Hace la señal de la cruz, mirando el rosario que cuelga del espejo retrovisor. Mi padre baja el brazo, se endereza y aprieta el volante con ambas manos.
Me bajo de la camioneta sin decir más. La gente pasa junto a mí, con niños y globos en forma de perro. Desde donde estoy se puede ver la rueda de la fortuna.
Camino pateando una manzana a medio morder. Daniel la hubiera recogido y en tres segundos se estrellaría en la cabeza de alguien en medio de la feria. Hay una multitud rodeando la torre de los hellkvists. Este año, Dan iba a participar. Lo planeamos tantas veces.
Me acerco para encontrar un espacio. Oye, escucho decir a alguien mientras me jala del brazo, qué milagro verte. Mira cómo has crecido. Eres la viva imagen de tu padre. ¿Vinieron todos? Supe lo de Daniel. No es bueno guardar el luto tanto tiempo. Todos merecemos una segunda oportunidad.
Veo la cara chata del jefe de mi papá. Tiene pelos repartidos por la barbilla. Pelos blancos y negros como un dálmata. ¿Y dónde está la segunda oportunidad de mi hermano?, le contesto escupiendo a un lado de sus gordos pies. A mí no me venga con sus segundas oportunidades.
No contesta. Parece entender que no quiero escuchar sermones hasta el domingo. Sé que si le dice a mi padre cómo respondí, tendré un bofetón seguro. No me importa. Doy media vuelta y camino hacia los puestos. Hay carruseles, juegos donde revientas globos con balines. El premio siempre es el mismo: un oso que un día fue blanco.
Distingo a mi papá con mi madre del brazo. Una mujer se les acerca y mamá se toca el pecho con la mano libre y luego la cara. Mi padre se aleja arrullando al bebé. Hay un puesto de cervezas frente a él. Toma, vamos, ve. Es lo que quieres.
El jefe lo encuentra y lo saluda con un apretón de manos. Él entiende. Con golpes de espalda lo gira para acercarlo a mi madre, que ya es un mar de lágrimas. No puedo creer que esa familia sea la mía. Papá me ve. No hay gestos, no me llama con la mano y yo tampoco. Decido volver a la torre de los hellkvist.
Diez tipos hacen fila para participar. Lo que más me gusta del lago es que las luces no desaparecen. Dan me contó que los colores se forman por un químico que vertieron ahí hace muchos años. Mamá dice que es la bendición a nuestro pueblo por ser tan apegados al Señor.
Llegó la hora, todos gritan y aplauden. Un hombre sube por la escalera. El show ha comenzado. Alrededor no cabe una aguja. El hombre destapa la botella de whisky y se la vierte encima. Con una chispa del cerillo se vuelve hellkvist: un hombre fuego.
El azul de las llamas se confunde con el de arriba. El sujeto no tarda en aventarse al lago. Cae en el centro y en la superficie aparecen los colores. Naranja, verde, morado y rojo. Las ondas mueven los tonos del centro a las orillas. Los que están cerca asoman la cabeza, estirando las manos. Aplausos.
Daniel y yo seríamos los únicos de la familia en seguir esta tradición. Imagino que ese pudo ser él, que cualquiera de esos diez hombres pudimos ser nosotros y reírnos y burlarnos de mi padre porque nosotros sí sabríamos controlar el alcohol.
El hombre sale del agua, levanta las manos, saluda a los niños que se acercan. Miro alrededor buscando a mi familia, pero no los encuentro. El segundo tipo es más pesado. Trepa la escalera de metal que rechina cada vez que sube un pie. En la punta de la torre levanta las manos. Los de abajo hacemos lo mismo. Chiflidos y aplausos. Da un trago de whisky antes de vaciarse la botella. Cuando se prende, es un árbol de humo. Salta.
Tarda en aparecer, pero sus manos hinchadas agitan los colores a su alrededor. Las ondas moradas, verdes y naranjas llegan hasta la orilla. Los niños se quieren acercar para darle la mano, pero se detienen. Los silbidos y las palmas se callan para darle lugar al nuevo escándalo.
Levanto la cara para ver entre los sombreros lo que pasa. Trago saliva y me sabe amarga. Reconozco el vestido de mi madre. El jefe intenta abrazar el cuerpo bovino de papá. Por favor, detente. Lo prometiste. Mi padre avienta la botella vacía que se rompe.
El bebé llora y mamá no lo consuela. Sus ojos son como imanes atraídos por el cuerpo embrutecido. Quítense, no estorben, dice mi padre soltando manotadas. El jefe lo agarra de la camisa y recibe un derechazo. El cuerpo bofo cae entre la gente que se acerca a ayudarlo. No me muevo ni un centímetro. No puedo dejar de ver a mi padre que empuja al hellkvist en turno.
Sus pies suben los peldaños y sus manos toman la escalera como si fuera un reptil trepando una pared. Las señoras a mi alrededor dicen qué barbaridad, está borracho. Dios mío, que alguien lo detenga, llamen a la policía.
Mamá se acerca a la torre. Mira al cielo persignándose. Dos policías se acercan a ella y le ponen las manos en los hombros. Papá toma una de las botellas de whisky y la empina. En el suelo no hay ninguna piedra, ni manzana mordida que pueda aventar y de todos modos no soy tan bueno como Daniel.
Sigue bebiendo. Parece una de esas fotografías que hay en casa, de cuando éramos niños y nos llevaba a jugar béisbol al campo. Lo miro y creo que esa es la imagen que tendré de él por siempre.
Toma otra botella y se baña en alcohol. Prende un cerillo. Otro, otro. El cuarto no se apaga y queda envuelto en el fuego azul. Da vueltas, se agacha para bajar por la escalera, pero ya es tarde. La gente grita que alguien lo ayude. El tiempo antes de sufrir quemaduras ya pasó. Se avienta al aire porque no hay hacia donde huir. Es una estrella fugaz o un meteorito que chocará con la tierra para extinguirnos.
Al sumergirse en el agua, uno de los policías entra para alcanzarlo. Mamá parece un papel. El llanto de mi hermanito es lo único que se escucha en la feria. El policía sale con mi padre entre los brazos. Un soplo de aire me toca la cara y me doy cuenta de que estoy llorando.
Corro entre la multitud. Todo es borroso. Levanto las manos para no chocar, para que no estorben. Arrastran el cuerpo hasta la orilla y queda frente a mí. No tiene pelo. Su cara es carne viva y puedo verle la dentadura completa. Ya no es el mismo. Mamá se desmaya y uno de los policías carga al bebé. El jefe de mi padre se tapa la nariz, pero no soporta el olor y vomita.
No puedo dejar de verlo. Quiero reconocer al hombre al que fuimos a buscar esa noche a la clínica y que lo encontramos con la nariz rota y una venda en la cabeza. ¿Y Daniel?, le pregunté. ¿Dónde está Dan? ¿Te emborrachaste de nuevo? ¿No lo dejaste manejar? Y él sólo movió la cabeza diciendo que no, respirando como un sapo, con los ojos enrojecidos.
Lloro sin que pueda detener más el sentimiento. Me acerco a él y lo abrazo. Susurro que no se vaya, que todos merecemos una segunda oportunidad. Pego mi oreja a su pecho y siento el latir de su corazón.