Y volar.
Carlos Sánchez, autor de La ciudad del soul, libro de crónicas publicado por Nitro Press, escribe este texto que remueve los miedos de algunas mujeres en la pareja.
Carlos Sánchez, autor de La ciudad del soul, libro de crónicas publicado por Nitro Press, escribe este texto que remueve los miedos de algunas mujeres en la pareja.
Por Carlos Sánchez (por cortesía de http://mamborock.mx/)
Escuchar las noticias. Saber que una más. Ahora con un cable sobre el cuello. El último hálito.
Dicen que salió a pasear con su perro, en los campos de la universidad. Llevaba mallas verdes y tal vez eso desquició al tipo. Ella lo provocó. A quién se le ocurre vestir así. Cuando todavía no se asoma el sol.
Poner el café sobre la mesa. Escuchar la radio, donde a veces entre notas y comentarios programan canciones de amor. Escuchar la radio para irme a los días aquellos cuando sus palabras me dibujaban romances permanentes. Qué bonito su pelo, su mirada, el olor de las hojas de árboles empapaban sus camisas.
Me gustaba olerlo, acercarme con el más mínimo pretexto. Estábamos en la secundaria. Él bajaba desde su pueblo. Allí nos encontrábamos siempre. ¿Por qué ha de pasar la vida tan pronto?
Dicen que ahora la mujer vale lo mismo que el hombre. Por eso nos tratan de mejor manera. A mí por ejemplo me lleva los domingos a la plaza.
Aunque a veces se enoja porque no tengo el vestido que él prefiere, cuando le abro la puerta, cuando ya regresa del trabajo, cuando todo empieza a ser silencio. También el ruido de la radio le molesta. Por eso la escucho de madrugada, cuando no se da cuenta.
Dicen que los hombres son así porque tienen la carga de una familia, porque sobre ellos recae la responsabilidad absoluta. Yo a veces creo que comprendo. Pero luego a veces una bola en la panza me estruja y me ciega la razón. Pero no digo nada. ¿Para qué? Luego los hijos me cerrarán la boca. Me dirán que no entiendo, que fue muy poca la educación, que cómo me comparo con su papá, que él sí sabe de la vida. Y así.
Me gusta mirar por la ventana. Me fugo por ese recuadro que me llena de luz. Un día, no hace mucho, acepté la invitación de la paloma, le tomé la palabra cuando me dijo, vente, perderás el miedo a los sueños, aprenderás a volar.
Me dejé guiar, por fin le hice caso, desde muchos años que me lo decía, desde mucho tiempo con su canto me pretendía. Y justo fue hace algunos días que no pude decir que no. Me abalancé nomás y emprendí el vuelo a su lado. Allá arriba la vida es de otro color. No hay quien perturbe los deseos.
Volamos por encima de un cerro, vimos a unas cabras y sus destellos de romance. Se aman entre el viento, se dicen cosas y se dan de comer en la boca.
A mí un día eso también me pasó. Llegaba con sus manos limpias, extraía un pedazo de apio, fresquecito, lo ponía en mi boca y me dejaba comerlo. Decía que le parecía yo un conejito. Era tan tierno, tan detallista, siempre la sonrisa espontánea.
Dicen que el trabajo les arruga la frente. Que tener hijos los transforma. Dicen eso en la radio, de algo que es cultural, que no tienen tanto la culpa, que es la historia.
Luego de que regresé del vuelo junto a la paloma, lo encontré abrumado, que si dónde dejé su camisa de franela, eso me dijo, que si por qué me tomaba la libertad se salir así nomás. El silencio, eso me dijo también la paloma, el silencio es el mejor aliado. Jamás entenderán ya la libertad del otro. Porque la mirada no les alcanza más allá de sus intereses.
Uno que es campirana no sabe mucho de reglamentos, pero sí, eso dicen, que ahora la mujer vale lo mismo que el hombre. Lo repiten en la radio. Y hay un número de teléfono para que cuando a uno se le ofrezca se comunique. Que ellos te defienden. Eso dicen. Y que si uno no dice nada de lo que le pasa, pues que al rato mejor ni se queje.
A veces he querido apuntar el número, pero ¿y si me descubre? ¿Si me pregunta de quién es el número, y si piensa que es de algún hombre? ¿Qué le diría? Nomás de pensarlo me sudan las manos. Así como me suda la frente en las noches cuando se me acerca y me toma por la espalda. Tiemblo nomás de oír sus pasos entrando al cuarto. Porque juro que yo habría deseado amarlo para siempre. Pero así no se puede. Ha cambiado tanto.
Y todo empezó cuando nació Lizbeth. Después de las sonrisas en el hospital, al lado de su familia, después de darme un beso en la frente y abrazar a la niña, ya en la casa todo fue distinto. Cállala, me gritaba. Un día me estrujó con tanta fuerza que la niña que estaba llorando se calló. Así sin más, como si hubiera entendido, como si ella asumiera la responsabilidad.
Pero bueno, dicen que eso es lo normal. Que así se forman las familias de a de veras, que uno no debe ni se asombrarse. Que donde quiera es la misma.
Beber café. Platicar conmigo. En el interior soy yo quien me escucha. La mejor de las compañías. Los hijos, claro, todo el amor. Pero siempre del lado de su padre. Porque donde quiera es la misma, mamá. ¿Ay sí tú crees que allá la mujer es la que lleva los pantalones?
Escuchar la radio, sin creer lo que dicen, porque imagino que las palabras y consejos están también dichas por un hombre, desde su conveniencia.
Mirar las palomas, sentir en ellas la fraternidad, sus cantos son más verdaderos que las palabras de todos los días. Mirar por la ventana. Saber que un día he de volar.