Vitrina de moda íntima
Edgard Cardoza Bravo presenta cuatro poemas con intención erótica, juguetona y chispeante: O a palma limpia / con el puño mirando hacia el poniente / tratar la ejecución del trote inverso.
Edgard Cardoza Bravo presenta cuatro poemas con intención erótica, juguetona y chispeante: O a palma limpia / con el puño mirando hacia el poniente / tratar la ejecución del trote inverso.
Por Edgard Cardoza Bravo
Ciudad de México, 21 de octubre de 2024
Mi bella curvilínea,
estoy dispuesto a confesar todos los nombres
que han pasado por tu acta de fetiche:
porque has sido Sofía,
Marilyn,
Raquel,
Claudia,
Rossana
o cualquier nombre
que necesariamente
lleve una diosa oculta en el corsé.
Aquí estoy pronunciándote,
bordando en el silbido
(que te apaga las noches y me apaga)
la dulce oscuridad
orificial,
redonda
como ese guiño cómplice de todas las mujeres
que asoman en tu boca.
Eres siempre tan fría,
mi dama metafórica,
mi baratija china,
mi acrílico indomable.
Sobre todo en las noches de Diciembre
con cuatro bajo cero
hay que ver como calan en mi cuerpo
esos muslos de luna envenenada.
Más es por tu silencio que te prefiero a muchas:
siempre tan comprensiva,
con una mudez nueva cada día.
Mi cuerpo es el sagrario
del eco taciturno de tus óes profundas.
El amor,
esa deidad huraña que Segovia cantaba,
se encuentra en ti
en materia de luz enajenada.
La mujer–carne–hueso
carga siempre el amor como chantaje
para usarlo de pronto
en contra tuya
y extenderlo las veces necesarias
en tu lecho durmiente de sombras y vacío,
y decirte: ese eras,
nunca más,
eres nada.
Resucita ese amor –dice–
para que hable mi cuerpo
de nuevo con tu música.
El cielo a veces canta
con un rumor tan suave
que debemos callarnos
y silenciar el alma para no interrumpirlo.
Eso eres tú:
el silencio,
el alma más callada,
la inmóvil cercanía de la mujer ausente
que no reclama gasto,
que no pide caricias ni besos a deshoras.
Y cuando todas gimen
por un amor fingido que no tiene remedio
tú estoicamente observas la arenilla que cae
desde el techo
sobre mi suelo falso.
Esa eres tú también: la falsedad más suave,
el frío sortilegio
que sostiene mi realidad marchita.
Por eso te procuro:
te baño con jabones de Oyamel,
te ungüento con aceites aromáticos de las más finas marcas,
acicalo tus trenzas de petate con la delicadeza de un suicida.
Mi fría curvilínea,
alójame en tu boca,
muérdeme
con el caucho ventral de tu saliva,
nómbrame con la circuncisión de tu evangelio
mudo,
múdame a tu mudez:
y déjame venir
cuando haga falta.
Me estaba construyendo una chamarra
con olanes de ‘polvo enamorado’:
lo hacía con solícito cuidado
como si de una joya se tratara.
Alguien dijo al descubrirme artero:
deja ya tu terrible confección
e interrumpí mi corte en la intención
de agregar un pespunte soflamero.
Me sentí en el paréntesis matrero
de unas piernas azules y en el centro
aquel ojo que mira para adentro
escupiendo cerumen venidero.
Mientras le pongo barbas a un chaleco
descubro que Onán fue tamaulipeco.
Los sabedores dicen
que lo mejor es un bistec diezmillo
corto en grasa
(doscientos pesos kilo)
aderezado con polvos de eucalipto.
O a palma limpia
con el puño mirando hacia el poniente
tratar la ejecución del trote inverso.
O esa zurda burlona
–untada en Vapo Rub–
que para nada sirve
salvo sostener algún clavo
sobre un muro
con el riesgo implícito
de acabar con la uña supurante
bajo las inclemencias del martillo.
Los chambelanes
de correctísima entrepierna
aconsejan esperar
en el tren de horas cansadas
un sueño húmedo
después de media hora
de sesión intensiva del Play Boy
o cualquier papeleta nalgocéntrica.
Pero lo culiabsuelto
lo fuera de este mundo
es untarle los labios
a tu muñeca inflable made in China
con mermelada de guanábana
mientras contemplas
con los ojos en éxtasis
la ordeña especular
de la vía láctea.
Consuélate dildo
al centro del vaivén
eje sin evidencia
en envés de su ronda.
Dama:
la culpa no procede
mientras haya calambres
en el tris femoral.
Estírate con precisa cautela
al sopesar la imagen
que redunda redonda
de índice palmario.
“Coyote cojo in res derelictae”:
emblema / insignia
que concentra toda lucubración
más allá del vínculo fisgón
sin perentorio acceso.
Cuídate:
no dejes ver la puerta que te esconde
el cristal que te rompe con su azogue perfecto:
tras la imagen sicalíptica
habrá siempre un dedo
señalante y otro
que actúa de opúsculo:
cabálgate
bajo tal cielo uncido de manganas
sin que importe el mirón
que haga otro tanto
a partir de tus imágenes
y congele por siempre
la caída del ángel.