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CDMX en cuarentena. Foto de Pascual Borzelli Iglesias.
CDMX en cuarentena. Foto de Pascual Borzelli Iglesias.

Por Aldo Rosales Velázquez

Cuautitlán, Estado de México, 02 de abril de 2020 (Neotraba)

Chiapas

Una patrulla de la Policía municipal, y otra de los agentes de Tránsito, le hicieron señas al auto para que se detuviera. La velocidad del vehículo, baja de por sí, disminuyó hasta detenerse del todo. Un hombre de mediana edad, con la mitad del rostro en incógnito por un cubrebocas, se acercó hasta el auto (no tanto como otras veces, sin embargo) y después de indicarle al conductor, con ligeros movimientos circulares de la muñeca  derecha, que bajara el vidrio, inspeccionó de un vistazo el interior del vehículo. Contó cuatro adultos y dos niños. Preguntó a dónde se dirigían y, luego de recibir respuesta, inquirió si alguno de ellos presentaba molestias: fiebre, dolor de cabeza, tos. Cuatro de los seis pasajeros, los adultos, negaron con la cabeza. Después de intercambiar breves miradas con el agente de tránsito, el agente de la Policía municipal les indicó que podían seguir. El auto volvió a incorporarse a la carretera que lleva al municipio de Las Margaritas y dejó atrás el resto del camino que conecta con Comitán.

–Y no, no nos pidieron que nos bajáramos ni nos revisaron más.

La historia de Andrés finaliza así, abruptamente, como la calle sobre la que se encuentra y que está casi desierta, pero nada tiene que ver con el aislamiento que las autoridades han solicitado. Un árbol enorme dibuja en el cielo, con el rasguño de sus ramas, la dirección del viento. Más allá de donde la vista se atora en el filo de las casas, la selva Lacandona aguarda con su rumor de hierba apenas mancillada. Desde este punto, donde la iglesia queda a cinco minutos caminando, toma cuatro horas llegar a la selva, no porque sea una distancia excesiva, sino porque los caminos, que aún no conocen el golpe del asfalto, no permiten avanzar de forma rápida. Eso, y las curvas, obligan a convertir cualquier trayecto en peregrinaje.

Por la calle, que desemboca en el atrio de la iglesia de Santa Margarita de Antioquía, el calor se arroja cuesta abajo. Detrás de él, un auto negro, compacto, avanza hasta estrellarse en el rostro de Andrés. “Perdón, ya volteé la cámara”, dice, y luego de que manipula su teléfono celular vuelve a aparecer la calle, con su misma apacibilidad. Allá a lo lejos, la selva sigue respirando en un ruido que, de tan lejano, se nos vuelve imperceptible aquí.

En Chiapas, al parecer, nada cambió, más allá del paso de las horas. Tal vez la tierra, el aire y el agua no saben nada de anexiones y disputas políticas, y saben que Chiapas sigue siendo otra tierra, otra nación, una que nada sabe ni quiere saber de lo que pasa allá del otro lado de su tierra, que es café y oscura. “No, sí”, piensa Andrés de pronto, y mientras ordena sus ideas deja en el aire esa pausa que es casi un oxímoron. “Cerraron la frontera con Guatemala. Estuve allá porque fui a dar mi testimonio en un grupo de AA. Soy doble A”, remata. Se escucha, a la izquierda de la calle (que de pronto, otra vez, por un segundo desemboca en su rostro), una puerta abrirse, después el “tap tap tap” característico de los niños que comienzan a caminar y parecen andar siempre en un tropiezo que no termina de cristalizarse en caída. La primera A, después la segunda, se desvanecen como el aroma de la hierba recién cortada.

Una mujer, la mujer de Andrés, se acerca al niño y lo coloca de frente a la casa de donde salieron. Baja la voz al notar que su marido está en medio de una llamada. De pronto nada es dicho. Quizá es todo lo que se pueda mencionar sin dejar entrar del todo a la imaginación.

Ah, sí –Andrés rememora de pronto– cerraron el Aurrerá los de PROFECO. Estaban aumentando mucho los precios. Fíjate, por ejemplo el azúcar, que normalmente está en… ¿en cuánto está normalmente el azúcar? –aleja el teléfono de su rostro y pregunta, en un susurro, el precio del azúcar. Su mujer borda en el aire un 14 tímido y lo repite ante la duda de Andrés– Sí, normalmente en 14, lo estaban dando en 25.

El niño atraviesa por la toma y desaparece después con una velocidad fantasmal. Como una mancha de calor en la autopista.

–Pero más allá de eso, la gente está haciendo su vida normal. Eso sí, ya no hay cubrebocas ni gel antibacterial.

Una selva que no debería tocarse, y que no obstante mientras hablamos se va haciendo más y más pequeña, dice algo en un idioma que ya pocos hablamos y cuyo lenguaje no puede ser escrito. En la calle no se percibe, a la iglesia de Santa Margarita no llega. Mucho menos podrá ser audible a través de una videollamada que por momentos se rompe y que está a punto de terminar porque hay una segunda reunión de AA y un púlpito espera a que Andrés se coloque ahí y diga lo que tenga que decir.

Lo último que deja ver la pantalla del teléfono es una línea de casas pintadas todas de colores claros. Del otro lado un verdor inefable, inmarcesible, les habla a esos rostros de tabique cocido desde su altar de musgo. Una selva que es agua y que es aire sostenidas. Una selva de doble A. Y aquí parece que la vida no sabe de algo que no sea avanzar.

CDMX en cuarentena. Foto de Pascual Borzelli Iglesias.
CDMX en cuarentena. Foto de Pascual Borzelli Iglesias.

Quintana Roo

La avenida Caracoles se arrastra lenta, desde su inicio hasta su fin, sobre sí misma. Ruta y cuerpo en una sola cosa. Atrás no hay rastro luminoso y si lo hay, queda oculto bajo la luz ceniza que se despeña desde el cielo, que parece un vaso de cristal con un último resabio de whisky al fondo. La noche espera a que desaparezca esa última franja cobriza para echarse sobre el fraccionamiento Paraíso Villas, sobre todo Cancún. Un nido de serpientes de asfalto que aún hierve por el calor de todo el día.

Hay menos gente de lo normal, pero no está vacío del todo.

José elabora una descripción lenta, metódica, de lo que se alcanza a ver desde la ventana de su casa. Luego se toma una pausa para tratar de descubrir algo más; es difícil notar las diferencias cuando todos los días vemos lo mismo y no hay tiempo para detenerse en los detalles. La luz del poste frente a su casa titila, como la línea vertical del procesador de texto de una computadora cuando está a la espera de la siguiente palabra.

El portón que da acceso a la privada se abre y un auto entra. Saluda al vigilante con un ligero cambio de luces y sigue su camino; el hombre le contesta con un gesto de la mano, vago, casi nada. El cielo se sigue apagando.

–Y el centro también está casi vacío. Eso sí, los supermercados están llenos y no hay tantas cosas como otras veces.

Calla. La cámara tiembla un poco y sacude las casas frente a la suya, todas del mismo color, tamaño y forma. Réplicas.

José trabaja desde casa desde hace un par de días. De toda la plantilla de empleados de la constructora para la que trabaja, solo él y un compañero suyo fueron aislados: asistieron al Vive Latino, en la Ciudad de México, y los jefes decidieron no correr riesgos. Sin embargo, su trabajo se lo permite: es analista de costos. Cuando el terreno es virgen él y otros empleados analizan cuánto material se necesita, qué maquinaria será útil, por dónde debe comenzarse. El resto son números, abstracciones. Quizá con ese mismo ojo analiza ahora el panorama frente a la ventana, tratando de ver qué se necesita para descubrir si algo ha cambiado.

–Hace menos calor que otros años, eso sí.

Un segundo auto entra por el portón y desaparece al fondo de la privada. El ruido del motor es imperceptible tras el cristal, pero se puede imaginar a fuerza de costumbre. El vigilante vuelve a saludar y después toma asiento nuevamente. Se mira las manos y las gira, buscando algo o tratando de evitar el hastío. La cámara está fija sobre él, pero las descripciones de José siguen en el tema del clima, de la humedad, de ese aire salino que flota sobre cada una de las cosas. El hombre gira la cabeza cuando ve las luces de un auto, pero el vehículo sigue su camino.

–El pago sigue siendo el mismo porque, por la misma naturaleza del trabajo, se puede hacer desde casa. Quizá por eso no tuve tantos problemas.

Es inevitable el tema del dinero, de los ingresos: otra pandemia, pero tan arraigada que a veces ya no es considerada en esta ecuación que es la existencia. El vigilante se sigue mirando las manos, casi invisibles a la cámara del teléfono celular desde este punto.

–¿Qué hay con el vigilante? –la pregunta parece tomarlo por sorpresa– Pues nada, él sigue viniendo, pero también el otro. Son dos turnos de doce horas y ya.

Piensa un poco, pero no, no los ha visto faltar desde que empezó la recomendación de aislarse en casa. “Si no trabajan, no les pagan”. ¿Cuánto? Números, abstracciones. La matemática que carece de rostro, de formas, de gestos. De manos. Como un virus, que es visible, palpable, hasta que entra en un cuerpo, hasta que es cuerpo. Fuera de ese territorio, muere o se hace invisible.

Entra un tercer auto y el vigilante, luego de volver a sentarse (después de un saludo protocolario, sanitizado, en el que no hay contacto), se revisa nuevamente las manos, como en una búsqueda que, de tan importante, o tan vacía, no se recuerda cuándo empezó y será difícil darse cuenta cuando termine.

El portón y la noche se cierran exactamente al mismo tiempo.

CDMX en cuarentena. Foto de Pascual Borzelli Iglesias.
CDMX en cuarentena. Foto de Pascual Borzelli Iglesias.

CDMX

Eje 6 se eleva por encima del suelo por un momento y luego vuelve a bajar, como un ave de concreto, pero desde este punto su descenso no es visible y se queda en el aire, detrás de un grupo de árboles, sobre cuyas hojas desciende con lentitud el smog del último vehículo que pasó, solitario, veloz, brillante, bruñido por el sol de las 11:54 A.M. “¿Y la Central de Abasto?” “Esa está para el otro lado”. El teléfono gira con velocidad y en su viaje captura un edificio de departamentos cercados por un barandal negro, aislados del resto del mundo desde que nacieron. Un espectacular se eleva sobre el resto de las construcciones, con un número de teléfono escrito en caracteres negros deslavados.

Iraís y Miguel enfocan un poco más la calle a las faldas de su casa; una combi verde, con los rótulos antiguos de una ruta de transporte público, pasa por la calle y se incorpora a una avenida perpendicular. Es un anacronismo circulando por las calles, un fantasma que se perdió en otros tiempos y no sabe volver a casa. Hay silencio después de que se va.

De vuelta a su sala, se sientan en el sillón y acomodan el teléfono sobre la mesa de centro. Detrás de ellos, un manchón de hiedra negra crece siempre hacia arriba en el patrón de la cortina, que se incendia con la luz que cae directo sobre la ventana. Son los primeros días de su aislamiento y parecen sobrellevarlos con calma. Iraís, paciente de lupus, debe extremar aún más las precauciones y ahora trabaja desde casa.

–Ya no volví del puente vacacional, pregunté qué debía hacer, por mi condición, y si era prudente regresar a la escuela, en medio de tantos niños. Y después de consultarlo con los directivos…

–Y todavía lo tuvieron que consultar, dudaron –agrega Miguel, con esa incredulidad furiosa de quien ha visto cosas inverosímiles que deben ser aceptadas–; dudaron de si darle el beneficio de trabajar desde casa a alguien tiene una enfermedad autoinmune y que además está inmunosuprimida. A alguien con esas características.

Un puente que tuvo un inicio pero el final no es visible desde este punto. Como el de Eje 6, pero menos preciso aún.

–Después de consultarlo, me dijeron que debía quedarme en casa. Bueno, eso fue antes de que declararan la suspensión de actividades. Y aquí estamos.

Del otro lado de la sala, a espaldas del teléfono, camino a la cocina, un pequeño vitral de flores rojizas transforma el sol que gotea desde el tragaluz en un haz naranja, cálido, que cae sobre el piso con suavidad. Suena la campana del camión de la basura y se va tan rápido como llega porque nadie se asoma de las casas, cerradas con miedo y piedras; cerradas completamente como si sobre sus puertas y ventanas se hubieran colocado lápidas enormes, sin dimensión de tan profundas, de tan gruesas, de tan Dios.

Sobre una de las bancas de la escuela donde Iraís labora como maestra de inglés, o quizá en la parte debajo del asiento, yacen un par de libros y una libreta, que una de las alumnas olvidó el último día de clases (que quizá no sabían que era el último) y ahora, según me cuentan a dos voces, esa niña no puede trabajar en la plataforma en línea que la escuela preparó para que alumnos y maestros no pierdan más tiempo del necesario. Una risa partida en dos, pero en la que cada mitad está completa, rompe el tono solemne de la llamada. Allá afuera, en alguna parte de esta ciudad que tiene algunas partes inmóviles, como si hubiera sufrido una apoplejía, un par de libros y una libreta marcan el lugar de la huida.

El resto de la casa está en silencio: la madre de Miguel viajó a Estados Unidos a visitar a uno de sus hermanos y ahora no saben si podrá volver cuando el boleto de avión le indique que ya puede hacerlo. Allá la cuarentena, indica Miguel, parece ser más estricta.

–Bueno, esta cuarentena de quince días –aclara.

Se queda en silencio, quizá pensando en el nombre que merezca este encierro de quince días, de medio mes, pero parece no hallar ninguno que le convenza. O quizá calcula cosas más tangibles y necesarias: el abasto en su casa y el abasto en la ciudad, que comienza a cerrarse como un puño, como una flor gris cuando se le va el sol.

–Los vendedores del mercado –retoma Iraís– dicen que están vendiendo menos, y por lo tanto piden menos. El de la carnicería, por ejemplo. Pero no, escasez yo no he visto.

–En la comida, porque en los medicamentos sí.

Ella asiente a lo que Miguel acaba de decir. Alguien, según me cuentan mientras se acomodan en el sillón, esparció el rumor de que la Cloraquina, medicamento usado en enfermedades reumatoides, cura el COVID-19, por lo que la demanda incrementó vertiginosamente. Ahora los pacientes con afecciones de esa índole, como los que sufren lupus, han experimentado problemas para conseguir los medicamentos necesarios.

–Había una fila enorme, no sé, cincuenta o sesenta personas –Miguel mueve las manos de una forma que quiere decir “mucho”– y cuando por fin llegué, me dijeron que debido al desabasto solo me podían vender treinta pastillas, cuando lo que necesitamos son cuarenta por mes.

Una cuarentena interna, orgánica, que yace entre la sangre. Un viacrucis acaso menor, individual.

“Como un juego de zombis”, remata Miguel, aficionado a los videojuegos que, hasta hace unos meses, laboraba en una empresa de streaming de torneos y eventos de ese mismo rubro, empresas que, ahora me cuenta, posiblemente se vayan a la quiebra porque su fuente principal de ingresos, convocar a personas en eventos masivos, está terminantemente prohibida. Solo queda, asegura, esperar a ver qué pasa, pero estos días servirán para terminar todos los juegos que ha adquirido y, por cuestiones laborales, no ha podido concluir. Vacaciones forzadas, una forma de sobrellevar el encierro. Una de varias. Luego mencionan, ambos, las bondades de las nuevas tecnologías para lidiar con este encierro.

–Por ejemplo, no podríamos hablar en este momento si no fuera por el internet.

Internet: ese otro mundo donde estamos, pero no estamos. Quizá lo más conveniente en estos momentos. Luego me cuentan, de forma breve, otra vez con la incredulidad amaestrada del que ha visto mucho, que se han enterado de rumores de gente que compra por internet sangre o saliva de los infectados por el virus para, posteriormente, infectarse a ellos mismos o a alguien más en las calles. Como la leyenda urbana del Bienvenido, Welcome, de los años noventa: gente dejaba agujas infectadas con VIH en las butacas del cine, en el transporte público, para contagiar al resto de la población. “Demasiada información y no toda confiable”, rematan. Pero qué pasaría si no hubiera internet, en qué se gastaría el tiempo.

–Leer, dibujar. Me gusta dibujar.

–Videojuegos, ya lo dije. De alguna forma hay que mantenerse ocupado, para que los demonios internos no salgan a flote.

No dudan en colocar al ocio como el segundo mal a evitar en este encierro indefinido; tal vez en esto también habría que extremar precauciones, para sobrellevar esta “mini Peste negra”, como la llama Miguel.

Aunque la pregunta parece tomarlos un poco por sorpresa, y quizá es tan obvia que resultaba invisible, responden de inmediato, aunque esta vez sus palabras no son coordinadas, casi un solo discurso de tanto que se conocen.

–Sí, sí tengo miedo –afirma Iraís–; por mi enfermedad, pertenezco a los grupos vulnerables al virus.

Miedo no: preocupación.

Allá, detrás de su cortina de hiedra detenida en el tiempo, la ciudad sigue casi en silencio. Esa ciudad jeroglífica, mensaje que algo debe decir para quien la mire así, callada, incólume, escrita en piedra sobre el agua de lo que alguna vez fueron lagos. Una ciudad plagada de demonios internos, microscópicos, que esperan pacientemente en el aire, en la mente, en el suelo.

CDMX en cuarentena. Foto de Pascual Borzelli Iglesias.
CDMX en cuarentena. Foto de Pascual Borzelli Iglesias.

Sobre el autor:

Aldo Rosales Velázquez (1986) Licenciado en Enseñanza del Inglés, por la UNAM. Coordinador del taller de Creación Literaria en FARO Indios Verdes. Premio Nacional de Crónica Joven Ricardo Garibay 2018 por su libro Linde Faz, concurso del Fondo Editorial Tierra Adentro. Autor de Los Panes y los pescados, Sombra-Reflejo, Al Filo del Cuerpo, y de reciente publicación Tiempo Arrasado y Tren Suburbano, además de otros tantos títulos.


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