Uruapan, 1980
Esa cuarta noche nos fuimos a la cama sin verlos. En la mañana, cuando entramos a su recámara a buscarlos, no había nadie. Gritamos preguntando por ellos. Un cuento de Evelina Iniesta.
Esa cuarta noche nos fuimos a la cama sin verlos. En la mañana, cuando entramos a su recámara a buscarlos, no había nadie. Gritamos preguntando por ellos. Un cuento de Evelina Iniesta.
Por Evelina Iniesta
Coyoacán, Ciudad de México, 7 de enero de 2025
Estoy parado frente a Manolo. Es alto, de piel quemada, rechoncho. Regresó a Uruapan después de algunos años. Me recuerda que ésta es su tercera visita desde que logró la ciudadanía “americana”. No quiero corregir el topónimo, no es el momento. En cualquier caso, él nunca ha estado interesado en hablar “con propiedad”. Su inteligencia la aplica a temas más prácticos. Y puede pensar que yo, como tantos otros en el pueblo, lo corrijo porque en el fondo lo envidio. De todos modos, cuando por aquí dices “estadounidense” casi nadie sabe de qué hablas.
Lo percibo demasiado alerta. No lo vi relajado ni durante la cata de raicillas donde lo llevé ayer, llegando a Vallarta, aunque es evidente que la disfrutó. Antes está aquí, pues ningún otro de los que se fueron al norte ha regresado después del fraude que le hicieron a Aurelio con los sembradíos de aguacate. De por sí, ya muchos tenían miedo de los asaltos. Este último abuso contra Aurelio dividió a nuestro grupo de conocidos. Algunos decían que Aurelio tiene tantas propiedades y dinero en el otro lado, que es como quien le quita un pelo a un gato. Otros reclamaron, pues Aurelio siempre estaba dispuesto a llevarse a los hijos e hijas de quien se lo pidiera, a enseñarles a trabajar en los Estados Unidos y a ayudarlos a arreglar sus papeles. Es mucho el beneficio del dinero que envían los que se han ido.
El compadre Aurelio confiaba en el agradecimiento de todos. En cualquier lado por aquí se sentía como en su casa. Pero desde que le quitaron con argucias esas tierras ya con los aguacates bien crecidos, no ha vuelto, ni responde mensajes ni llamadas de nadie del pueblo. Pagamos todos por igual. Dicen que sigue patrocinando los festejos por nacimientos y los del 15 de septiembre allá en California, pero ahora ya nunca tiene recién llegados que presentar.
Manolo y su esposa son compadres cruzados de Aurelio; dicen que los hijos de ambas parejas conviven como si fueran primos. Manolo viene a despedirse de su tía Gertrudis, quien ya está en las últimas. Estoy en aprietos, pues mis paisanos quieren que lo convenza de que abogue ante Aurelio por los que no participamos en el fraude y que siga ayudando a nuestros chicos. Aquí la mayor parte de las familias de antes todavía viven muy mal. El progreso que llegó trajo a sus propios favoritos y no hay para cuándo la cosa mejore para los demás. A fin de cuentas, a los que salimos a Morelia a estudiar nos va un poco mejor, pero nuestras posibilidades como profesores no se acercan siquiera a los que de plano se van a Arizona, California o Illinois. Hacen bien, si se van a ir de aquí, ¡pues que sea de una vez para Gringolandia!
He empezado a abordar el tema con Manolo, pero infructuosamente. Hoy lo traje a Tequila, donde lo que no logró el copeo de ayer, lo lograron unos ojos verdes y una espigada figura de aproximadamente uno ochenta, con todas las señales de provenir de Los Altos de Jalisco. Como si en esto cupiera también una denominación de origen, pensé yo, jocosamente. Era la recepcionista de nuestro hotel. Viendo la reacción de mi amigo al conocerla y considerando las ventajas de su potencial compañía, le pedí a la chica que nos acompañara a cenar a un par de cuadras, en el famoso restaurante Cholula. Le aseguré que no habría bebida y que en cuanto cenáramos la acompañaríamos de regreso al hotel. Le propuse avisar al gerente, para su mayor seguridad. Afortunadamente, aceptó.
Una vez en el restaurante, nos trajeron un par de aguachiles, dos birrias y dos carnes en su jugo: todo para compartir. Fieles a nuestra palabra, sólo pedimos para acompañar la cena unos Topo Chicos.
Se me ocurrió comenzar preguntando por la tía Gertrudis:
–¡Qué bueno que pudiste venir, Manolo!, pues en verdad tu tía ya no dura mucho. Además de despedirla, tendrás que tomar decisiones respecto de su casa.
La tía Gertrudis, le explicó a nuestra invitada, crio a Manolo mientras sus papás trabajaban en los Estados Unidos. Los alcanzó después allá.
–Que me crio es un decir, pero sí viví con ella hasta que me pude ir a California –dijo Manolo. Y por cierto, la casa siempre ha sido de mis padres.
La situación de Manolo despierta la curiosidad de la chica:
–¿De veras?, ¿vives allá?, ¿cómo le hiciste?
–Se suponía que mis papás iban a arreglar mis papeles, pero acabé yéndome como tantos: de mojado. Afortunadamente pude llegar a Irvine. Y como tenía la dirección de Aurelio y sabía que ayudaba a muchos de por aquí, lo busqué. Me protegió, me dio trabajo en sus panaderías y me escondió por años hasta que pude sacar la residencia.
Reaccionando tarde, yo pregunto: ¿Entonces la casa siempre fue de tus papás?
–Sí, la tía le hacía creer a todos que era suya, y a mí de chico no me importó nunca hacer aclaraciones.
–Bueno, han de haber sido ideas de solterona quedada, seguramente.
–Pudo haber sido sólo eso, es cierto, pues nunca intentó cambiar nada en los registros de la propiedad. Sabía que mis padres nunca serían capaces de sacarla de ahí. Y así ha sido.
No sabía yo cómo llevar la conversación a lugares más felices. Dije:
–Le ha de haber dado gusto verte, después de tanto tiempo.
Noté algo de impaciencia en él cuando inició su respuesta.
–Mira, ahora que a la tía Gertrudis no puede afectarle lo que se sepa de ella, te voy a contar la verdadera historia. Pero no sé si te voy a aburrir a ti, niña.
–Por supuesto que no, ¡platique, por favor! –dijo ella.
Manolo comenzó, como quien tiene por fin una oportunidad de sacar algo del fondo del alma.
–Yo he trabajado desde muy pequeño. Me tocó ir con mis hermanos, después de la escuela, a las huertas de aguacate junto al río a ayudar a mi papá y a mis tíos. Era un rancho de árboles enormes junto a una barranca por donde pasaba el río. En esa época, el Cupatitzio era, además de bonito, muy caudaloso. Más allá de nuestras tierras, después de que transcurría por otras rancherías y a campo traviesa, se despeñaba en una garganta de cantarino nombre, la Tzaráracua, que era el paseo dominical favorito de las familias de la región. A pesar de mi corta edad de entonces, recuerdo bien esos verdes paisajes.
No obstante, no recuerdo a mis papás en esa época. Cuando cumplí cinco años, ya vivía con la tía Gertrudis. Ella era una mujer muy seca, yo creo que por eso nunca se casó ni tuvo hijos. Vivía con nosotros mi hermano Jesús, dos años mayor. La tía me permitía tener un gatito, casi mi única compañía, pues Jesús era como la tía: hablaba poco y nunca tenía un gesto cariñoso.
Mi familia había gozado de una posición acomodada. Durante varias generaciones fueron propietarios de esa ranchería, “Monteverde”, hasta que los cristeros la arrebataron a sangre y fuego. Arrasaron el rancho, asesinaron a dos de mis tíos y le pusieron precio a la cabeza de mi papá y sus otros hermanos. Todos los hombres huyeron “al otro lado” con sus familias. Por la incertidumbre de su futuro, mis papás nos dejaron encargados con Gertrudis, hermana de mi mamá, a los más chicos, Jesús y yo, asegurándonos que pronto nos recogerían.
Muy pronto, la tía Gertrudis empezó a recibir la manutención prometida por mis padres. En la escuela, a pesar de nuestras ropas raídas, nos trataban muy bien, creo que porque nuestra historia era muy conocida. No faltaba algún profesor que compartiera su almuerzo con nosotros, mismo que aceptábamos de buen grado, ya que acostumbrábamos llevar sólo una fruta para el recreo. De regreso, ayudábamos a mover cosas, limpiar anaqueles de madera, despachar y envolver paquetes en la tienda, que junto con la casa era el único bien de que disponíamos entonces. Vendíamos café, pan, harina, azúcar, granos, lazos, tornillos, pan y calzado. Ahora me doy cuenta de que eso significaba un buen ingreso.
Recuerdo con claridad que teníamos poco tiempo para jugar y en la noche, caíamos exhaustos. Eso era una fortuna, pues no resultaba fácil dormir en un petate en el pasillo, afuera de los cuartos. Jesús se dormía primero. Yo platicaba un rato con mi gatito: le mostraba las nubes y las estrellas y lo acurrucaba junto a mí cuando hacía frío.
Yo no sentía pasar el tiempo, salvo por el cambio de grado en la escuela. No sabíamos gran cosa de mis papás: por el miedo de que los encontraran, nunca dijeron dónde vivían. Al menos, eso es lo que nos decía la tía Gertrudis, y se quejaba de la carga que le habían dejado.
De cualquier modo, preguntábamos con frecuencia por ellos. Yo le contaba a mi gatito cómo un día iban a aparecer mi mamá y mi papá en la puerta, seguidos de mis hermanos, bajándose de un coche elegante, cargados de regalos. Nos iban a abrazar, iban a regañar a la tía Gertrudis por lo mal que nos había atendido y nos iban a llevar a casa: una mansión con sirvientes elegantes, muchos refrigeradores, autos y televisiones. Íbamos a aprender el idioma muy rápido con un maestro particular y en la nueva escuela nos iban a querer aún más que en la actual. Como nos habían dicho que allá casi nadie jugaba nuestro futbol, Jesús y yo seríamos las estrellas. Les enseñaríamos a nuestros hermanos a jugar y los demás niños nos iban a rogar que también les enseñáramos. A veces mi historia daba resultado y tenía yo dulces sueños. La mayoría de las noches, no. Y despertaba llorando. Y vivía un día más. Idéntico a los anteriores.
Después de unos años, al amanecer un jueves de marzo, vimos a la muchacha que atendía la tienda trabajando muy apurada. Corría de aquí para allá como si todo tuviera que estar muy bien. Sacó una mesa al patio, lavó muy bien el pasillo después de quitar del suelo nuestros petates y cobijas. Hasta quitó la camita de paja de mi gato. Deliciosos aromas de uchepo y de corunda salían de la cocina. Nos dijo que no íbamos a ir a la escuela, pues teníamos que ayudar. Preparamos calabaza en tacha y algunas salsas. La tía Gertrudis nos había dejado sobre la silla del pasillo pantalones y camisas nuevas y nos ordenó que nos bañáramos. La muchacha nos dijo que ese día sí íbamos a comer mucho, pues a mediodía llegarían mis papás. ¡Jesús y yo nos emocionamos tanto por nuestra próxima partida a esa tierra con la que nosotros y todos los chicos del pueblo soñábamos!
Bastante pasado el mediodía llegaron mis papás. Un vecino los trajo en su carreta. Mis hermanos no estaban con ellos. De momento, no importaba. Nos abrazamos y nos dimos muchos besos como tratando de reponer el tiempo perdido. Preguntábamos atropelladamente: ¿cómo era la casa donde vivían?, ¿había nieve?, ¿tenían un coche allá?, ¿tenían refrigerador?, ¿les gustaba la escuela a mis hermanos?, ¿les quedaba cerca?, ¿había doctores?, ¿por qué no los habían traído? En este punto, la tía Gertrudis impuso el orden: debíamos dejar que mis papás comieran y descansaran, pues el viaje seguramente había sido largo y cansado. Ya más tarde platicaríamos.
No pudo ser esa tarde, pues hubo un desfile de paisanos que querían saludar. Les decían a mis papás que se veía que había valido la pena estar lejos de su tierra dado que ya habían arrancado una vida nueva en un entorno mejor. Jesús y yo, obedientes, sólo escuchábamos, él acurrucado junto a mi papá y yo, junto a mi mamá. Platicaron que mis tres hermanos estaban en la escuela, pues era obligatorio. El mayor ya empezaba a trabajar algunas horas los fines de semana, a veces, empacando cosas en un mercado y a veces, ayudando a un amigo jardinero. Ganaba suficiente para pagarse sus cosas y pronto los otros dos también lo harían. La casa en la que vivían no era de ellos; era rentada, pero calculaban poder comprar en un par de años algo propio. Todavía no tenían derecho a que los viera el doctor, pero afortunadamente todos estaban bien de salud. Si todo marchaba bien, en tres años más ya serían “legales”. En el rumbo en el que vivían casi todas las familias tenían poco en el país y se ayudaban mucho.
Nos fuimos a dormir, sin haber entendido todo lo que escuchamos y sorprendidos porque de pronto había colchones para todos dentro de las habitaciones de la casa. Pero poco importaba, ya éramos parte de esa historia que contaban mis papás. Yo podría empacar cosas en el mercado, ya había aprendido en la tienda. Jesús podría aprender jardinería. Nos sentíamos un poco nerviosos con eso del inglés, pero estábamos dispuestos a hacer lo que fuera por hablarlo y escribirlo.
Los tres días siguientes tuvimos que ir a la escuela. Sólo platicamos un poco con mis papás en las noches, pues siempre estaban de visita o arreglando asuntos fuera. Mi mamá era muy cariñosa; mi papá, un poco hosco, creo que siempre estaba cansado. Nos manteníamos atentos para cuando tuviéramos que regresar los muebles a su lugar y a dejar limpio todo antes de partir con ellos. Fueron los días más felices de mi vida en Uruapan.
Esa cuarta noche nos fuimos a la cama sin verlos. En la mañana, cuando entramos a su recámara a buscarlos, no había nadie. Gritamos preguntando por ellos. La tía Gertrudis nos dijo que habían tenido que regresarse de prisa a Estados Unidos por un problema que les avisaron. No durmieron en casa. Ella no sabía ni cuál era el problema ni cuándo regresarían. Tuve que irme al baño a vomitar y no pude cenar nada.
No quise entrar en la escuela esa semana; me la pasaba llorando en un lote baldío del camino. ¿Por qué se habían regresado sin nosotros? ¿Cómo iban a decirles a nuestros hermanos que nos habían dejado otra vez? Bueno, a lo mejor a ellos tampoco les importábamos ya. Después de todo, pasaba de los dos años que no nos veíamos. Ya tendrían sus amigos y se tenían a ellos mismos y a mis papás. Nosotros sólo teníamos a la tía Gertrudis y un gato.
Poco a poco fui decidiendo que alguna vez dejaría de ser el abandonado. Me iría y también regresaría al pueblo como alguien importante. Me apuré en la escuela y empecé a aprender inglés con una señora que había regresado de por allá algunos años atrás. Me dio pena pedirle que me enseñara, pero dijo inmediatamente que sí y no me cobraba. Me trataba muy bien y yo la ayudaba un poco con las cosas pesadas de su casa. Tenía un primo, Aurelio, en California, que ayudaba a muchos muchachos a quedarse allá. Eventualmente dejé de preguntar por mis papás. A los quince años cogí camino pal norte, en la época de la cosecha. Viví de lo poco que ganaba con mi trabajo. El cruce del río fue duro. Ya no quiero pensar en eso. Llegué a Irvine y mi poco inglés me sirvió para encontrar a Aurelio. Con la recomendación de mi benefactora, me recibió y me ayudó. Jesús no quiso irse conmigo. Dos años más tarde se cayó de un caballo y murió. Ahora sí yo ya no tenía familia.
El trabajo del otro lado ha sido demasiado pesado, pero ya tengo casa, mujer y tres hijos. Cuando mis padres finalmente me localizaron y quisieron entrar en mi vida ya no los acepté. Y eso que me ofrecían dejarme su casa de allá en herencia. Les dije:
–Dénsela a sus hijos, mis hermanos, seguro no estará de sobra para ellos cuando falten ustedes. Yo veo bien por mí y por mi familia. Mis hijos ya hasta van a la universidad y todos trabajan para ayudar. Estamos bien, ninguno se ha desbalagado.
Al terminar su historia, Manolo tomó otro sorbo de Topo Chico y añadió dirigiéndose a mí:
–Ya entendí que tienes un encargo de los del pueblo conmigo, pero sólo te puedo ayudar a ti. No voy a arriesgar la confianza de Aurelio por ninguno de esos malagradecidos. Si tus hijos o algún sobrino tuyo se quieren ir para allá, avísame y yo hablo con Aurelio. Pero nada más ellos, ¿eh? Yo todavía veo al licenciado aquí esta semana para finiquitar los asuntos de la tía Gertrudis. Me das los nombres de quienes tengan planes de irse, para ir hablando con el compadre y recibirlos.
Y, afortunadamente, agregó algo que aligeró el ambiente. Le preguntó a la recepcionista que nos acompañaba:
–Tú, niña, ¿no te quisieras ir a trabajar del otro lado? Yo hablo con tus papás para que vean que es un trabajo serio, en una tortillería.
La expresión de la chica era una combinación de sorpresa y susto.
–Gracias, señor. De más chica sí quería irme. Pero ahora tengo novio. Nos casamos en seis semanas.
–Está bueno. Que sean muy felices.
Regresamos al hotel charlando agradablemente sobre los preparativos de la boda de la chica. Al final de la semana dejé a Manolo en el aeropuerto de Morelia. Quedamos en que yo le escribía cuando necesitara que hiciera buena su promesa.
A los del pueblo les pasé al costo su respuesta. Ojalá que hayan aprendido la lección.
Evelina Iniesta. Física de profesión, ha ocupado posiciones directivas en gestión de tecnología en el país y en el extranjero.
Desde chica ha sido una voraz lectora y desde siempre ha tenido la ilusión de escribir cuentos y novelas. Como escritora, la inquietan los fenómenos sociales y las estructuras de poder. Le gusta plantearse situaciones fuera de lo común y estirarlas hasta llegar a sus consecuencias.
Sueña con poder expresarse con el lenguaje poético de algunos de los escritores y maestros que más la han inspirado.