Una ventana inmensa: Nazli Gastelum
3 cuentos de una autora que participa en el colectivo Letras del Desierto y que ahora se publican en la sección que coordina Manuel Parra Aguilar.
3 cuentos de una autora que participa en el colectivo Letras del Desierto y que ahora se publican en la sección que coordina Manuel Parra Aguilar.
Por Nazli Gastelum
Ciudad Obregón, Sonora, 30 de mayo de 2024 (Neotraba)
Estoy volando. Lo sé porque siento que el viento atraviesa mis extremidades con violencia sin permitirme maniobrar bien. El cielo tiene un brillante color turquesa, las nubes blancas son algodones llenos de luz y la tierra parece alejarse poco a poco cada vez más. Un momento. No parece, se aleja.
De manera repentina un estruendo me saca de mi sorpresa inicial, quedo invadido por el terror. Pataleo y cierro mis ojos con fuerza, esperando trasladarme mágicamente a otro lugar. Cuando los vuelvo a abrir sólo veo azul. Girar un poco y veo el suelo que pisaba hace unos instantes, cual simple planicie borrosa.
Se siente como un chapuzón al abismo; no se detiene, dificulta mi respirar y mantiene hecho nudo mi estómago. Visualizo un cúmulo de nubes próximas a mí; sacudiendo mis brazos, intento evitar un impacto contra ellas. Todo sucede tan deprisa, no hay lugar para pensar, ni he terminado de comprender qué sucede, pero un aparatoso sonido hace crecer mi desesperación.
Sobresaltado, doy un sentón en mi cama; desorientado, con la boca seca y la respiración agitada. Inundado por la oscuridad, siento paz al darme cuenta de que sigo en mi habitación. Tres de la mañana. No podré conciliar el sueño de nuevo.
Apenas se asoman los primeros rayos del sol, pero yo estoy en el escritorio, terminando de pulir mi propuesta para la reunión del día en la sala de juntas. Me recorre un escalofrío de sólo recordar aquel lugar adornado con un techo de gran altura, e incluso se oprime mi pecho al imaginar su forma ovalada; estoy seguro de que saldré corriendo directo al sanitario a esconderme con las voces de mis compañeros de trabajo, cuchicheando a mis espaldas, todos creando razones extravagantes para mi malestar, aunque no imaginan la verdad de lo que me aqueja. Si tan sólo mi madre no estuviera enferma, hace mucho que habría renunciado a este horrible empleo.
Me aseo; tomo un bocado de pan y me alejo de casa en mi pequeño auto, que más allá de verse incómodo me trae una sensación de confortabilidad. Siento entre mis dedos el caucho del volante vuelto resbaloso por el sudor de mis palmas y sin inmutarme mi vista siempre va fija en el camino. Mi madre siempre me dijo que no había porque temerles a los edificios o, según ella, al hermoso cielo azul, pero mamá no sabe de lo que habla y no siente como yo.
He llegado. No me atrevo a levantar la mirada a la imponente construcción donde se llevará a cabo la junta, pues estar dentro es como caminar en el infierno, y las voces de las personas son los aullidos de las ánimas en pena buscando salvarse sin oportunidad. Se queman mis pies al dar un paso dentro, y lo más insufrible de todo es pensar que moriré en cualquier momento estando en ese lugar.
Resuelto, bajo del automóvil y corro hacia el edificio. Para mi mala suerte, un compañero me detiene.
–¿Adónde vas tan apresurado? –ríe como si le acabara de contar un chiste.
–Me dirigía a la sala de juntas –respondo tajante y rápido apunta a mis manos.
–No veo tu maletín, ¿irás sin presentación? Eres muy valiente –suelta la carcajada.
Mi portafolio. Veo el mundo caerse a mi alrededor, las risotadas de mi ahora acompañante se oyen distorsionadas. Me giro en dirección a la puerta. Los rayos del sol vistos desde la puerta de cristal me anuncian un cielo perfecto, despejado y claro. Las manos empiezan a temblarme. Aflojo el nudo de mi corbata y observo todo borroso. La falta de aire me obliga a salir. “¡Cuidado!”, grita una voz desconocida.
Unos hombres que parecen cargar un pedazo de cielo intentan apartarse de mi camino; sin embargo, caigo sobre las nubes, las cuales son inesperadamente duras y crujen al sentirme sobre ellas. Enseguida, todo se vuelve negro.
NOTICIAS DEL DÍA
Esta preciosa mañana se vio ensombrecida cuando un hombre de mediana edad, sin razón aparente, se estrelló contra un gran espejo, el cual trasladado por unos trabajadores fuera del Hotel del Valle. El duro vidrio, al romperse, le originó a la víctima cortaduras fatales. En este momento las autoridades entrevistan a los testigos de este macabro acontecimiento. Triste hecho ocurrido hoy, en un día con un cielo de un precioso tono azul.
Camino distraída hacia el trabajo; en el suelo algunas pequeñas ramas parecen arácnidos cobrando vida para acercarse a mí. Siento náuseas y escondo mis manos para evitar rascarme. Es imposible olvidar las palabras del psicólogo cuando vio que seguía perturbada; “recuerda exponerte a tus temores poco a poco, es normal sentirse así y aún más ver una araña”. En ese momento miré el tenue color hueso del techo de su consultorio y me desahogué ante él. Un encuentro con mi miedo más grande que culminó en un ataque de pánico del que todavía no he podido recuperarme sin importar el número de pastillas que ingiera.
Cuanta comezón. Araña tras araña caminan sobre mi piel hasta parecer que miles de ellas están encima de mí. El escozor se vuelve un grito de auxilio proveniente de mi cuerpo deseando apartarlas, incluso cuando no existen. La blusa manga larga que llevo sólo sirve para cubrir los arañones autoinfligidos varios días atrás, mientras intento engañarme de que no siguen ardiendo con el más ligero roce de la ropa. Aprieto los labios para retener mis ganas de llorar; sabía que no eran reales, pero de igual forma sentía sus largas patas subiendo por mis piernas, como si su único objetivo fuese llegar a mi cabeza.
Al llegar a la oficina de redacción, me recibe rápidamente mi superior.
–Debes cubrir una noticia en el centro de la ciudad, un hombre falleció de forma repentina en medio de la calle. David llevó la cámara y allá te estará esperando.
Asentí, tomé mi bolso, llevé mi cuaderno y una grabadora. Salí de regreso ignorando cada minúsculo bicho azabache que corría apresurado tras de mí.
Le temo. Los poros de mi piel se encrespan por el horror provocado de sólo pensarlo, y verle el rostro vaya más allá del martirio. Desde el primer día el cual puso un pie en mi casa he deseado que se marche y no vuelva jamás. Aborrezco sentirme así. Está esperando verme sucumbir ante el terror ocasionado por él, como si de aquello se alimentara. Sentí la mayor repugnancia el día que coloqué el jarrón en la mesita ubicada en la sala de estar. De un momento a otro su respiración estaba en mi nuca y con voz rasposa preguntó: ¿me temes? Sólo bastó con eso para encerrarme en mi habitación y no salir más.
Llaman a la puerta. Es Erick, pues toca tres veces con suavidad. Abro y lo jalo rápido hacia la recámara.
–¿Ya cambiaste el agua del jarrón? –pregunta primero al entrar– llevas varios días diciendo que lo harás.
–No he podido salir de la habitación, esa cosa está ahí afuera –apunto hacia la entrada sin mirarlo.
–¿Te quedarás aquí por siempre? –parece hablar molesto– Yo no lo miré al entrar.
–De seguro se escondió cuando te oyó llegar –me siento en la cama dándole la espalda.
–¿Cuándo saldrás tú? –ya era más evidente la molestia en su voz.
–En el momento en que se largue de mi casa –otra vez su imagen en mi cabeza. Mis manos empiezan a temblar y las escondo entre mis piernas. ¿Por qué te importa tanto que salga de la habitación?
Erick guardó silencio. En la ranura debajo de la puerta, un sonido de algo arrastrándose y una sombra aparecieron como si alguien les llamara.
–¡No soy yo! ¡Sal de ahí! –la voz llena de espanto de Erick retumba en mis oídos y forma un nudo en mi estómago.
A mi lado, una voz áspera se hizo presente.
–¿Entonces me temes?
Corrí fuera de la habitación sólo para tropezar con el cuerpo inerte de quien realmente era mi amigo. Como puedo intento escapar, choco con la mesita en la sala de estar, llevando conmigo hacia el piso al jarrón que usaba como excusa para tratar de salir de mi escondite. Los pedazos vuelan hacia todos lados. La salida se ve tan próxima y es entonces cuando mi camino se ve interrumpido.
El jarrón roto y la flor marchita yacen en el suelo. Las gotas de sangre conducen hasta una puerta que no pudo ser abierta. En esta casa no sobrevive nada; ni las plantas, ni la vida.
Nazli Gastelum (Ciudad Obregón, Sonora, 2002). Desde niña adquirió el gusto por la lectura. Ha publicado cuentos en la revista Yuku Jeeka y en las memorias del Encuentro de Escritores de Narrativa Breve Edmundo Valadés; asimismo, ha participado en distintas antologías del colectivo Letras del Desierto, del cual es miembro. Fotografía por cortesía de Manuel Parra Aguilar.