Una ventana inmensa: Jetzabeth Fonseca
Poemas de la autora de los libros Letras índigo y Círculos de sombra, y que ahora se publican en la sección que coordina Manuel Parra Aguilar.

Poemas de la autora de los libros Letras índigo y Círculos de sombra, y que ahora se publican en la sección que coordina Manuel Parra Aguilar.
Por Jetzabeth Fonseca
Colima, Colima, 3 de abril de 2025 (Neotraba)
Gelatinosa, la flojera se mete por las venas, se cierne y llega hasta el cuello. No hay nada que la degüelle. Ante el monótono ruido del falseado aire se resiste, no cede a los caminos despiertos.
Los párpados jalados por el murmullo del calor son los que bostezan hasta el cielo. Caminos perezosos los que conducen a la playa lánguida de azul. Disminuida la pasión se postra y queda adormecida en mí.
Este lugar me llama a meterme entre sus calles con olor a fuego, a transitar entre el mar con las venas saladas, para saborear una boca con pinole y descubrir palmeras extraviadas en cada callejón empedrado, donde se respira limonada.
En esta tierra de alfombra verde en cerros, dominada por el dios de los que arden, de los que se vierten en el malecón, de los que inhalan caminos reales y exhalan parotas, viven, quienes cuando besan, hacen brotar melones jugosos de los labios deambulantes y tiene en su tacto, agua de coco derramada.
Dentro nos habita el verano y la humedad, y sabemos del café hirviendo en nuestro sexo. Componemos tristezas cuando llueve néctar de mangos y en el abundante abrigo de los encinos, se guardan los amantes.
Su nombre lo llevo como el plátano enmielado de mi piel. En los ojos se me queda el vientre del mar y la despedida de los náufragos que se escurren en la arena. Toda ella es licor, vicio latente, asombrada virtud.
Altas horas de la madrugada. El frío deja el cuerpo en el epicentro del temblor. Espero lo que no se desea esperar. Es mi tía, “la de las plantas”, como le decía cuando niña.
Toda ella es un deseo inconcluso, un camino desandado, un sitio acogedor y abrigado pocas veces. Sólo reconoce la humedad por los temporales de lluvia. Sabe del alba no por sus amantes sino por las temperaturas que con mantas blancas apacigua.
También es un de esas santas jamás reconocidas. Probidad que toma cuerpo, nunca mártir, de las que se persignan, de las que se admiran, de las que se culpan.
Desde niña tiene sus manos gastadas como si hubiera sido grande, como si hubiera parido hijos, como si hubiera gritado en el parto. Así, así fue su infancia, desdichada mina en explotación. Desdicha.
A colorearse los cabellos de manzanas rojas o de girasoles agachados y mustios, juega. Tiene ojos tristes, generosos, los tiene incólumes. Y besan, besan cuanto pueden. En su boca hay una virginidad gritada, un cuello ahogado y unos senos ahítos de candor sin propietario. Su nombre es penitencia.
Todo es respuesta hecha contra la nada, es una voluntad de gritos y de gestos breves. Navajazos de una vida cubren sus palmas blancas y manchadas con sal. Sus andanzas, como caídas que se anidan en el alma, sobresaltos de instintos, de supervivencia, guardados y callados en las seniles horas.
En su boca hay una guerra seca, entre las grietas de palabas asesinas, donde los reclamos hondos del alma habitan. En sus tiempos corroídos, disimula un secreto atestado de prejuicios y conserva en su conciencia una pena.
En su mirada prisionera, se han parido los dolores de este mundo y en sus lamentos lastimeros se duermen los silencios de cada lágrima. Tiene la muerte encadenada –como la tenemos todos– pero él la lleva como tempestad de alcohol en la sangre.
Continuamente en desesperación, cierra sus desgraciados puños para evitar el miedo de extraviarse y de perder aquello que lo sostiene. Toma sus tres gotas de serenamiento y vuelve su rostro hacia allá, donde sus ojos verdes saben, que está el porvenir.
Qué puedo hacer sino llenarme los ojos de azúcar, para que el cabello se arrastre negro en tus recuerdos. Revivo al tenderme en el cielo de tus manos y derramar mi espalda ardiente a tu salado sexo.
Dejo que la vida me enfrasque en tus huesos, para gemir con ecos ensanchados, ante esas mañanas en que la hoguera me ha regalado tus cenizas calientes.
Me convierto en muelle para dormirte entre los senos. Y soy tormenta clara, encimada a tu tronco enfurecido, a tu oleaje perfumado. Qué puedo hacer sino enterrarme en el silencio escrito en nubes espaciosas.
El cielo choca en las piedras del malecón y lanza sus alaridos al no vernos conjugados. Entonces una tarde se vuelve fotografía con un mar anestésico de paisaje. Y esa luminosidad de sol, de murmullos de canción arenosa, invade mis oídos al recorrer la playa de tu cuerpo.
Los poemas presentados pertenecen al libro Letras índigo.
Jetzabeth Fonseca. Académica, gestora cultural y poeta. Ganadora del 1er lugar en el Certamen de Poesía Manzanillo 2008 y del 1er lugar del Concurso Estatal de Fotografía Turística 2012. En el 2018 fue merecedora al reconocimiento Mujer Villalvarense por su destacado desempeño en el área académica. Ha participado en diferentes publicaciones como Tierra Adentro, así como en revistas y periódicos. Algunos de sus textos fueron incluidos en la antología Biombo de movimientos mexicanos de poesía y en Manual para escapistas. Asimismo, forma parte del Poemario sin fronteras Finlandia-México de la Estrategia Nacional de Lectura 2023. Libros: Letras índigo y Círculos de sombra.