Un zoológico en casa
La animalidad tiene sus razones para manifestarse en nuestros pensamientos. Cardoza las aborda y nos habla de cómo soñar con ello es lo que nos delimita.
La animalidad tiene sus razones para manifestarse en nuestros pensamientos. Cardoza las aborda y nos habla de cómo soñar con ello es lo que nos delimita.
Por Edgard Cardoza Bravo
Ciudad de México, 14 de septiembre de 2021 [01:18 GMT-5] (Neotraba)
Él soñó que tenía un zoológico en casa. Con boletera y todo, y fuertes alambradas y víboras lascivas en el serpentario y trampas, madrigueras y torres encantadas donde habitan los libros.
Vio jirafas enormes que asomaban la testa a través de los barrotes y atestiguaban tímidas tus llegadas borracho a las tres de la mañana. Vio aves del paraíso luciendo sus colores en rondas de ceniza. Vio miméticos simios en la casa de enfrente, emulando tu música a un volumen artero y al lado por más señas a una hiena matrera cuya risa se escucha a más de diez kilómetros. Vio la rama de un búho, pero no miró al búho porque andaba surtiéndose de miradas lunáticas.
Y vio un virus profético de dorados tentáculos que cuidaba con saña la puerta del zoológico.
Desde aquel día he husmeado, con este olfato de perro que los dioses me obsequiaron, tus cambios repentinos de humor –sé a qué huele tu enojo, aunque lo dudes–, el olor del almizcle (ese vaho dulzón de la fecundidad en arraigo de sangre) que te habita cada inicio de luna, tu paladar de maga capaz de trocar en vida nueva el brebaje de asombro en que creo contenerme –y eres tú la portadora de lo creado–, ahora que siempre estás inventando golosinas con los más caprichosos ingredientes: amada, tus frutos con mostaza me aniquilan y ya no habrá sustancia que me mueva porque tu catador oficial que soy –por complacerte– ha probado de todo, hasta el veneno. Tu perro de indias soy, ládrame al menos.
Vasija, recipiente de esencia es lo que eres, minina: ojos de gato para escrutar paisajes en la niebla, para crear vuelo donde hay sólo piedras en derrumbe. Me salvaste justamente en el borde vencido de la hoja. A punto estaba de alzar la fuga tras la sombra de cualquier roedor de cementerio. Minina. Mis doseles sin ti son destechados, cúrame del relámpago que tan sólo encandila y no revienta. Cúrame de la ausencia de imaginación y de lenguaje, para no repetir entre semana las imágenes con que otros lacraron el domingo. Cúrame del veneno y de la cura: de la fórmula, de no salir jamás de los tanteos. Mírame. Cúrame con tus ojos.
Conocí un gallo enorme, que enamora a todas las gallinas del traspatio con desplantes de ganso sublimado. Ave anfibia se cree, batracio de penacho florido vuelto príncipe tras el beso del alba, capaz de despertar al mismo tiempo a ninfas y centauros. No hace kikirikí como otros gallos, su canto es más profundo, pues requiere iluminar el viento y satinar las aguas a la vez. Modula algo así como ptrrrrrrrrrrrrr: se tragó un tololoche el gallo ronco. Entretiene a su grey con zoolipsismos. Su apotegma: ‘yo fui, yo soy, seré’: filósofo engallado. Y difumina el día entre axiomas y aletazos, y en muchas ‘suyas’ a la redonda, no hay otro gallo. Un día de tantos lo encontré con los ojos dilatados y la papada espesa, en posición fecal. ‘¿Qué haces?’, le pregunto. ‘Sólo pujo’, responde. ‘Practico mi versión del imposible… Porque, un día de estos, pongo un huevo’.
Juntamos animales alrededor de nuestra casa sólo para mirarnos desde un espejo fiel que no reclame. Nunca somos más ciertos que acariciando un perro o alimentando un pájaro. Las mascotas nos dan clases de yoga para la eternidad: jalar una correa significa sacar a orear las penas y aventar los desechos a la calle para que el ir del mundo se los lleve; platicar con un loro es vaciar la conciencia del lenguaje común y extraer de una jaula el balbuceo (la más antigua forma de poesía); al cepillar las crines de un caballo convocamos al hado de los vientos para que nos tempere la ansiedad. Somos la mitad débil del asunto con la única gracia del lenguaje, por eso procuramos que haya algún animal a nuestro lado: su inconsciencia nos da seguridad.
Como gallinas somos, en nuestros miedos simples y primeros. El rebuzno de un burro nos recuerda que ni tan hombres somos, ni tan sabios.
Si no hay animales en la casa, algo raro sucede. Quizás hay una suegra que los suple y ese animal impone. Si de fieras se trata, ella sola vale por el zoológico; pero no te equivoques, poeta: el suegranodonte no es domesticable. La realidad es esta: si hay suegra en casa, no habrá loro, ni gallo, ni perro, ni gato, ni mascota virtual que nos comprenda. ¿Qué hacer en este trance? Esperar a la muerte es arriesgado, porque en casos extremos se ha sabido de suegritas de ciento veinte años. Pensar con optimismo es declararla reserva protegida, aceptando que en ella hay loro, gallo, perro, felino que trastoca los tejados… La mejor solución según la tesis de algún veterinario de abolengo (la mamá de King Kong fue su paciente) es hacer que esa selva se disipe en su mismo rebote: que en cada recoveco haya un espejo: que la doña se mire hasta caer desmayada en su propio reflejo.
En estos tiempos de obligados encierros y días encallados en el arnés del viento culpamos a un catarro que viene de allá lejos de todas las desgracias que puedan ocurrirnos. Pero somos las mismas creaturas de antes del naufragio que ahora nos hundimos con las puertas cerradas. Aguardamos la noche para atisbar el cielo con la furia marchita después de tanto infierno.
Tan pronto un corrillo de gatos maúlla en la azotea, sentimos nuestras garras retráctiles caerse y el felino que somos en la neblina insomne oye que lloran niños desquiciados y solos. Es cuando, buscamos una caja de arena para esconder las culpas que quizá no tenemos y ese niño maullante es quien ahora escribe reflejado en la luna: que reclama valiente los sueños de la infancia.
Se ha dicho hasta el cansancio que los sueños son ángeles, imágenes de Dios, miedos cervales, animales domésticos del éter. Pero los sueños son todo eso y más: sus orillas nos rondan las veinticuatro horas y no existe dominio que no sea horadado por su broca de encanto. Todos tenemos una versión particular del sueño, todos soñamos de modo diferente. Los sueños nos definen: somos lo que soñamos. La huella temporal de lo que existe se manifiesta en sueños: somos la realidad de nuestros sueños.
En mi caso específico, animales y selva es lo que sueño: cerros que se deslavan, ríos turbios que de repente fluyen transparentes, lianas atiborradas de macacos, oficinas postales donde en vez de misivas fluyen aves (mensajeras de pésimas noticias), burócratas de leva y de sombrero que abajo del atuendo son iguanas con una cresta grande y retorcida, caimanes académicos que nadan en champaña de Tepito y trafican botana en los recreos, víboras con semblante de gatitas, elefantes morados que sirven de custodia a algún poeta, guacamayas de colores sintéticos surgidas de un mitin de sordomudos, leones calvos reposando su fama y su corona bajo la sombra mansa de un laurel…
Se ha dicho hasta el cansancio que los sueños son ángeles, imágenes de Dios, miedos cervales, animales domésticos del éter. Pero los sueños son todo eso y más: