Un cuento de Acapulco Noir
Presentamos a Iris García Cuevas el próximo jueves 25, con la antología Acapulco Noir. Aquí una muestra de este trabajo.
Presentamos a Iris García Cuevas el próximo jueves 25, con la antología Acapulco Noir. Aquí una muestra de este trabajo.
Por Nylsa Martínez
Acapulco, Guerrero, 23 de febrero de 2022 [02:43 GMT-5] (Neotraba)
No sé qué más hacer, pienso que nadie vendrá, no hay razones para que lo busquen aquí…, además…, el patio es muy amplio. La abrazó y pusieron manos a la obra. Del cuarto de atrás, el que está construido junto al anexo, sacaron un par de palas y pico. Era una de las escenas que ocurre en tantas películas donde un par de personas cavan un pozo ungidos por la noche y la clandestinidad. Sus manos estaban acostumbradas al trabajo del hogar, no era extraño pasar los domingos haciendo jardinería en el patio. A su padre no se le podía aplicar el dicho de: “En casa del herrero azadón de palo”, pues toda la construcción estaba rodeada de flores y árboles sembrados por él. Uno de los lados de la casa estaba franqueado por una hilera de laureles enanos y el otro, por una cadena de buganvilias naranjas. En todas partes se asomaban yucatecos, granados, higueras y un naranjo cuyo tallo a lo largo del tiempo había robustecido. El esmero en el cuidado de la vegetación le daba un aire vivo y de distinción.
Su papá fue el que hizo la mayor parte al momento de escarbar, ella se dedicó solamente a dispersar un poco los montículos que se iban acumulando sobre el suelo. El clima en la ciudad es muy generoso, nadie se puede quejar, pero esa noche, sí que hizo calor, era como si el mismo ambiente quisiera complicarles aún más todo. Del pequeño refrigerador trepado sobre un pallet de madera sacó una caguama para él y una Crush para ella. Destapó la soda y se quedó en silencio. Dejó que el líquido resbalara suavemente por su garganta. A través de la puerta de screen del patio pudo divisar la cocina; las cosas compradas un poco antes, en el mercado, seguían en bolsas de papel sobre la mesa. Quizá ya no harían su carne asada.
Volvió a la parte trasera del anexo, adonde cavaban el pozo. Llevaban a lo mejor un metro de profundidad. Lo tenemos que hacer muy hondo, aunque nos estemos aquí toda la noche, dijo su padre. Asintió y le ofreció la cerveza. Él depositó la pala sobre uno de los bultos de tierra y le dio un trago generoso. ¿Qué dices mija?, ¿le seguimos?, Sí papi. Ella continuó abriéndole espacio a los montones de tierra y él con lo suyo. ¿Entonces mañana haremos nuestra carne?, le preguntó. Yo creo que sí, a ver si no estamos muy cansados, respondió con mucha fatiga y sin detener su labor. Lo dejó por un momento y corrió hasta a la cocina para meter la carne y todo lo demás al refrigerador.
Se hizo tarde y le comenzó a dar sueño. Aún quedaba toda la noche tal como su padre había pronosticado. Quizá llevaban dos metros más. Yo creo que ya es suficiente papi, ni en el panteón los hacen tan hondos. La miró y ni siquiera pudo esbozarle una sonrisa. Tienes razón, ya estoy cansado, que sea lo que Dios quiera. Su hija le ofreció otra caguama, para ese momento ya sumaría tres o cuatro. Ella destapó otra Crush. Los dos le dieron sendos tragos como si quisieran asfixiar las botellas.
El cuerpo estaba allí cuando llegaron de la calle, su padre lo encontró al ir al patio del anexo a recoger unos trozos de cerca que deseaba adelantar. Ahora sí los quiero arreglar, llevan allí semanas. Con mucho cuidado lo recargaron contra la barda de bloque que todavía rodea la parte trasera de la propiedad. Era un hombre que se había atrevido a invadir el patio sin prever que se perforaría medio tórax y cráneo. Supusieron que, en su salto al interior, había tropezado sobre una afilada armazón que iban a usar para tender guías en el jardín. Quitarle lo puntiagudo a esos fierros era trabajo pendiente, por eso estaban en la parte de atrás, no fuera a ser la de malas y pasara algún accidente.
Entre los dos jalaron el cadáver para acomodarlo al borde del pozo. Lo aventaron y escurrió hacia el fondo dando un golpe sin eco. Apenas y pudieron distinguir los contornos de su silueta, ya estaba oscuro y por precaución no prendieron las luces de afuera. No se ve bien sin la luz, seguro que éste se ensartó anoche o en la madrugada. Ella recordó que el día anterior no había prendido las luces, un olvido. Bañaron el pozo con cal y luego comenzaron a devolver la tierra al agujero, fue rápido. Guardaron las palas y el pico. Mañana recogemos y arreglamos bien aquí, dijo el papá. Ella lo abrazó y se fue directito a bañar. Él también.
Ese domingo, como pocos, su papá durmió hasta tarde. Dieron las nueve y los ronquidos la despertaron. Se deslizó hacia fuera de la cama sin hacer ruido. En la cocina se sirvió un cereal y luego se sentó frente al televisor de la sala para ver las caricaturas. Ya al rato, su papá salió de la habitación y le dijo que debían terminar lo de anoche, arreglar el patio de atrás.
El sol los golpeaba de lleno, desde el día anterior el clima castigaba. No se puede dejar sólo esta parte revuelta, debemos revolverla toda. Con su pala ayudó a remover la tierra del área que rodeaba al pozo; él aprovechó para dar un poco de orden y sacar las cosas que ya no servían. Cuando toda la tierra estuvo suelta le dijo que trajera la manguera y regara bastante para que el polvo se aplacara. La dejó y él se fue a componer los trozos de cerca que lo esperaban en la parte de enfrente desde el día anterior. Al terminar con las tareas el pequeño espacio relucía en orden y mejor que antes. Esa tarde prendieron el asador y prepararon carne junto con unas costillas muy jugosas.
Ella no le comentó en ese, ni en los días sucesivos, sobre el asunto del cuerpo. Sin declararlo de manera explícita se comprometieron a guardar silencio. El lunes su padre volvió a la rutina de despertar a las tres con cuarenta, bañarse, echar todos sus enseres al pick-up y enfilarse para cruzar al otro lado. Por su parte ella regresó a las tareas de diario: despertar a las seis veinte, comer un pan tostado, tomar leche, ajustarse el uniforme y esperar a que la recogiera el camión del colegio.
La primera clase en el día fue la de religión. La monja les repartió unas hojas que ilustraban todos elementos del altar de consagración, a cada objeto litúrgico le acompañaba una línea sobre la cual debían escribir el nombre correspondiente. Les pidió que colorearan las figuras. Ella tomó un crayón rojo y todo lo pintó en esa tonalidad. Al salir al recreo se quedó sola en una banca, como siempre. El asunto del cuerpo enterrado era como un regalo, ahora se sentía parte de un gran asunto, inmersa en la aventura. Sus compañeros iban de aquí para allá botando una pelota, las compañeras de clase saltaban la cuerda y otras, brincaban sobre un elástico. Ella estaba en calma, dichosa. Por primera vez observó con cierta superioridad al mundo.
Fueron tres días después de cumplir dieciocho años cuando encontró a su padre tirado sobre la loseta del baño. El médico dijo que había sido un infarto fulminante. Fulminante, repitió a cada una de las personas que informó sobre el fallecimiento. Dos días después, cuando todos se fueron y ya su padre estaba depositado en el panteón, quiso pronunciar en voz alta las palabras infarto fulminante, comprender por qué estos dos términos ostentaban la autoridad de arrebatarle su único afecto.
Se sentó en una de las sillas del porche y reparó en la abundancia que se desplegaba sobre ese patio tan amplio. Volvió a pensar en el hombre enterrado junto al anexo, ¿por qué su papá había decidido enterrarlo en vez de llamar a la policía? Nunca se lo preguntó.
Sin embargo, ella ignoraba que aquel hombre no era un desconocido, era el mismo que años atrás le había soltado un par de tiros a su padre. El resumen era el siguiente: su papá se aprovechó de una muchacha a sabiendas de que ésta tenía un hermano con fama de violento, no le dio importancia, pensó que la libraría. Le prometió el cielo, el mar y las estrellas, acaso ella tendría quince y él diecinueve. Cuando ya no procuró a la chica, el hermano enfurecido fue a buscarlo para pedirle cuentas. Le disparó. Casi muere, se salvó de milagro.
Un amigo le consiguió documentos gringos a su padre para que se fuera allá por un tiempo. Era mejor poner tierra de por medio. Los papeles eran buenos, los había conseguido de un joven muerto en un accidente en este lado de la frontera. Era un hijo de sus vecinos, los visitaba cada semana, tenía una novia acá. El amigo les ofreció a cambio una compensación económica, además, se trataba de realizar una buena obra. Le entregaron un acta de nacimiento del estado de California y el número de seguro social del chico. Así su padre se fue a los Estados Unidos y adoptó esta identidad.
Más de seis años esperó para retornar. Se le revolvían las tripas al imaginar que su perseguidor lo encontrara de nuevo. Sólo recuperó la seguridad al escuchar rumores sobre la desaparición de éste.
Se decía que a varios traía muy molestos, no faltó quien le pusiera un alto. Lo primero que hizo fue comprar una propiedad en las afueras de la ciudad. Era un terreno llano, al inicio no tenía gran cosa. Apenas sólo dos cuartos de adobe y una extensión amplia que lo hacían sentir como todo un hacendado. Allí fue construida la casa.
Ella observó de nuevo la extensión de tierra. Recordó cómo se pobló gradualmente de árboles. Pensó en aquella noche que sepultaron al hombre en el patio del anexo. Cómo luego lo transformaron en un pequeño huerto que ahora daba frutos dulcísimos y grandes. Se trasladó a las tardes donde la única misión era armarse de una vara con un gancho y recolectar guamúchiles. Este patio tan grande…, pronunció.
La casa era el proyecto de su padre, cada fracción de tierra escondía cierto ideal. Un conjunto de historias cuya suma moraba en cada espacio. Quién sabe si aún hubiera más secretos que ella ignoraba; más muertos, armas, quizá fortuna. Su mirada se volvió líquida. Sería imposible sostener la casa y cuidarla con el mismo esmero de su padre. Todo eso requería de tiempo. Se le caería en pedazos el jardín, la construcción se derrumbaría.
Quizá era el momento de abandonarla y que alguien más se hiciera cargo. Venderla. Ya el esqueleto alguien lo encontraría después, o quizá nunca. Más pensamientos la asaltaron. Tuvo miedo de haber pronunciado aquello en voz alta. ¿Qué si aquel cuerpo cobraba vida ahora?, ¿si durante la noche se atrevía a llamarle o tocar la ventana de su habitación? Ya no estaba el padre para defenderla. El patio por primera vez la intimidó. Se revelaron con claridad una serie de peligros y catástrofes latentes.
Rápidamente se puso de pie y se dirigió al interior de la casa. Emparejó la puerta de screen y a otra de madera le echó cerrojo. Una conciencia temerosa cobró vida. Ahora estaba sola en medio de un cementerio. Habitaba una casa de paredes que se antojaban listas para ser engullidas por tanta vegetación. Debía llamar inmediatamente a un agente inmobiliario. Huir de allí.
En el directorio telefónico encontró varios nombres y apuntó los datos en un trozo de papel. Revisó la hora y se dio cuenta de que era un poco tarde para llamarles. Se prometió que al día siguiente la realizaría, sería lo primero. La intranquilidad la invadió, presentía que en cualquier momento se levantaría aquel hombre como un resucitado. Escuchó pisadas que provenían de afuera. A su miedo se sumó el repentino azote del viento. Llegaban hasta su habitación unos chillidos indescriptibles. Apenas y pudo dormir con el resuello del aire que se colaba por las hendiduras de la casa.
Al día siguiente inició con las llamadas a los agentes de bienes raíces. Hubo varias visitas pero la posibilidad de venta se complicó. Todos le pedían papeles de propiedad de los que ella no disponía, tendría que entablar un juicio de sucesión pues no había testamento. ¿De dónde sacaría dinero para contratar a un abogado?, ¿cuánto tiempo le tomaría el realizar esos trámites? Se propuso buscar un trabajo, ahorrar todo lo que pudiera para arreglar esos papeles. Ya después de la venta, podría estudiar sin mayores preocupaciones, incluso con dinero suficiente.
Así lo hizo. El tiempo se le iba en trabajar y arreglar al paso los desperfectos que surgían por aquí por allá. Apenas cubría los gastos de un asunto cuando ya tenía encima otro. En uno de los veranos las lluvias sembraron goteras por toda la casa. Tuvo miedo de que las corrientes de agua removieran la tierra y dejaran al descubierto el cuerpo. Vinieron noches de insomnio. Se imaginaba cómo la policía tocaba a su puerta para llevársela presa. La humedad provocada por la lluvia resquebrajó la pintura de varias paredes. En su mente se reproducía una y otra vez el colapso de su casa, la imaginaba como absorbida por un terremoto. Lloraba. Cada vez que creía que podía terminar y alejarse, algo nuevo la retenía.
Podía sentir cómo sus mañanas cada vez eran más nubladas, como si mientras dormía algo de ella se quedara enterrado en la cama. Ella entraba, salía, realizaba quehaceres. Los vecinos sólo observaban. En muchas ocasiones intentó alejarse, pero siempre era traída de regreso, como si un par de altavoces la persiguieran a cada lugar anunciándole que tenía cuentas pendientes, que debía volver. Quizá era que la endemoniada construcción iba a mantenerle presa toda la vida.
Por la mañana cepilló su pelo que escurría agua y lo ató en un chongo. Una vez más experimentó la pesadez de la noche transcurrida. Se calzó unas diminutas zapatillas de tacón bajo y de nuevo se dirigió a la calle, otra vez a la ofi cina de bienes raíces. Cuando entró, uno de los empleados nuevos le dio la bienvenida y la hizo sentar junto a otros clientes que esperaban. Le entregó un número tomado de un despachador. Ella se acomodó en uno de los sillones y colocó las manos sobre su regazo. Pasados unos minutos, se impacientó y sacó una pluma de su maletín. Se entretuvo un buen rato haciéndola circular de un dedo a otro y pasándola de una mano a otra. Escuchó gritos y supuso que provenían de los grandes altavoces distribuidos por el techo lugar. Luego observó con detenimiento y descubrió que eran pantallas que sólo exhibían la numeración del orden en que atendían, de ahí no escapaba mayor sonido. Para ese momento no recordaba en cuál de los bolsillos se encontraba su número, ¿En cuál estaba? Su rostro mostró preocupación.
El mismo empleado que al entrar le dio el recibimiento se acercó a ella y le comentó que ya hacía buen rato que su número había pasado, que en qué le podía ayudar. Ella pareció ignorarlo y siguió entretenida con el juego de la pluma. Otro de los trabajadores del lugar le echó una mirada al principiante indicándole que se retirara de la mujer. El joven se alejó de ella para intercambiar en silencio unas palabras con el trabajador. Luego regresó y le dijo: Dime en qué te puedo ayudar, veo que ya has pasado mucho tiempo y sigues aquí. Ella le lanzó una mirada fi era para luego arrojarle un trozo de papel muy desgastado. Tengo una cita, exclamó. El muchacho cogió aquello y lo leyó. En él estaban anotados la dirección de una ofi cina inmobiliaria y el nombre de un agente.
Creo que te has equivocado de sitio, aquí somos la compañía de televisión por cable, el joven le dijo con amabilidad. ¡Yo tengo un asunto aquí!, ¿no me ves?, gritó y el resto de las personas que esperaban en la misma sala voltearon a verla. ¿Es que necesito sacar lo que traigo aquí guardado para que me atiendan?, dijo con una voz fuerte, al tiempo que se inclinó sobre el maletín para abrirlo. Todos, que ya estaban al pendiente de lo que ocurría, se sobrecogie ron por un instante. ¡No!, no es necesario, ¿por qué no me platicas de tu asunto allá afuera?, yo te puedo ayudar. Ella soltó el maletín y se acomodó el peinado, luego dijo: No, yo estoy esperando a que me atiendan y no me voy a salir. El muchacho que vestía una camisa muy planchada y corbata, apuró la conversación. Está bien, vuelvo en un rato más por si algo se te ofrece.
No tardó mucho en aparecer en la sala un hombre de complexión robusta que vestía un traje y zapatos muy lustrados. Nos da pena molestarlos pero en este momento debemos realizar un simulacro de incendio, les pedimos por favor que desalojen el lugar. Todos se voltearon a ver un poco incrédulos ante la instrucción. La mayoría atendió pero con lentitud. No se preocupen por su turno, conserven el número, esto sólo tomará unos minutos, repitió el hombre. Los empleados que ocupaban el lado de los mostradores, se levantaron de sus asientos y dirigieron al grupo hacia el estacionamiento.
Pasó efectivamente un corto lapso cuando anunciaron que se podía volver al interior, el simulacro había concluido. En el exterior de las oficinas se apreciaba una patrulla; sentada en el asiento de atrás estaba ella y el maletín. El gerente del lugar entró y dijo al momento que esbozaba una sonrisa: Ustedes disculpen, son políticas de seguridad. Luego se dirigió al principiante que se encontraba justo a su lado. Trató de hablarle en voz baja y evitar ser escuchado por los que todavía mantenían sus miradas sobre ellos: Esa mujer no debe pasar, es un dolor de cabeza, vive cerca de aquí, donde hay un patio muy amplio. El muchacho se frotó las manos sobre los pantalones: No se preocupe, es que yo no sabía, no me vuelve a pasar. El hombre hizo un reconocimiento del lugar con la mirada y dijo: Está bien, aguzado para la próxima.
Salió de nuevo hacia el estacionamiento y vio cómo arrancaba la patrulla llevándose consigo a la mujer. Se sintió satisfecho de su actuación. Los policías ni se sorprendieron ni hubo que ofrecerles mayor explicación del incidente. Se acercaron a ella procurando no asustarla y con palabras amables la convencieron de subir a la patrulla. Por enésima ocasión, ella se sintió descubierta. El auto encendió y sin mayor problema se enfiló hacia una de las calles adyacentes. Eran ellos los que habían acudido una semana atrás para atender el mismo caso, ya sabían la dirección.