Un atisbo a la obra poética de Tomás Segovia
Ensayo | La obra de Tomás Segovia tuvo alcances que probablemente no imaginamos, dentro de la historia poética de México. Edgard Cardoza se acerca a ello a través del siguiente texto.
Ensayo | La obra de Tomás Segovia tuvo alcances que probablemente no imaginamos, dentro de la historia poética de México. Edgard Cardoza se acerca a ello a través del siguiente texto.
Por Edgard Cardoza Bravo
Ciudad de México, 25 de julio de 2020 [00:01 GMT-5] (Neotraba)
En 1940, a la edad de trece años, llega a México proveniente de España Tomás Segovia. Pocos meses antes, en 1939, los republicanos se han enfrentado a su derrota definitiva. La misma causa —la Guerra Civil Española— ha traído ya o hará llegar después a tierras mexicanas, a partir de 1937, a otros talentosos compatriotas suyos, practicantes de diversas disciplinas. En el ámbito de la poesía podemos mencionar a Ramón Xirau, Juan José Domenchina y Emilio Prados, que ya estaban en México cuando arriba Segovia; o Manuel Altolaguirre, que llega en 1943; o Luis Cernuda, que se instala definitivamente en México hacia 1952, después de haber vivido en Inglaterra y Estados Unidos.
Tomás Segovia se forma como escritor en México, aquí creó casi la totalidad de su obra y sus búsquedas poéticas —según ciertos críticos— tienen más afinidades con el entorno latinoamericano que con los alientos de su país de origen. Pero algo queda, sobre todo en sus dos primeros libros, de la poesía que acompañó su infancia. Por momentos García Lorca vuelve a respirar en los octosílabos y referencias lunares de País del Cielo, libro escrito entre los dieciséis y los diecinueve años de Segovia: aquellos versos iniciales del famoso Romance de la luna, luna, de Lorca, La luna vino a la fragua con su polizón de nardos, corresponderían perfectamente a Y llega la luna y sueña / con una imposible flor, del poema “Con ellos”, de País del cielo.
Y ya vencidos a la tentación de suponer parentescos, me pregunto: ¿No estará presente el Miguel Hernández de Silbos en los juegos rítmicos, la transparencia de la imagen, el estribillo breve llevado a su mínima expresión, de los textos de Fidelidad, su segundo libro, concluido casi simultáneamente que País del cielo? Confrontemos algunos versos de ambos poetas para ilustrar tal conjetura. Dice Hernández en el poemaEl silbo de la llaga perfecta: Abre, amor mío, abre / la puerta de mi sangre.// Abre, para que salgan / todas las malas ansias. // Abre, para que huyan / las intenciones turbias.
Y leemos en el poema Red, de Segovia: Eché mi red en el viento: / hojas secas. Eché mi red en el tiempo: hojas muertas. Eché mi red en mi pecho: / hojas negras.
Hasta Fidelidad, considero, llegarían las influencias de los autores españoles, que seguramente las hubo. En adelante, Tomás Segovia enarbola su personalísima voz enmarcada en la profusión de imágenes, una gran preocupación por hacer del símbolo el eje del poema, el humor como corriente subterránea del texto para indicarnos que todo tiene solución, aún la muerte: la risa y la ensoñación creativa siempre triunfan sobre la muerte, quiere decirnos en la totalidad su obra Tomás Segovia.
Esta última línea (la risa ensoñada, su humorismo taciturno, la percepción de triunfar sobre la muerte) constituye quizá el principal elemento de ruptura de Segovia con su tradición, en donde todo puede ser cambiado exceptuando la muerte. El poeta corrige: la muerte estilizada por el arte, idealizada por el arte, es menos muerte y por tanto es sujeto de ser modificada. El arte sobrevive los efectos del tiempo y de la muerte. Todo, absolutamente, es enmendable, la imaginación es el corrector natural de las imperfecciones humanas. Y si la muerte, para el poeta es perfectible, ¿porqué no sus libros aunque hayan sido ya publicados? He aquí otra característica del hacer creativo de Tomás Segovia: el verso, el poema, el libro, están siempre en proceso de corrección.
No importa que sean ya habitantes maduros de librerías y bibliotecas: el verso puede cambiar, el poema debe estar abierto a recoger madurez y nuevas expresiones en el camino, el libro puede en cualquier momento relevar el orden de sus textos y hasta mudar de título: tal es el caso, por ejemplo, del libro La triste primavera, que cambió luego a La luz provisional y ha vuelto finalmente a su título original, o del libro publicado en 1981 en Premiá Editora bajo el título Figura y secuencias, que aparece en el último recuento de su obra (Poesía 1943-1997, FCE, 2000) como Figura y melodías.
Aún los grandes autores dejan deudas en el camino de su conformación definitiva, la obra tiene muchos ancestros aunque estos permanezcan en la sombra (supuestamente ya encontramos dos ramas en la obra inicial de Segovia, de ese difuso árbol genealógico: García Lorca y Hernández). Lo cierto es que cada obra artística y su creador son sólo diminutos engranes de la infinita maquinaria que es la imaginación. Todas las obras producto de la imaginación del hombre están, en mayor o menor grado, emparentadas entre sí. Hay autores —como Segovia— preocupados en inventar lubricantes y nuevas piezas para que la maquinaria imaginativa no se detenga; y hay también curiosos recalcitrantes, atentos a descubrir las fisuras de esos mecanismos, los puntos de conexión en donde el oficio creativo pueda perder su novísimo brillo.
Todo gran autor influye y es influido por otros y tal efecto no ocurre necesariamente de mayor a menor, de consagrado a incipiente. La influencia también se da entre contemporáneos. ¿Qué tal, por ejemplo, que el primer Jaime Sabines haya recibido alguna proyección del primer Tomás Segovia? Averigüemos, y vayamos en este ejercicio especulativo, primero a los versos iniciales del poema Pequeño rito para una difunta, perteneciente a La voz turbada, de Segovia, libro posterior (1948) a los dos que hemos mencionado: Séanos dado, / magnífica difunta, / junto con la riqueza nueva de estar tristes, / hecho río el amor que te tenemos…
Así comienza el poema Tía Chofi, que forma parte de La señal (1951), segundo libro de Sabines: Amanecí triste el día de tu muerte, tía Chofi, / pero esa tarde me fui al cine e hice el amor…
Hacia el final del poema de Segovia, leemos: Para hacerte renacer, más grande, / más pura, más total, / desde esta muerte que es el único camino, / para hacerte renacer…
Y Jaime Sabines escribe, también, poco antes de concluir su poema: Sofía, virgen, antigua, consagrada, / debieron enterrarte de blanco / en tus nupcias definitivas…
Y existen aún más puntos de relación entre estos dos poemas. Coincidencia o variante razonada del poema de Segovia por parte de Sabines, la realidad es que Pequeño rito para una difunta es anterior (1948) a Tía Chofi (1951).
La parte medular de la obra poética de Tomás Segovia inicia precisamente con este tercer libro, La voz turbada, para alcanzar su maduración varios lustros después en Anagnórisis. Aristóteles proponía en su Arte Poética, tres momentos esenciales para el proceso creativo: Mimesis, la imitación del entorno; Peripecia, revolución, la conversión de los sucesos en su tendencia opuesta, el abandono del lastre viejo para renacer en lo auténticamente propio; y Anagnórisis, el reconocimiento, el rescate de todo lo útil que hubo quedado atrás, pero también su confrontación madura con lo nuevo. En este libro, el poeta Tomás Segovia vacía toda su perspectiva de poesía: el poema debe aspirar a la conquista plena de los sentidos, y además convertirse en uno con su creador, de manera que el hombre sea sueño y en el mismo movimiento el poema sea hombre-artífice-del-sueño.
Anagnórisis es un enorme poema que abandona sus espacios habituales de tránsito y salta a los pasos mismos del hombre para acercarlo a la única ruta posible hacia la inmortalidad: la vida en la imaginación. En la página 89, el poema regresa sobre su eje vital, no a reandar el camino sino a solazarse en la inocencia, paraíso de la imaginación, madre de toda poesía.
Anagnórisis, es según los críticos más confiables uno de los libros más importantes de la poesía mexicana (Segovia fue mexicano por adopción) del siglo XX, pero hay un poema posterior que no le va a la saga y que puede integrarse sin demérito alguno al selectísimo grupo de los grandes poemas unitarios de México, al que pertenecen Primero Sueño de Sor Juana Inés de la Cruz, Muerte sin fin de José Gorostiza, Canto a un dios mineral de Jorge Cuesta y Piedra de sol de Octavio Paz. Me refiero a Ceremonial del moroso, poema de 521 versos, publicado por vez primera en el número de Enero-Febrero de 1994 de la Revista Tierra Adentro y que forma parte del libro Fiel imagen.
El poema, alarde de ritmo y de construcción de imágenes a partir de lo cotidiano, destaca, entre otras cosas, una joya del carácter latinoamericano: la morosidad: el posponerlo todo a costa de todo hasta culminar en el mayor de todos los tropiezos: no poder posponer la propia muerte física.
En síntesis, Tomás Segovia publicó en vida más de una veintena de libros en el género poético e incursionó también (con regular fortuna) en los terrenos de la traducción y de la crítica literaria.