Por José Agustín Solórzano.
Al leer a Jorge Manzanilla encontramos dientes clavados en las páginas. Su poesía es un rencor, un hastío de estar solo. Para mí, pues, que sé que uno no tendría por qué escribir de no estar solo, para qué. Uno elige a veces la palabra, la espina de la página en blanco y no el salir con los otros, con los que desde afuera nos miran al pasar tras nuestras ventanas. El poeta es un animal enjaulado. Eso lo sabe Jorge, su poesía toda es una bestia atrapada entre las hojas. Sus poemas: rugidos, violentas pedradas al lector ingenuo que osa asomarse a su zoológico, al que Manzanilla construyó de murmullos que de tanto estar encerrados se volvieron alaridos, gritos, desesperaciones.
Que lo sepulten recostado en la palabra, pide, sus versos son tierra fértil a los que él quiere entrar, de los que él quiere salir hecho raíz; quiere hacerse sustantivo, cuerpo solo, caminante, caída cortada en dos por el afilado filo de la felicidad. Dice él. El poeta que encontramos recostado en el verbo es un orador, alguien que pide a Dios que deje de seguirlo en Twitter (en su poema Se le ha dicho a Dios con Twitteratura), alguien que ora para que los poemas no lo sepulten, porque en esta vida, los versos matan.
¿Cómo me imagino al poeta, al sepulturero de sí mismo?, me lo imagino yendo al súper, al Wal mart, leyendo los empaques de la despensa, caminando perdido por los pasillos, internándose en el laberinto de la vida cotidiana, hasta que algo o alguien, como dice él, comience a reclamar este laberinto.
Jorge también es un poeta joven, un poeta del supermercado, como ya lo decía, por eso no me sorprendió encontrarme con Una voz poética escucha sus pasos, poema que no quiere dejar de ser el rencoroso, el hastiado, pero que a la vez se ríe del mundo que recorre. La voz poética de Manzanilla habla con el mundo cada que sale a él, le pide explicaciones, se encabrita y hace berrinche cada que se ve como un astronauta en un planeta extraño, donde la poesía, a diferencia de donde él viene, está encerrada en casi cualquier lado: en las botellas vacías que la gente lanza al cualquier mar. Por eso él va, como todo un pepenador de voces, recogiendo envases para llenarlos de palabras y dejarlos naufragar en su cuartito, donde ya lo dijimos, escribe, porque está solo.
Qué haríamos los poetas, entonces, si no tuviéramos la confianza de escondernos, de hacer libros como carcajadas, rabiosos libros de cuerda, como el que Jorge nos ofrece desde su trinchera. Leer este poemario antes de salir al mundo es recomendable, como ponerse la chamarra y meter las manos a los bolsos, como prepararse antes una bebida caliente y cerrar la puerta con nostalgia antes de salir al desolado, no sin irse oyendo esa voz poética que Manzanilla sembró en nuestras cabezas:
Vamos al patio del mundo,
al equinoccio del abrazo,
a la expansión de una lágrima,
vamos a jugar en el carrusel
que no tiene pasado ni futuro.
Vamos, a recostarnos en la palabra, para escuchar como llora el mundo, tan solo como el poeta, en este universo tan inhabitable.