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Mérida, Yucatán, 5 de agosto de 2024

“El orgullo propio te iluminará cuando no encuentres el camino”.

Anónimo

Hace unas semanas, a propósito del aniversario luctuoso de Marilyn Monroe (1926-1962), circularon por las redes sociales una decena de fotografías inéditas de su cadáver y la escena donde pasó los últimos momentos de su vida el 5 de agosto de 1962. Sin duda, para los admiradores del sex symbol y hasta para los que no, fue una desagradable sorpresa enterarse de los “secretos” de belleza de los que la diva se valía para lucir invariablemente radiante, sensual y apetitosa para cualquier caballero. Nadie puso en duda que la cámara la adoraba en vida, ¿pero y después de muerta?

La playmate, quien fuera encontrada sin vida en su mansión de Los Ángeles, California, no murió con el glamour que la caracterizó, ni su habitación era propiamente de una estrella de Hollywood como míticamente imaginamos los mortales. Desnuda, golpeada, y maltrecha, con la cara enrojecida e hinchada, dificultó su reconocimiento en la funeraria entre quienes la prepararon para la velación. Los encargados de la morgue tuvieron que realizar una ardua labor para dejarla parecida a Marilyn Monroe, según dijeron.

¿Cómo te gustaría que te recordaran? Quizá es una pregunta que no todos estamos preparados para responder. Pensarse muerto es imponente y atemoriza. Las razones son variadas, ya sea porque podría resultar premonitorio, o atraeríamos a la muerte, o simplemente porque una vez muerto, para qué preocuparse. No así también existen personas que planean cuidadosamente el momento final y ante un Notario dejan su última voluntad en cuanto al funeral y a la forma de tratar sus restos.

Cuando vi las fotografías, vino a mi memoria el cuento “Orgullo” del brasileño Rubem Fonseca (1925). Seguramente a sus 36 años Marilyn sentía muy lejano el momento de abandonar el mundo y por supuesto no se preparó para ello. El cabello desteñido, las piernas sin depilar, sin la dentadura postiza que iluminaba su sonrisa, el cuerpo envejecido, descuidado y sin las prótesis mamarias que acrecentaban sus senos, es lo que revelan las fotografías recién encontradas, tomadas por Leigh Wiener, quien murió en 1993 llevándose el secreto a la tumba.

Gabriel García Márquez en su cuento “El ahogado más hermoso del mundo”, toca el tema de la subjetividad de la belleza física en la muerte. La admiración que sienten las mujeres del pueblo por el ahogado, no tarda en pasar a la conmiseración, dando cuenta del juego de la percepción y contextualización para valorar y desvalorizar la beldad. Es difícil visualizar a un ahogado hermoso cuando sabemos los estragos del agua dentro del cuerpo al distenderlo y azular la piel, sin embargo, la literatura licencia la narrativa y del día a la noche las mujeres que lo velarían cambian de opinión y no pueden sentir más que compasiónpor el infeliz gigante.

A pesar de que la percepción de la belleza es subjetiva en vida, en la muerte me atrevo a decir que nunca lo será. No creo en muertos hermosos, pero sí en cadáveres menos afectados que otros, por supuesto depende de la manera de morir. Leigh, seguramente uno más de los fervientes admiradores de la Monroe, no quiso rasgar el velo que envolvía el mito de la perfección de la belleza, sacando a la luz dos rollos del cuerpo desnudo del cadáver. Al no destruir las imágenes, existía la posibilidad de que alguien las encontrara algún día, como sucedió cuando de manera fortuita su hijo las descubrió en una caja de seguridad.

Retomando la narrativa de Fonseca, como una metáfora del poder del Orgullo o como dijo José Alfredo Jiménez en “Alma de acero”: “… a veces me ando cayendo y el orgullo me levanta”, el narrador omnisciente da cuenta de cómo literalmente el orgullo salvó de morir al protagonista del cuento y lo levantó. Con toda seguridad Marilyn hubiera intentado hacer lo mismo que el personaje de haber tenido la posibilidad, si no de salvarse, cuando menos de lucir presentable.

En “Orgullo”, el personaje tiene una reacción alérgica a la inyección intravenosa del contraste que le aplican antes de tomarle unas radiografías. Se le cierra la laringe impidiéndole respirar y por ende sin poder avisar al médico, quien está distraído en una llamada, ajeno a la asfixia de su paciente. “… y el médico se inclinó sobre la cama para aplicar el contraste en la vena del brazo y él sintió el olor delicado de su perfume y pudo observar su corbata de bolitas…”,”…y él intentó alertar al médico pero no logró emitir sonido alguno y todas las reacciones vinieron a su mente…”

En la película que pasó por la mente del personaje agonizando, están los recuerdos olvidados de su infancia, como la precariedad en la que vivía, su madre zurciéndole los calcetines sobre un huevo de madera liso y suave, la noticia en el periódico que lo marcó donde se ventilaba que usaba zapatos agujerados sin calcetines y para disimular el hoyo se pintaba el dedo, lo que según él era falso; entre otras memorias que ocuparon lo que parecían ser sus últimos momentos de vida.

Así mismo se acordó de las palabras de un poema “…debo morir y eso es lo único que haré por la Muerte…”, ya que ella solo haría de él un muerto y por lo tanto no merecía hacerse cargo de su alma. Recordó cuán orgullosa era su madre y de que él también lo era; de cómo el orgullo había sido su ruina y su salvación.  No podía hablar, pero alcanzó a golpear la mesa de metal donde estaba acostado y así llamar la atención del galeno, quien afligido al percatarse del inminente final de su paciente le quitó los zapatos y le levantó la cabeza, dos acciones que lo arrancaron de la muerte al darse cuenta del hoyo en el calcetín derecho que dejaba ver parte del dedo grande: “…no voy a morirme aquí con un hoyo en el calcetín, no va a ser esa la imagen final que le voy a dejar al mundo, y contrajo todos los músculos del cuerpo, se curvó en la cama como un alacrán ardiendo en el fuego y en un esfuerzo brutal logró que el aire penetrara en su laringe con un ruido aterrador, y cuando el aire era expelido de su pulmones hizo aún un ruido más bestial y horrible, y se escapó de la Muerte y ya no pensó en nada”.

Si bien de manera irónica, humorística y fantástica, Rubem Fonseca hace una alegoría del orgullo, nos lleva a reflexionar acerca de la muerte y de cómo nos gustaría ser recordados físicamente. Un dejo de vanidad hasta el último momento para preservarnos en el imaginario de quienes nos conocieron. La importancia de las memorias infantiles, almacenadas en el subconsciente y causales de conductas en la adultez, cuyo origen a veces no son reconocibles. La conducta modelada en el hijo por la madre. El orgullo como motor de sobrevivencia, mismo que al final levantó al protagonista de la cama para ponerse los zapatos. El mensaje esperanzador de que una mala experiencia en el pasado, en el futuro puede resultar salvadora, son algunas de las lecturas derivadas del cuento.

La muerte no es oportuna y nadie se embellece para esperarla en el sofá de la sala, aunque en tiempos de smartphones y realidades virtuales, bien vale estar presentables para cuando llegue.

La vuelta al arte en 20 relatos excéntricos de Aída López Sosa
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