Olvidar y olvidar.
Olvido. Memoria. Dos ciudades. Arte como resistencia al recuerdo. Reflexión por Iván Gómez.
Olvido. Memoria. Dos ciudades. Arte como resistencia al recuerdo. Reflexión por Iván Gómez.
Por Iván Gómez (@sanchessinz)
Puebla, México, 10 de abril de 2020 (Neotraba)
Yo soy el personaje de este texto y al mismo tiempo no.
Hace poco discutíamos en clase sobre las materialidades digitales, a colación del tema salió el hecho de que los hijos de los judíos que estuvieron en un campo de concentración sienten haber estado ahí debido a la fuerza con la que sus padres les relatan los días vividos en ese infierno; algo similar ocurrió con los hijos de los españoles exiliados, quienes crecieron con una España idealizada, muy diferente a la que conocerían cuando la visitaran luego de la muerte de Franco, para entonces, ya era tarde para sentirse mexicanos (pese a que llevaban toda su vida viviendo ahí). Esos ejemplos salieron a flote porque, así como materializamos un lugar a partir del lenguaje, los espacios virtuales también se materializan a partir del lenguaje, uno más exclusivo, pero lenguaje finalmente.
Por ello soy y no soy.
Pero al menos estoy aquí para narrar mi experiencia de vivir entre dos ciudades y que la contingencia sanitaria me tomara en la que estudio y no en la que está mi familia. Otros, desafortunadamente, ya no pueden contar la suya. Y aun así no sé muy bien cómo procesar los últimos días, no todavía. Estoy seguro de que a muchos mexicanos nos tomó con la guardia baja; a Latinoamérica tardó en llegar, en las calles se decía que el virus no llegaría, que rechazaba alojarse en países tercermundistas. El chiste perdió gracia cuando llegaron los primeros casos (si es que realmente la tuvo), mismos que llevaron al cese de clases y actividades no esenciales y nos trajo a un López-Gatell como personaje en boca de todos, más que el propio presidente. Nos trajo, también, videos de italianos cantando desde sus balcones, reflejo de su propio contexto, del número de contagiados que superó a China y la cuarentena que ya iba bastante avanzada para entonces.
A nosotros todavía nos falta la parte más complicada y las horas más pesadas del encierro. Ya habrá tiempo para hallar otras formas de comunicación y reforzar las que ya tenemos, comenzando por la que nos ha salvado de un confinamiento más tortuoso. A propósito de comunicación, vale preguntarse cuáles son las características de una actividad no esencial; me queda claro que el negocio de tortillas de la esquina de mi casa lo es, el transporte público también, pero, ¿qué hay de la tele y los programas que se mantienen en grabación? ¿Eso también es esencial, no basta con pasar programas antiguos y sólo hacer que los que vayan a los estudios sean los conductores de noticieros? Me queda claro que el informe de las 7 de la noche es importantísimo para que no proliferen fake news, o que al menos sean más fácil de atacar, ¿pero la conferencia de las 7 am con AMLO también es esencial en estas fechas?
Mi camión a Puebla se retrasó 14 horas. Estaba programado que viajaría 00:30 del martes 31 de marzo; ahí estaba yo, a las 10 de la noche. Los asientos de la terminal están salteados, en uno te puedes sentar y en el que está inmediatamente al lado hay una hoja con la leyenda: Prohibido sentarse. Disposición federal.
La central no estaba, ni de lejos, cerca de su afluencia normal. Quienes permanecían en la sala de espera tenían un rostro de aflicción, no hacía falta suponer más de lo necesario: con dos semanas de cuarentena a cuestas sabían que estaban en un escenario de riesgo, en sus rostros no hay espacio para el futuro, por primera vez el presente tiene mayor atención y peso.
Pero me permito reflexionar sobre lo que nos espera por al menos unos minutos: el tema de la salud es lo más importante ahora, pero por detrás le sigue lo económico, lo sabe el señor Uber que me llevó hasta la terminal, quien en las 12 horas que llevaba en el coche sólo había pescado 6 viajes, carajo, 6 viajes. Su auto es un modelo 2018, 2017 por muy viejo, ¿seguirá pagándolo? Me dijo que ya iba a casa cuando le salió mi viaje, yo también voy a casa, señor, y me vio raro a través del retrovisor porque hubiera jurado que el lugar del que me recogió, que cerré con llave antes de abordar, era mi casa. Sí, también los es.
Tiene mucha razón esa imagen de un chico sosteniendo un cartel con la interrogante: ¿De qué me sirve no ir a clases si mi padre tiene que salir a trabajar 12 horas diarias? No hace falta aclarar que las posibilidades de contagiarse disminuyen cuando sale un solo miembro de la familia en vez de todos, no; el punto es señalar que la mayoría de nuestras familias del país tercermundista al que no quería llegar el virus no tienen la capacidad de costearse una cuarentena, sí, costearse. La salud, la enfermedad y la muerte otra vez se reducen a un tema económico.
Mi viaje costó 83 pesos, mismos que el señor utilizó para pedir 83 pesos de gasolina.
00:35. La noche era apacible, mis nervios no. No es normal que el camión no esté desde minutos antes. Pasa poco tiempo para que me dijeran lo que ya veía venir: se cancelaron todas las salidas de media noche, y también las de las 6 am. Vamos a ver si sí saldrá el de las 2:30 de la tarde y a ver si podemos meterlo en ese.
Al día siguiente era el cumpleaños de mi madre. Toda mi familia ya llevaba semana y media resguardada en casa, incluidos el resto de hermanos que estudia en otros estados, menos yo, que por necedad planeaba quedarme en la absurda soledad para medio sobrellevar la exagerada carga de tareas y clases virtuales. Qué irresponsable viajar hasta dos semanas después de suspendidas las clases, me dije mientras reagendaban mi boleto –sin la certeza de que sí fuera a salir. Qué egoísta decidir el aislamiento, cuando justo ello y sus efectos pueden repercutir más tiempo del que dure la cuarentena. Por un breve momento pensé en esos videos de los italianos cantando desde sus balcones, en la esperanza que ello representaba, que seguía firme en ellos y por encima de todo. ¿Y la mía?
Tal vez esperanza no es lo que necesitamos. Después de todo nunca nos libraremos de los brotes de ciertos virus y con ello resguardarnos en casa para cuidar nuestra salud. No sé qué tan irresponsable como cierto sea pensar que después de todo la ausencia de actividad humana en las calles le ha servido de descanso al planeta.
Ignoro si es mi imaginación o el lago de Cuitzeo realmente se ve más limpio en sus orillas, hasta veo más patos. Son las 3:00. Salí de la terminal hace media hora. Siempre que viajo llevo un par de versos en el corazón: “Cuando emprendas tu viaje a Ítaca / pide que el camino sea largo”. Esta vez no los recito pero me prometo tatuármelos cuando pase todo esto.
Este año, el de mis 20’s, ha sido extraño, por decir lo menos. En el plano internacional está lo que ya sabemos, además, habían sido meses de sesudas reflexiones respecto a la violencia de género dentro de mi universidad y la violencia e inseguridad para los estudiantes, ejercicio sin duda necesario pero agotador emocionalmente.
Aunado a ello, había terminado por soltar los últimos lazos que me unían a cierta relación dolorosa; además, y por una razón que no me acabo de explicar, últimamente llegan a mi memoria imágenes aisladas de mi infancia o primeros años de adolescencia, como si ello hubiese ocurrido hace mucho tiempo. Lo cierto es que apenas si recuerdo algunas cosas de ese periodo y no sé por qué. Tienes 20 años, me repito constantemente, no es momento de dar cabida a frustraciones por los efectos de la memoria. O quizá sí, lo cierto es que la amnesia es muy necesaria en la vida de cada individuo.
La memoria debe ser un padecimiento del alma. Una de esas penalidades abstractas cuya cura se ha desarrollado desde el comienzo de la humanidad: el arte, el arte como deconstructor y resignificador de la memoria. La literatura ayuda, y mucho, a replantearnos la realidad y lo vivido para codificarlo de una forma distinta, menos dolorosa cuando es el caso. El arte fomenta la memoria en la misma medida que fomenta el olvido. Ambas son paradigmáticas en nuestra sociedad: constantemente criticamos nuestra carente capacidad de memorización dado el amplio número de opciones con las que contamos para almacenar información y recurrir a ellas siempre que nos sea necesario; por otro lado, deseamos, y creo que con mayor frecuencia de la que aceptamos, que muchas de las cosas que hemos vivido sean olvidadas, pues representan momentos dolorosos y hasta la fecha causan desdicha.
Es evidente que no tenemos control sobre lo que podemos o no recordar, aunque sí mecanismos para dejar de lado los pesares, desde los más artísticos hasta los que sólo provocan momentánea amnesia, producto del sosiego ocasionado en el sistema nervioso (que el lector piense en la droga que desee).
Esta larga disertación nace a partir del ensayo de Ignacio Padilla, Arte y olvido del terremoto, que leí hace unas semanas y no he podido sacarme de la cabeza porque decía que el arte es el mejor mecanismo para conducir a la postmemoria y al mismo tiempo a olvidar bajo ciertas condiciones (o dicho de otra manera, de una forma responsable). Padilla señala que carecemos de obras artísticas sobre el temblor de 1985, a diferencia, por ejemplo, de la masacre de Tlatelolco, ambos momentos clave en la vida moderna del país. Esta carencia se refleja en la poca memoria que tenemos sobre el ’85 y en nuestra poca postmemoria al respecto de ese evento. Es evidente que se recuerda, y en gran medida, y más después de 2017, pero creo que se nos olvidó muy pronto que no podíamos bajar la guardia en ningún momento para evitar que una tragedia de esas dimensiones se repitiera; no podemos evitar un desastre natural, es cierto, pero sí podemos cerciorarnos de que nuestros edificios estén bien construidos. Ello me remite al temblor de hace tres años y mi actualidad inmediata: ¿qué tanto se sigue hablando del tema?
Menos de lo que debería. Y lo creo porque esa fecha es una de las más traumáticas en mi vida, tanto, que sin saberlo (y cómo, si este ensayo lo leí apenas hace unas semanas) propicié mi amnesia de ese día en la docena de textos que escribí, que buscaban ser crónica pero inevitablemente se mezclaban con ficción. En su momento esto me causó mucha culpa, trataba de hacer cónica, y con ello acercarme más al periodismo que a la literatura. Ahora sé que ese rigor que me propuse era imposible de seguir, y qué bueno, porque es con la ficción, y no con la crónica en sí, con lo que fomentamos el arte del olvido, olvido de un suceso que aún me duele recordar, pero creo que menos del que sentiría de no haber escrito esos textos. Como su autor, fue una forma de catarsis, como lector, puedo descansar mi memoria en ese texto de ficción que me permite materializar de otra forma el pasado.
La crónica, dice Padilla, al igual que la fotografía, dos expresiones que sí abundaron en 1985, no reemplazan las propiedades del arte como causales del olvido, porque estas dos buscan acercarse a la realidad, no tomar distancia de ella, con ello se pierde la cualidad de la ficción de ahondar en lo que pudo haber sido o lo que podría ser. Padilla define a la postmemoria, esa memoria vicaria, como el relato de lo que otros vivieron y accedemos a él por medio de narraciones o imágenes para asimilarlo como propio. Materializamos el recuerdo de lo ajeno dentro de los límites de lo que consideramos nuestro.
El cielo de Querétaro luce limpio. Tiene mucho que no viajo de día así que no podría decir si es así de claro siempre (cosa que no creo, no en una ciudad industrial) o es que el confinamiento de los miembros de esta ciudad la ha limpiado. No la atravesamos, sólo la rodeamos, así que no puedo ver sus calles con detalle ni precisar qué tanto se ha respetado el #Quédateencasa, pero supongo que debe ser igual de contrastante a como ha sido en la ciudad de la que salgo y a la que voy.
La veo de lejos y se me antoja vivir una breve temporada ahí, hasta la fecha he vivido en ciudades que emergen de asentamientos coloniales importantes, por decir lo menos. Puebla compitió durante mucho tiempo con la Ciudad de México por ser la ciudad más importante del país, por ello la catedral, la comida y el perfecto trazo de su centro son motivos de orgullo estatal para los más sentimentales, actitud que detesto últimamente, ¿por qué señalar las virtudes de una ciudad que se vuelve un basurero por las noches? Mejor señalar sus defectos, a veces esa es una forma de amor más profunda; Morelia, la otra ciudad colonial que habito, también es emblema de orgullo michoacano, ¿cuántos no van a la fuente de las Tarascas para tomarse una foto en ella sin detenerse a pensar en quiénes son las mujeres tarascas, o de por lo menos a leer la placa de la fuente para descubrir que los caminos de Michoacán antes se llamaron Mechoacan, nombre heredado del mundo prehispánico; peor aún: no nos detenemos a pensar en la cesta que cargan las mujeres de esa fuente, cesta repleta de frutas y verduras, si nos detuviéramos a pensar un poco en ello reflexionaríamos en el daño que le hacemos a la ciudad al consumir de una trasnacional. El colmo del cinismo recae en lo mucho que extrañamos las calles durante el confinamiento.
Se me antoja la ciudad porque también tiene un pasado colonial y podría dedicarle al menos dos años a descubrir qué es emblemático para sus habitantes.
Aún me faltan cuatro horas para llegar a la CAPU. Pero no es de Querétaro de lo que estaba pensando… Ah, ya.
Al igual que en el escabroso 1985 y en 2017, ha salido a relucir lo mejor de nuestra sociedad en las últimas semanas, sólo que esta vez en formato virtual, a través de eso que denominan como comunes digitales: varias editoriales pusieron sus libros de forma gratuita, ahora más que nunca las plataformas de juegos online se llenan de personas nuevas, quienes hacen clic con otras, han hecho grupos para apoyar a los que el encierro los hace sentir ansiosos. ¿Qué ocurrirá con esa solidaridad cuando todo esto acabe? Valdría preguntarse si ocurrirá lo mismo que en los temblores, una vez concluidas las labores de rescate: nada.
Hace tres años se hablaba del país que podía renacer moralmente a partir de la tragedia, pero no ocurrió porque nos olvidamos de ello en cuanto pasó la tormenta, y lo hicimos de una forma irresponsable. Necesitamos arte que nos ayude a recordar esos momentos y que nos haga vivirlos y materializarnos en ellos aunque nos sean ajenos, y entonces sí, olvidar; ahora de manera responsable, como una necesidad humana y como un paso necesario para la catarsis.
Todo estas reflexiones nacen de una preocupación, y de la esperanza en que ahora o en un futuro más o menos cercano varias personas se encuentren escribiendo e imaginando historias que nazcan a partir de la cuarentena, tan necesario es esto que de ello depende el olvido responsable, significativo y reconstructivo de la realidad tan agobiante a la que nos ha conferido esta situación, no hablemos solo de literatura, hablemos de pintura, teatro, escultura, cine que trasgreda los limites hollywoodenses, o la forma artística que el lector prefiera. Necesitamos embriagar de amnesia la memoria de la realidad; y a la par, claro, consumir y estar atentos ante la proliferación de la crónica y la fotografía, pues no se trata de desvalorarlos, ambos tienen su propio valor per se, pero no se les debería atribuir las cualidades del arte en tanto que generadoras de olvido, sus valores son otros, como lo describe Monsiváis: “Y llegaron los aztecas que venían de Aztlán al lago de Tenochtitlan, y aguardando los signos de la profecía, y allí junto al nopal y el águila y la serpiente, ya los esperaba una muchedumbre de reporteros y cronistas.”
Llegar a Puebla es volver al sitio que me vio crecer durante mis primeros 18 años, mismos que contuve las ganas de conocer mundo y hacer vida en todas partes. La terminal luce semi vacía. Sé que me dirigiré a casa y no saldré de ella en un largo rato, al menos no a las zonas céntricas.
Ya en la calle pasan dos ancianos frente a mí, ellos son parte de la población con mayor riesgo de contagio y eventuales complicaciones. Algún día yo ocuparé sus puestos.
Todos somos vulnerables.