Montoncitos de piedras
Cuento | Las leyendas de la niñez se imponen en una realidad confusa para el protagonista de este cuento. ¿Dónde está el límite entre vivos y muertos? Por Leñada R. C.
Cuento | Las leyendas de la niñez se imponen en una realidad confusa para el protagonista de este cuento. ¿Dónde está el límite entre vivos y muertos? Por Leñada R. C.
Por Leñada. R. C.
Puebla, México, 17 de enero de 2021 [02:10 GMT-5] (Neotraba)
Conocía del mito encerrado en aquel cerro. No tenía nombre, sólo era aquel cerro. Cuando era pequeño, mi abuelo se sentaba en un tronco afuera de la casa, a veces llamaba a mis primos u otros niños, con quienes jugaba. Relataba los misterios del pueblo.
—¿Ven ese cerro a lo lejos? Dentro de él se guarda un secreto. Es un tesoro. Y sólo una vez, cada mes de octubre, el cerro se abre unos segundos. En ese momento uno puede entrar y tomar algo. Debes de ser rápido y no engolosinarte o quedarás atrapado. En lo más profundo se esconden los tesoros más valiosos.
Eran mediados de octubre cuando regresé al pueblo. Desde hace tiempo quería visitar a la familia. Me quedé en casa de mis padres. Como por regla natural, nos pusimos al corriente de los rumores del pueblo.
—Fíjate, Don Raúl ya se fue pal’ norte. Dice que aquí no hay chamba —contaba mi padre.
—La Marianita ya va a tener otro hijo. Pobre chamaca, ya no sabe qué hacer con tanto chamaquerío. ¿Ya viste qué chula quedó la plaza con la manita de gato que le dieron? —decía mi madre. Otros rumores de este estilo corrieron durante el día hasta entrada la noche.
—Oiga, amá, ¿cómo están los abuelos? —dije.
—Bien, mijo. Ya no tardan en llegar, les avisé que venías.
Esperamos. No llegaban.
—Ya es tarde, ya no llegan mis abues —mencioné.
—Sí, quizá se les olvidó. Mejor vayamos a dormir y mañana vamos a verlos.
Dormía tranquilamente hasta que sentí un temblor. Traté de levantarme rápidamente pero, cuando apenas había puesto un pie en el piso, el temblor cesó. Salí del cuarto con la idea de encontrar a mis padres alarmados. No había nadie. Regresé a mi cama y me convencí de que tal temblor era solo parte de un sueño.
Por la mañana le pregunté a mi madre por el suceso de la madrugada.
—¿Sintió el temblor en la madrugada?
—¿Apoco tembló?
—Sí… bueno, yo sentí uno. No duró, pero lo sentí fuerte.
—¿Enserio? Estaba bien perdida, ni cuenta me di de a qué hora se salió tu padre.
—¿No está en la casa? No escuché que abrieran o cerraran la puerta.
—Creo que salió a ver cómo estaban los abuelos.
Me dirigí a casa de mis abuelos. No vivián lejos. Cuando llegué, toqué varias veces la puerta. Nadie contestaba, no se escucha ruido alguno. Al parecer, no se encontraban. Entonces decidí ir a los lugares frecuentados por mis abuelos y preguntar por ellos.
—Buenas, Don Jesús. ¿De casualidad no vio pasar a mi abue o a mi padre?
—No, tal vez esté con Tía Lola. Continué la búsqueda hasta que alguien me dio una pista —Los acabo de ver, iban pal’ cerro.
Es decir, aquel cerro. Salí de los límites para poder llegar al pie. Mientras subía miré en varias direcciones hasta que, a lo lejos, vislumbré una silueta. Era mi abuelo. Me acerqué y pude notar un ramo de flores en sus manos.
—¿Qué pasó, abuelo, qué haces aquí? ¿No está la abue contigo?
—Sólo viene a dejar estas flores a mi padre y a mi hermano —se agachó, y dejó las flores sobre un montoncito de piedras. No había ni cruz, ni lápida.
—No sabía que tenía uno —me di cuenta de que tampoco sabía algo sobre mi bisabuelo.
—Tuve un hermano, era mayor que yo —guardó un breve silencio mientras veía fijamente el montoncito y las flores. —Los mataron. Nos esperaban en la carretera. Esos cabrones llegaron por la espada y le dispararon. Mi hermano tenía 13 años. A mí sólo me apuntaron con el rifle y me dijeron que me fuera, que si no, me reunirían con ellos. Después traté de encontrarlos para quebrármelos, pero nunca los encontré —guardó silencio.
Me pareció que su rostro arrugado comenzó a transformarse en uno más joven. Era el de niño. Ahora hablaba con un niño pequeño, solitario y triste. Él se giró, me tocó el hombro y se encaminó hacia la punta del cerro. En ese momento, por un breve lapso, me sentí disperso de la realidad.
Cuando reaccioné, la imagen del niño había desaparecido. Me giré, busqué y pude ver una sombra que poco a poco se perdía. Corrí hacia ella para alcanzarla hasta que vi a mi abuela sentada debajo de un árbol.
—¿Dónde andabas? ¿Viste al abuelo pasar por aquí?
—No mijo, no lo vi pasar —me acerqué a ella y observé a su lado otro montoncito de piedras. De repente, comenzó a hablar de algo que parecía no tener sentido.
—Mi Nina. Así le decíamos porque no podía decir Justina.
—¿Quién? —le pregunté con extrañeza.
—Fue mi niña. Murió muy chiquita. Después de mi Nina, ya no pude tener más hijos. Mi vientre se secó. Quizá por la tristeza.
Volvía al mismo estado de dispersión. No podía moverme ni hablar. Solo pude advertir cómo mi abuela se ponía de pie y se encaminaba hacia aquel cerro.
Cuando me recobré, miré a todos lados. No había más que árboles y piedras. Decidí regresar a casa para averiguar si mi padre había regresado y, quizás, también mis abuelos. La duda me invadía y durante el camino también una sensación extraña. Lo que había pasado me parecía lejano, ajeno. Como si la realidad se desmoronara entre la fantasía.
Llegué a casa, nadie se encontraba. Estaba vacía. Encontré sobre el comedor un montoncito de piedras que servía de pisapapeles. Quité las piedras y debajo había una carta.