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Vancouver, Canadá, 22 de abril de 2025 (Neotraba)

Siempre he estado perdido, a los 9 años perdí a mi primer amor. Mi abuela murió a los 85, nada volvió a ser lo mismo. Después a los 18, el único hombre que sentía cariño sincero por mí se fue en un choque. A los 24 mi segunda madre partió. Su enorme corazón se fue rompiendo al ver cómo todos los que ella quería, se retorcían como cuernos de algún demonio común. Jamás he sido algo. Ni siquiera sé cómo he llegado tan lejos. Pendiendo siempre de absolutamente nada. Estaba ahí, sin trabajo, sin un centavo, los cobradores del banco buscándome donde no había nadie. La gente que me quiere termina herida, decepcionada o dañada. Muerdo la mano de quien alimenta mi esperanza. Mi paranoia hacía que escuchara, cuando me encerraba en aquel cuartucho, que los demás hablan a mis espaldas.

No dudo que piensan en correrme a la primera oportunidad. Después de dos días pidiendo trabajo, sin una pizca de éxito. Los primeros rechazos son soportables. Al cuarto y quinto, el frio empieza a pegar con más fuerza. Un mazazo en la cabeza, seguido de energía perdida. Es diciembre y afuera soplaba el viento helado proveniente de las montañas del norte. Buscaba esconderme en Tim Hortons y Starbucks, lugares calientes con internet gratis. Compartía los baños sucios, con olores a orines de meses, invadidos por jeringas usadas y basura de todo tipo. Uno que otro yonqui fumando fentanilo.

Cuando ni siquiera contaba con los dos dólares y medio de un café regular solía meterme a la librería, de la universidad del centro. Si no te dormías más de una hora y veían que tenías libros, papeles y plumas, no te molestaba la seguridad del campus. Si no fuera por los libros de Fante, seguro me confundirían con un homeless. Ahí no había internet gratuito, pero muy cerca había un restaurante con la red abierta. Las ventanas daban a una de las calles más transitadas de la ciudad. Gente de todo tipo, aspecto, nacionalidad, raza, estilo, pasa caminando. Algunos a prisa en su cárcel vehicular, otros en su propia mente, que sería un pueblo de gente tonta, cerrada y torpe. Esos de allá, van perdidos. Sin saber por qué hacen lo que hacen. Levantarse, ducharse, trabajar, comer, embriagarse. Veo esos ojos azules, muertos, que me observan con indiferencia y desprecio. No se quien les enseñaría eso, pero nadie nace odiando por deporte al semejante. Y existían otros peores, que apoyan a todo aquel que los desprecia. Reafirmando que merecen lo que les pasa y que nacieron para servir a cualquiera que tenga una pizca de falsa autoridad.

Salía de aquella biblioteca, caminaba hacia la iglesia más vieja de la ciudad. Quizá no era un creyente total. Pero ese tipo de santuarios son una especie de conexión con esa energía superior. Aunque esté manchado de sangre de los verdaderos dueños de esas tierras. La lluvia caía muy ligera, pequeñas partículas frías de elementos convertidas en líquido. Un nativo tocaba un pequeño tambor frente a la antigua fachada de la catedral. Un homeless se acercó, curioso por los cantos ancestrales que producía la garganta de aquel indio. Su cabellera negra azabache, salida de la serena oscuridad de los bosques. Esos sonidos eran mantras de invocación a antiguos dioses. Irradiaban esa misteriosa y poderosa conexión con la naturaleza, que los anglosajones tratan de borrar ferozmente de la conciencia histórica. El homeless atinó a decir:

–¿Por qué cantas bajo la lluvia? ¿Por qué cantarle a un edificio? Ellos mataron a los tuyos.

–Bajo esta iglesia estaba el tótem más sagrado de estas tierras. No dudo que siga ahí abajo. Una vez por mes, cada noche de luna llena, vengo a cantarle.

–¡Dios mío!, eso es sagrado.

–En estos tiempos ya no lo es tanto.

Seguí caminando, subí las escaleras. Frente a las enormes puertas de maderas de roble rojo, talladas a mano por indios nativos estaba una banca. Un homeless, tapado con una cobija de aspecto muy antiguo, me estiró la mano. Por inercia saqué un par de monedas y recordé que traía lo que quedó de un sándwich, se lo di. No vi su rostro, pero al estirar la mano y tomar aquello con una serenidad tremenda pude notar su tez morena. Iba descalzo. Pude ver su pelo largo y oscuro. Un poco ondulado. Pero seguía sin ver su rostro. Raro en un homeless, no olía a suciedad. Percibí sutilmente olor a flores y rosas.

Casi imperceptible por el bullicio de la ciudad: pájaros, cuervos y gaviotas cantaban al unísono. Aquel homeless emanaba una energía diferente. Un poco confundido. Me di la vuelta, y antes de dar algunos pasos, en perfecto castellano me dijo:

–Gracias, joven. Es usted muy amable. Tenga buen día. Vaya adentro y platique con quien tenga que hacerlo.

Extrañado, lo voltee a ver y él con su mano me hizo el gesto de seguir adelante. Su voz proporcionaba paz, y obediencia. Nadie jamás me había hablado así. Entré a la iglesia, un individuo de rasgos hindúes se me acercó con mala cara y actitud despectiva.

–Quítate la gorra, estás en un lugar sagrado. Y la entrada cuesta 5 dólares.

–Okay, está bien. No traigo cambio.

–Aceptamos tarjeta, en esa caseta te pueden cambiar cualquier billete.

No sabía si entraba a un antro exclusivo o algún restaurante Michelin con valet parking. Pagué y me senté en las últimas filas. Seis columnas enormes de mármol rojizo mantenían en pie el altísimo techo. No había ningún Jesús sufriendo clavado en la cruz. Solo una cruz, pintada con líneas y figuras doradas. Era de madera y colgaba de unos cables casi imperceptibles. Un altar grande con piso de mármol, y unas cajas de oro que mantenían adentro algún santo. Había pocas personas. Una chica linda asiática lloraba en silencio. Charlé con los ojos cerrados, esperando que alguien por allá arriba tomara el mensaje. Me puse en pie, caminé a la salida. No antes de sonreír a la chica asiática. Me devolvió la sonrisa, espero allá ayudado de algo. Metí la mano en una pequeña vasija que contenía agua bendita un poco sucia. Al salir, las nubes se habían despejado. Así era el clima de bipolar en aquella metrópoli. El astro proveedor de vida pegaba sin fuerza. Las aves seguían cantando. El homeless de la banca seguía ahí. Algo me llevó a él como un mosco va a la luz artificial.

–Buenas mai ¿habla español?… sin mirarme me contestó.

–Así es campeón, háblame de tú…

–Vale, vale ¿qué anda haciendo acá, don? ¿de dónde es?

–Soy de allá. Pasando el charco, y pues aquí viendo pasar a la gente. Es una bonita ciudad ¿no?

–Sí, la verdad que sí. ¿De España o de dónde? ¿no tiene el acento marcado?

–Sí, cerca de por ahí… he vivido en otros lados donde hablan español.

–Ah, ya… ya… de repente dejó de llover ¿verdad? ¿Usted por qué no está mojado?

–Esta manta es impermeable… me volteó a ver y por fin pude verlo. Su rostro delgado, con una barba limpia pero descuidada. Sus ojos eran algo inexplicable. Jamás había visto tal profundidad, parecía tener un universo inmensamente profundo y eterno en esas pupilas cafés claro-oscuras. Su mirada firme pero triste. Parecía estar sufriendo y sentir pena por eso.

–Jajajaajaja… los dos reímos al mismo tiempo. Al reír parecía curar el espacio tiempo. El sol comenzó a brillar más. El aire comenzó a ser más cálido. Ese homeless era un ser enigmático. Saqué una cigarrera rosa con tres porros.

–Bonito rosa mexicano– dijo.

–Sí–, contesté extrañado. ¿Ha ido a México?

–Algunas veces, no hay otro mar con el azul turquesa del Caribe. No entendí su respuesta. Pero sí la referencia.

–Sí, la Riviera maya es un sueño. Viví un tiempo en Playa del Carmen.

–Lo sé… robabas papel de baño del Walmart cuando gastabas todo en hierba… volteé a verlo sorprendido y confundido.

–¿Cómo sabe eso?

–Perdón. Perdón… Todos los homeless hacemos eso ¿no?… Su respuesta me tranquilizó pero me pareció muy extraño. Me dieron unas ganas inmensas de fumar. Saqué un porro de la cigarrera y me prendí.

–¿Te puedo decir algo?

–Claro ¿gusta?

–Gracias. Lo dejé hace mucho tiempo. Me vino a la mente una canción de reggae, una de sus líneas decía Vuelo son las alas que me da la Gan Jah. Como si aquel homeless leyera mi mente me dijo.

–No hace falta utilizar la planta de dios. En cada uno de nosotros existe la magia de poder volar. Esa frase me asustó. Me paré, guardé.

–Bueno, don, con permiso. No sé si era la hierba o algo más. Pero sentía una energía que no podía controlar. Empezó a salir vapor de mi cuerpo, al igual que el del homeless.

–El miedo se hizo para vencerse. Si entendieran todos eso, Luis… este mundo sería otro. Abre tu mente y tu alma poquito más de lo que lo haces, me dijo mientras yo daba algunos pasos. Al escuchar eso, el miedo desapareció de golpe. Sentía que algo se me quitaba de la espalda. Se me puso la piel de gallina. Di unos pasos más, sin voltear, me toqué para ver si no me faltaba nada. La cigarrera me dije. Al voltear a la banca la cigarrera estaba ahí. Justo a un lado de una estatua de metal de un hombre acostado tapado con una manta. No se veía su rostro. Simulaba tener unas enormes heridas abiertas en sus pies descalzos y había una placa que no vi hasta ese momento. Homeless Jesus Sleeping. En ese momento los pájaros del parque parecían gritar, nadie se daba cuenta. Salvo el nativo que estaba cruzando la acera. Comencé a llorar a mares. No de tristeza, no de alegría ni sentimiento. Era una sobrecarga de energía fascinante. Mi espalda se enderezaba. Mis dedos querían explotar. Volví escuchar la misma voz por última vez.

–Estoy en ti, en aquel y en todo lo que te rodea. Sé amable con todo, como lo eres. Estaré por ahí…

–¿Quién eres, dime quién eres?

–Soy solo un homeless. Un buen amigo homeless…

Bajé las escaleras de la catedral, como bajando a este plano terrenal, la ciudad se seguía moviendo. En la esquina la policía sometía a alguien. Crucé la calle y aquel nativo me veía como si supiera todo lo que había pasado. Caminé calle abajo. El bus pasaría pronto. Un homeless doblado por el fentanilo me sonrió. Le devolví la sonrisa. Subí al bus, en ese momento comenzó a llover. Me fui hasta atrás, el bus olía a orines. Me recargué en la ventana, el homeless me veía directamente. Le hice adiós con la mano. Él, doblado, sucio y mojado me hizo el símbolo de paz.


Luigi Rodríguez. Torreón, Coahuila, México, 3 de junio de 1994. Participa en el taller literario Yo, es otro, con el poeta Julio César Félix. Actualmente radica en Vancouver.


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