Memoria que se incendia
Roberto Wong nos ha entregado una novela que se percibe a sí misma y podría ser una Biblioteca de Babel: memoria ramificada, libros infinitos donde cabe el infinito en cada uno, una reseña de Isaí Moreno.
Roberto Wong nos ha entregado una novela que se percibe a sí misma y podría ser una Biblioteca de Babel: memoria ramificada, libros infinitos donde cabe el infinito en cada uno, una reseña de Isaí Moreno.
Por Isaí Moreno
Ciudad de México, 3 de abril de 2024 (Neotraba)
Una historia ominosa ocurrida en cierto hotel, y no es el Hotel Overlook, de El Resplandor, ni es el Hotel Limbo de la novela homónima de Mónica Lavín, sino el hotel por excelencia de las grandes paradojas (y válgase la redundancia, paradójicamente lógico) creado por un matemático alemán que cultivaba el sueño de la perfección. Roberto Wong nos ha entregado en Bosques que se incendian una novela que se percibe a sí misma y podría ser por naturaleza propia una Biblioteca de Babel: memoria ramificada, libros infinitos donde cabe el infinito en cada uno. En alemán, dice Wong, la memoria es percibir algo en el interior.
La obra del autor tamaulipeco, quien ya nos había asombrado con París D.F., es también un libro de fantasmas, cuya coexistencia es de tipo límbico, donde el tiempo y las posibilidades de su discurrir pasan de lo secuencial a la yuxtaposición y también a la superposición. ¿Es posible eso? Claro, en el Hotel Hilbert sí, porque en sus habitaciones infinitas y sus organizados pasillos el tiempo obedece otras reglas, y quizá por ello el reloj de Rafael, uno de los protagonistas, se ha detenido y luego perdido. La lógica poco intuitiva del Hotel Hilbert es sumarle 1 al infinito sin que se altere, o 2, o 3, incluso un infinito numerable sin que el infinito se altere. Pero también es posible esa superposición y desfase y alucinación narrativa en este libro-dispositivo que es Bosques… gracias a los riesgos literarios de su autor.
Roberto Wong sabe muy bien que el protagonista de toda novela, más allá de sus personajes, es una colección de ideas bien sostenidas en una continuidad que sólo puede conseguir la misma novela. Lidia, Rafael y Filiberto están siempre entre las páginas, asoman de ellas reclamando su espacio y su tiempo en un bardo que sólo Wong pudo haber creado. Él sabe que la novela tiene la premisa de ir directo al conocimiento, más allá de contarnos bien una trama, una anécdota, una historia: cosas por añadidura que terminamos agradeciéndole. ¿Qué es la novela sino narrarnos nosotros mismos, no nuestra biografía y vivencias cotidianas –por lo regular mediocres y aburridas– sino el ser infinito que somos cuando escribimos?
A medida que leemos, caemos en la cuenta de que esta novela es el pretexto para ponernos en las manos un tratado de la memoria. La memoria es un tema fascinante explorado no sólo por San Juan de la Cruz y todos los expertos en la mnemotecnia de la Edad Media. La memoria conlleva la facultad de no olvidar, por ejemplo, libros que son quemados por bomberos que deberían apagar incendios. En lugar de entregarnos un libro de memorias, una novela de recuerdos, Wong llega al límite de su propio desafío y nos da un libro vasto-extendido-dilatado-y-complejo. Maestros como Sergio Pitol o Hugo Hiriart en sus tratados sobre la fuente inagotable del arte, o novelistas como Orhan Pamuk, han elaborado tratados insertos en sus obras creativas para llevarnos al Génesis de la creación. Memoria, imaginación y lógica, o paradigma, son el secreto para la escritura a decir de estos maestros, pero sobre esos valores prevalece siempre la memoria, porque como bien alude Wong, Mnemosine, a la vuelta de toda esquina, es la madre de las musas y santa depositaria del conocimiento y la inspiración. Mnemosine y la memoria son el gran museo de la literatura, pues la memoria es la tradición literaria.
La memoria es invocada para culpar, para explicar, para sanar, dice Wong. La inspiración es el fruto más preciado de la memoria, dice Pitol.
Recuerdo un dicho popular que parafraseado puede citarse así: si mala memoria tienes, hazte de una de papel… y esta memoria de papel llena de erudición y deslumbrante como ella misma se invoca a sí en Bosques que se incendian porque tenemos pérdidas en el Hotel Hilbert, una colección de notas olvidadas que en tremenda paradoja alguien elaboró para no olvidar. Basta entregarse a la lectura de esta construcción para que Wong nos guíe por un viaje y una cavilación.
¿Y qué es la novela sino una memoria de papel?
De nuevo, el escritor galardonado en 2014 con el Primer Premio Dos Passos, nos regala esas paradojas del infinito y una inmersión acaso abismal en las memorias de alguien: no en su memoria sino en la gran memoria del mundo, basta, infinita por cambiante. Porque nuestros recuerdos, como torturaba a Borges pensarlo, informan lo que rememoramos ramificándolo, y estas ramificaciones generan una ruta inevitable al infinito.
Cito un breve diálogo:
–¿Es escritor?
–Es una manera de llamarlo, sí, pero no hay que tomar nada de esto en serio –dijo, tomando un puñado de hojas. A lo mucho es una aproximación, la memoria de un texto aún por escribir.
Este tipo de novelas nos lleva a un territorio de ideas que han revoloteado, lo reconocemos al leer, en nuestra propia cabeza. Bosques que se incendian es un libro de fabulación que entabla otras fabulaciones: una biblioteca infinita en un hotel infinito… esa metáfora delirante como mecanismo de una carnalidad sin fin cuyas leyes antiintuitivas no se insertan en la realidad de lo finito. Resultado de ese experimento, Wong obtiene una construcción abstracta donde entrevera emociones y sustancia, humanidad en la frialdad de las cámaras que conforman el hipercubo del infinito, plagado de anotaciones, nada más y menos que el tratado más ameno, pero no menos riguroso de la memoria que podamos tener en nuestras manos.
Quisiera creer que la memoria –dice el narrador de la obra– es como un archivero del que uno abre y cierra cajones buscando cualquier cosa, pero me parece que su naturaleza es otra: una especie de vaivén, quizás, un campo dorado desapareciendo tras el espejo retrovisor en una tarde de verano.
¿Con qué quedarnos entonces, con la falsa memoria de la escritura o con la falsa escritura de la memoria? Yo propongo que nos reservemos para nosotros la melancolía dolorosa y lúcida que hay en esta novela de construcción paralógica, un artificio lógico interconectado sin cabos sueltos. Los lectores terminarán perturbados por la belleza que página a página se desdoblará ante sus ojos en una unidad perfectamente elaborada.
No es osado pensar que Borges, en el caso improbable de que hubiese pretendido atacar la novela, habría planteado una trama como la de Bosques…, saturándola de sus propias temáticas y preocupaciones sobre el recuerdo, pues, diría Wong: como el poeta, el que recuerda es un pequeño dios.