Malas influenzas
Narrativa | Un cuento de Mauricio Bares. ¿Habrá algo más que agregar?
Por Mauricio Bares
Ilustraciones de Astrid Basabe
Ciudad de México, 26 de agosto de 2020 [00:10 GMT-5] (Neotraba)
La gente camina con mascarillas antivirales, tanques de oxígeno o simples tapabocas. Ir presurosa, como si huyera de la tormenta que se intuye en el cielo acerado, no evita que de pronto alguien se desplome en plena vía. Con nuestra respiración sonando dentro de las mascarillas o los simples tapabocas, el desplome de cada cuerpo se escucha como algo sordo, más bien como si lo sintiéramos, como si alcanzara nuestros tímpanos a través del pavimento, pasando por nuestros pies y recorriéndonos los huesos.
Y allí quedan.
Nadie quiere detenerse.
Nadie debe.
Nadie puede.
Es cierto, en algunas zonas, en algunas esquinas, ya se apilan los cadáveres…
Despierto empapado en sudor, casi asfixiado por el tapabocas. Le temo al mundo. Fue una pesadilla. Debió de serlo. No sé si temo a las aterradoras imágenes del mal sueño, o a que fui capaz de un poco de poesía.
Entre los días de delirio me he percatado que la radio y la televisión llevan días hablando de un virus, de una epidemia que se está volviendo pandemia. Maldito virus, no quiero ni encender la computadora.
Lo que sea, algo muy grave debió de suceder porque hasta el lenguaje se ha trastornado. Después de varios días febriles, me siento como en esas viejas películas futuristas cuando el protagonista puede viajar al pasado y es advertido: “No alteres nada, cualquier modificación puede tener cambios desastrosos en nuestro presente”, y lo primero que el idiota hace es tropezarse con una piedra, apachurrar una mariposa o cosas por el estilo. Algo así debió de suceder porque ya nadie dice “influencia” sino “influenza”.
Ahora debo reflexionar al respecto. Soy escritor. Ése es mi trabajo.
Me cuestiono si la gente calcula la importanza de semejante cambio, sus consecuenzas. Me pregunto si ahora diremos distanza y lontanancia. En aparienza, no hay diferenza. Pero la abundanza y la frecuenza de estos casos generará discrepanzas, por lo que nada garantiza, a cienza cierta, la permanenza del cambio. Es cierto, al no verse afectada la raíz de las palabras, aún se deduce su procedenza, pero cambiar toda la herenza adquirida con inocenza durante nuestra infanza y adolescenza, tendrá un efecto indudable sobre nuestra inteligenza. Bajo esta circunstanza, esta mudancia traerá más ignoranza.
En un momento en que todo el mundo dice que hay una muy mala influenza en el aire, no le veo la pertinenza. Porque, imagínense ustedes, ahora ya no tendremos confiancia ni en el aire. Lo dicen con insistenza en la radio y la televisión, que por coincidenza, también se transmiten por el aire, por lo que no sabemos si ellos mismos son parte de la mala influenza. Dicen que debemos permanecer encerrados y tener desconfiancia de nuestra propia madre. De modo que ahora parecemos ingleses, le tememos a cualquier colindanza.
Salvo por el exceso de sustanzas, mi rutina general no se ha afectado por las circunstanzas. La radio y la televisión me parecen hechas por sinvergüencias. Y normalmente me la paso encerrado para ocultarme de la inclemenza de caseros y acreedores.
El caso es que estamos en guerra. Somos la especie humana contra un sinfín de enemigos: animales, insectos, microorganismos, hasta nosotros mismos. Y dicen que nuestros máximos enemigos en la batalla contra los microorganismos… somos nosotros mismos!… Órganos como las manos, la boca, la nariz, los ojos, que parecen los principales aliados de la especie, son nuestros más temibles traidores.
Ante la urgenza, debo ir por partes. En cuanto a las manos, no hay preocupancia. No toco al mundo. La vida se desarrolla en lontanancia, tras una especie de escaparate, al cual no tengo acceso. Cuando era joven, me angustiaba. Ahora, un rábano tiene más importanza.
Los ojos tampoco me afligen. Si no me gusta lo que leo, me voy amodorrando como un bebé con una canción de cuna hasta que me gana la somnolenza.
Lo que merece mención aparte es el tapabocas. Primero puede decirse que en esta tierra pasamos del taparrabos al tapabocas. Aceptemos que el uso del nuevo aditamento no requiere de mucha perseveranza, dado que aquí la gente se tapa la boca sin mucha insistenza; y por lo que a mí respecta, me gustaría tapármela porque hablo hasta por los dedos, lo malo es que no puedo.
Pero qué es lo que se ha dicho. Sigo sin entender.
Es un virus que mutó en cerdo?
Es un cerdo que mutó en humano?
Un humano que mutó en cerdo?
Ya no puedo dormir.
Me muero de miedo pensando que si me duermo, amaneceré diciendo “Buenos días”, pero que sólo se escuchará:
—Oink oink!
En mis sueños —un poco estúpidos, lo admito—, nunca me pregunto el por qué se pronunza como “oink oink” en español, si la onomatopeya suena muy diferente. La verdad es que “oink oink” tiene más encanto. Pero no quiero ser un escritor encerrado en su torre de marfil, un escritor que acomoda el mundo a su gusto y convenienza: si los cerdos hacen “kuuuiiiiiiiij kuuuiiiiiiiij”, debemos aceptarlo, no sólo por respeto al cerdo, sino al lector, quien, con esta mala influenza, tal vez se convierta en cerdo.
Las preguntas filosóficas de siempre vuelven con mayor insistenza:
—Quién soink? Dónde estoink? A dónde voink?
Pero no, no me he vuelto paranoinko. Las pruebas están en todas partes. Si usted ve la televisióink, lee el periódicoink, verá que efectivamente los hombres están mutando en cerdos, o los cerdos en humanos. En un noticiero vi una asamblea de políticos y, aunque bastaba escuchar sus discursos para comprobarlo, algunos usaban el tapabocas para cubrirse hasta la nariz, donde los delataría la evidenza.
Oink!
Qué repugnanza, se me iría la existenza nombrando nombres, valga la redundanza. Lo mismo sucede con las financias, los deportes y los espectáculos. Y no quiero ni pensar lo que pudo sucederle al mundo editorial y literario. Sería una desilusión si ahora las tendenzas fueran marcadas por las gananzas, por la concupiscenza, y todo fuera, por ejemplo, novela histórica, novela biográfica, narconovela. Y por encargo, además.
En verdad deseo que no haya sido así, pero me da pavor averiguarlo.
Con todo esto, resultaría inevitable la reminiscenza en todo momento de aquella triste referenza dejada por Vicente Fox y su:
—Hoink, hoink, hoink!
Lo cual, en última instanza, me lleva a pensar en qué pasará si alguien duda de la bonancia de esta radical mudancia en el lenguaje y lo cree síntoma de decadenza, algo que afectará nuestra convivenza, que generará más ignoranza y malvivenza. Cómo se tomará a quien no adopte esta usancia? Cómo se tomará a quien opte por la independenza? Su abstinenza recibirá una advertenza o será castigada, como suele suceder, con intoleranza?