Por Óscar Alarcón.
Después de casi tres semanas regreso a escribir, había comenzado a disciplinarme y se rompió la continuidad de mi columna, un par de días en el hospital hicieron que le prestara más atención a mi salud. La noche que estuve en el hospital terminé de leer Canción de Tumba de Julián Herbert, y créanme que no les recomiendo su lectura si se encuentran en un nosocomio.
Con ello quiero decir que Herbert es un buen narrador, pues la novela se vuelve vertiginosa, te contagia la angustia de la persona que se encuentra sana y tiene que cuidar a una persona enferma. Qué mayor desgarramiento para el ser humano que saber que tu madre morirá y que el único asidero eres tú. Y si a esto sumamos que se trata de una prostituta retirada y que la narración es un vaivén entre el odio y el amor, pues a pesar de que se cuenta cómo fue que su madre decidió volverse prostituta, no deja de traslucir el cariño que siente por ella —al menos Julián Herbert así lo muestra en casi todo el libro. En ocasiones parece que el mismo Herbert se ha convertido en su madre y se mira a sí mismo como una mujer postrada cundida de cáncer por todo el cuerpo.
El título nos devela mucho de lo que podremos encontrar: el arrullo que Herbert le hace su madre en la cama del hospital mientras observa cómo se le escapan los meses delante de sus ojos: la vida. Y éste aprende a tirar el tiempo hora tras hora, en ocasiones escribiendo, en otras recordando y saliendo a fumar.
Quien nunca ha estado en un hospital cuidando a un pariente cercano —incluido la misma madre— no ha sentido el escurrir de los minutos en la cama del enfermo. El tiempo se hace pesado y no avanza, entonces uno de los recursos que quedan para no contagiarse ni volverse loco es reflexionar y dejarse llevar por el pensamiento y la imaginación: crear nuevos mundos para no darse cuenta que, por muy cruel que esto sea, los momentos de sueño del enfermo son los únicos en que los parientes tienen paz. Y Julián Herbert los aprovecha y destila toda su tristeza y angustia en este libro.
No es una novela en donde abunden los falos y el sexo. Es una obra de tristeza, de locura, de soledad, del dolor, de la prostitución del escritor —porque descubrimos que algunos escritores se prostituyen para ser famosos— que se atreve a escupirle a los becarios esa verdad.
Canción de Tumba, hace una alto en lo que parece ser una parada obligatoria en la literatura mexicana de este momento: el narcotráfico, “Ya no sé si el país decidió irse por el drenaje de manera definitiva tras la muerte de mi madre o si, sencillamente, la profecía de Juan Carlos Bautista era más literal y poderosa de lo que tolera mi luto: «Lloverán cabezas sobre México».” (Página 188).
En la novela nos encontramos con dos figuras simbólicas, no sólo para Herbert sino para cualquier persona, ya sea porque están presentes o no: la madre con su relación amor/odio y al padre/olvido, que apenas recuerda y que esa circunstancia se convierte peor que el odio.
Lo que le sucede a la madre es de sobra conocido desde el inicio de la novela, pero ¿puede haber mejor tributo que recordar su muerte de dos maneras posibles? Uno, de forma anecdótica, como si fuese una escena más dentro de la obra; y el otro se convierte en una suerte de despedida, en donde realmente se asoma el dolor de la pérdida.
A pesar de este dolor, en ocasiones el narrador se contiene lo que hace de la obra una novela anticlimática, como para no dejar verter todo el dolor que tiene dentro; sin alcanzar la insensibilidad de El Extranjero de Albert Camus, el protagonista de Canción de Tumba se transforma en un personaje grotesco apenas salvado por su enorme elocución a pesar del sufrimiento.
Canción de Tumba, ganadora del XXVII Premio Jaén de Novela, es una obra que coloca a Herbert nuevamente en el plano de la narrativa. Aunque en su haber cuenta con el premio de cuento Juan José Arreola, tendremos que estar a la espera de la continuidad en su trabajo narrativo, pues parece ser que el sendero de la poesía, lo tiene ganado.