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Foto de Alexis Salinas.
Foto de Alexis Salinas.

Por Lalo Chávez

Puebla, México, 06 de mayo de 2020 (Neotraba)

La máquina perfecta –maravilloso objeto de estudio para los eruditos del Renacimiento– está basada en un conjunto de materia finita sostenida por el espíritu. O así lo creían ellos. Capaz de ejecutar movimientos tan finos como la caricia de un pétalo de jazmín; maquinaria que domina las fuerzas de la naturaleza a voluntad, hasta donde la carne lo permite. ¿No es, sino, un estorbo para la verdadera voluntad del hombre tener un cuerpo lo suficientemente débil e incapaz de elevarse al unísono con el alma?

Lleno de emociones efímeras y subsecuentes a encuentros con otras almas. No durarían más allá de la corrupción de la muerte. Sentimientos emanan del alma e inyectan al ser con determinación, trascendiendo la consciencia a un mundo gobernado por los impulsos e instintivos arrebatos.

Fue en uno de esos momentos de euforia cuando Eredith decidió tomar las riendas de una maquinaria, que ni él ni las estrellas se imaginaron ya había iniciado la marcha, y se volvería una fiera enorme e imparable. Buscó durante varias noches las respuestas a dichos enigmas, planteados con anterioridad por los violentos engranajes de su mente, privándose del descanso, de la comida y de los goces.

Los ruidos, de dicho artefacto azotaban más y más fuerte cada día, pero, dispuesto a entender cuál fue el detonante de tremenda cinética, prescindió de la vida misma. Mas nunca lo notó: su decadencia fue lenta y abrumadora.

Postrado en el lecho, su cama con vestigios de aquello que fueron sábanas y con la brisa proveniente del sur que atraviesa sus cortinas. Eredith escuchaba los cantos de la noche y la eterna maquinaria de su mente, incansable. La duda no le dejaba ver con claridad aquello que necesitaba, pero pretendía ya poseer. Los recuerdos de aquello que nunca fue lo invadieron, y se sintió caer en un agujero de pena y tristeza: hacía dos años o más que se sentía corrompido por un arrebato incontrolable de emociones; con la mente tan ágil, había tenido planes e ideas, sueños que se convertirían en deseos.

Una a una, la esencia de cada cual había ido menguando y manejándolo a una locura sin retorno. Pretendió que un giro drástico al plan le daría ventaja sobre Destino, pero nunca imaginó que, al mismo tiempo, ella sin desearlo preparó un revés. Desesperado recurrió a la toxicidad de una salida fácil, resguardo en la oscuridad para aquellos a quienes Destino les niega la mirada.

Pasó el tiempo y Enfermedad lo redujo a lo que es ahora: un alma marchita que precisa de alimento, pues es famélica y zozobra en la ansiedad. Alimento que ya no va a encontrar. Los crujidos de tuercas y engranajes retorciéndose dentro de su mente no le permiten dormir, y él se pregunta “¿de dónde vienen?”

La pregunta correcta sería “¿quién lo puso en marcha?” Alguna historia de antaño, nunca escrita por Destino, fue el detonante de tremendo motor. Y más débil que nunca, decidió aventurarse a un laberinto de salida polimórfica. Eredith está perdido. Estaba perdido.

El camino estaba trazado por las mismas ruedas que pisaron la cordura del hombre. Sin embargo, parecía que el final del sendero estaba marcado para ser la noche en que las estrellas dejaron de brillar para Eredith. Desde dentro de él, las dudas sin responder contaminaron e irrumpieron en explosión fugaz exponiendo un último atisbo de verdad:

La noche es larga para quienes esperan y corta para quienes saben que los esperan, pero decidieron no llegar.


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