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Puebla, México, 31 de marzo de 2025 (Neotraba)

El primero en verla había sido Mauricio. Siempre he creído en fantasmas, apariciones y todo tipo de eventos paranormales. De niña, me encantaba escuchar las historias aterradoras que contaban mi papá y los demás médicos acerca del hospital y, a lo largo de mi vida, había pasado por una que otra clase de “sustos”: cosas que cambiaban de lugar en mi habitación, huellas extrañas en el vaho de las ventanas en el trabajo; sombras que veía por el rabillo del ojo, correteando, cuando bajaba a la bodega. Pero nada como lo que él solía sufrir.

Nos conocimos en una fiesta. Para ser sincera, no sentí que hubiéramos hecho clic de inmediato, pero luego de eso se empeñó muchísimo en que volviéramos a vernos. Después de nuestra primera cita –un café al medio día, que terminó convirtiéndose en una larguísima conversación y un paseo hasta la madrugada– nos volvimos inseparables. Solíamos pasar mucho tiempo en su casa, cocinábamos entre los dos, de vez en cuando atendíamos juntos la manía que tenía Mauricio de cambiar todo el contenido de sus cajones de lugar: la ropa interior, las camisetas, cajas vacías de videojuegos y una cantidad obscena de calcetines, de los cuales solo usaba tres pares; así como los muebles en su habitación o todos los artículos de higiene del baño; yo leía en su cama mientras él trabajaba en sus cosas de la universidad y viceversa, o, a veces, durante horas, me peinaba el cabello, decía que adoraba ese castaño claro que a la luz del sol emitía destellos cobrizos y que hacía contraste con un mechón de canas que crecía al frente de mi cabeza; él mencionaba que me parecía a una mutante de sus cómics favoritos. Pasaba días enteros con Mauricio, pero nunca me dejaba quedarme a dormir. Al principio no me importaba mucho, pero conforme fue avanzando la relación, comenzó a molestarme al grado en que, incluso, empezaba a desconfiar de él. ¿Y si a las horas en que yo lo dejaba, recibía a otra mujer? La idea de irme y que en ese preciso momento llegara mi relevo, me revolvía el estómago. Mauricio lo notó y fue cuando no tuvo otra alternativa que explicarme: a veces sucedían cosas extrañas en su casa y había algo que, estaba seguro, lo seguía. No lo tomé en serio, pensaba que solo buscaba excusas ridículas para no ser descubierto. Él insistió en que veía sombras que reptaban por el techo y las paredes, que aún con las puertas atrancadas, se escuchaba el crujido de éstas abriéndose, que, durante las madrugadas, también oía a alguien correr por el pasillo y detenerse abruptamente en la entrada de la habitación, y que había atrapado a la gata, cientos de veces, totalmente erizada, mirando en dirección a donde –decía– se abigarraban los rostros, atormentados, emergiendo de la pared. No sabía si creerle, pero cuando comencé a quedarme por las noches, me parecía escuchar (seguramente producto de la sugestión) un golpeteo de pies descalzos contra las baldosas del pasillo helado; se me antojaban lejanos, cuando él decía que le taladraban los oídos y no lo dejaban dormir: splat, splat, SPLAT, SPLAT, SPLAT. Los pies descalzos, con las plantas húmedas ¿de sudor, mojadas por el agua de la regadera? La hora y el morbo me hacían imaginar que era sangre. ¿Se trataba de un hombre, una mujer? ¿Una cría? Dejé de indagar cuando uno de los episodios sucedió en mi casa.

En realidad, no era tan tarde, apenas había obscurecido y la brisa primaveral templaba mi habitación, delatada, al igual que el resto de la planta y las escaleras, por la luz ineludible de los focos ecológicos. Bajo el movimiento ligero de las cortinas, tumbados de panza en la cama, con el rostro en dirección al pasillo, veíamos algún video gracioso en el teléfono de Mau.

–Acaba de pasar tu madre frente a nosotros –mencionó con desinterés mientras escribía algo en el buscador.

Hice una mueca de extrañeza.

–Mi mamá no está –respondí extrañada.

Se giró a verme con el semblante desencajado.

–Se fue hace un rato con mi hermana al súper –dije.

–No jodas –soltó en un suspiro.

Me incorporé y lo miré asustada. Intuía lo que estaba pasando.

–Acabo de ver pasar a una mujer de cabello negro. Bajó las escaleras. Creí que era tu madre.

Negué con la cabeza. Aunque después, cuando Mauricio se hubo marchado, la idea me pareció por completo ridícula, la verdad es que, en ese momento, nos quedamos en silencio y así, sin decirnos nada, nos levantamos a cerrar la puerta.

Después de eso, Mauricio comenzó a empeorar: dormía muchísimo menos. Aun cuando le hacía compañía en las noches, decía que las sombras no dejaban de aullar, que la habitación refulgía en un halo morado que le derretía los ojos; yo podía sentir en la obscuridad los espasmos de su cuerpo. A mí me parecía que dormía profundamente, pero él repetía una y otra vez que no pegaba un ojo, que se encontraba consciente durante las horas en que las paredes parecían proyectar almas torturadas, como una película incesante. En algún momento, mencionó que empezaba a sentir cómo aquellas siluetas amorfas se arrastraban por el suelo y le hundían sus garras en la piel, mientras intentaban trepar a la cama. Todas las veces que me quedé con él, a obscuras, unas en silencio y otras escuchando el rumor del ventilador, no vi ni sentí nada de lo que él describía. Trataba de comprenderlo, pero me era imposible.

Lo dejé la noche en que me despertó un ardor abrupto que me recorría toda la cabeza: al abrir los ojos no pude distinguir nada, las luces estaban encendidas y me quemaban la retina, ¿por qué estaban tan brillantes?, me sentía bajo un reflector a causa de la quemazón, todo me daba vueltas y entendí de golpe que Mauricio me arrastraba por el piso, que en su carrera, arrancaba y dejaba regados a su paso pequeños mechones de mi cabello, aullaba incoherencias, yo soltaba terribles alaridos y le rogaba que se detuviera, nos metió en una habitación pequeñísima, húmeda y mal ventilada, me revolví aterida por el golpe de la puerta, tratando de zafarme y, entre sus gritos y los míos, juré que esta vez podía escuchar con total claridad las pisadas, SPLAT, SPLAT, SPLAT, SPLAT, SPLAT de ida y vuelta, se detenían en seco unos segundos y después retomaban su ritmo acechante, SPLAT, SPLAT, SPLAT, SPLAT, SPLAT, Mauricio todavía apretaba el puño, aferrado al mechón gris de mi cabello y buscaba algo en su neceser, desesperado, ¡cállate, no llores! –decía (y yo no sabía si me hablaba a mí) y repetía murmurando un “suéltala”, una y otra vez, entre frases que no alcanzaba a descifrar, más y más palabras sin sentido, aullé, tiré y pataleé con mucha más fuerza, y me quedé muda cuando lo vi sacar unas tijeras, delgadísimas, como de quirófano, que yo nunca había visto entre sus cosas: “me va a matar, me va a matar, me va a matar, MAURICIO ME VA A ASESINAR” sonó en mi cabeza como una canción infantil y malévola, sentí el corazón zumbarme en los oídos y el temblor descontrolado de mi cuerpo, me levantó desde la improvisada coleta, haciéndome sentir el cuero cabelludo en llamas y empezó a soltar tijeretazos convulsos. Cuando casi había terminado de rebanar el manojo, logré soltarme, como pude me puse en pie y salí corriendo; tropezándome por las escaleras, abrí la puerta principal y salí a la intemperie, el asfalto, tan gélido que parecía también estar mojado, me calaba los huesos, y las pequeñas piedrecitas se me clavaban en los pies, cubiertos solo por mis calcetines, me giré una última vez: Mauricio se había quedado en la entrada, como si no pudiera salir de la casa, sosteniendo las tijeras y mi cabello, estoy segura de que lo vi girar la cabeza y decirle algo a alguien que no estaba allí, y salí corriendo a toda velocidad calle abajo. No supe más de él.

Cuando, después de mucho tiempo, mi cabello creció de nuevo, movida por el dolor y los malos recuerdos, decidí teñirlo de negro. Fue en ese momento que empezaron a sucederme cosas extrañas: al principio, me parecía ver muy de cuando en cuando una sombra que se movía en la habitación, una nube abstracta y veloz, nada que me importara mucho. Unas semanas después del último de esos avistamientos, vi una figura un poco menos vaporosa en el espejo, cruzando detrás de mí mientras me lavaba los dientes por la mañana. Igualmente, sucedió de manera esporádica a lo largo de unos meses, hasta que empecé a ver, de reojo, una silueta en el descansillo de la escalera, cuando apagaba la luz: una mujer parada ahí, de espaldas y que, al volver la vista, nunca estaba. Para este punto, recordaba a Mauricio aterrorizada y pensaba que, tarde o temprano, yo también empezaría a escuchar las pisadas en el pasillo.

Nada de eso se compara a esta última noche. Con la cobija tapándome la cara hasta el borde de los ojos, tiemblo y siento estallar el esfínter vesical, observo la forma que danza en la obscuridad del pasillo como un alga sometida a la corriente del fondo marino, arrastrada con parsimonia en dirección hacia mi cama. La escucho hipar, proferir un lamento entrecortado. Entrará por la puerta, abierta de par en par, de mi habitación. Me hiela un espasmo desde la punta de los pies hasta la nuca, seguido de un ardor bajo la piel de todo el cuerpo, como si alguien acabara de inyectarme ácido en las venas. Chillo y me enredo en la manta que me cubre, como si eso fuera a servirme de algo. La figura continúa su paso, lento pero firme, hasta ocultarse tras la pared que delimita la habitación. Silencio. ¿O es que yo me he quedado sorda? No, puedo notar el sonido de mi respiración, pesada, urgente, completamente horrorizada. No despego los ojos de la negrura que parece tratar de engullirme desde lejos, nuevamente escucho: las uñas, largas, delgadas como las tijeras de Mauricio, rasguñan y tamborilean buscando algo en el marco de madera, lo aferran, vuelve el quejido, miro la cabeza que poco a poco se asoma, el largo cabello negro cae, apelmazado hacia un lado, la cara se revela y al fin me orino encima: es la mujer del cabello negro, que me sonríe con su rostro moreteado.

Soy yo.


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