En dos momentos.
Iván Gómez escribe una ficción este domingo: es Puebla y su centro histórico, la ciudad que debemos recorrer para recobrarla.
Iván Gómez escribe una ficción este domingo: es Puebla y su centro histórico, la ciudad que debemos recorrer para recobrarla.
Por Iván Gómez (@sanchessinz)
I
Una de las sensaciones más tristes que he experimentado en los últimos días fue ver como pierde fuerza mi relación con algo con lo que encajaba bien y por circunstancias del azar se generó una grieta que dio paso al distanciamiento. Me refiero a mi estrecha cercanía con caminar por las calles de edificios barrocos, hoteles de caché, iglesias grises que aparecen esquina tras esquina con señores vendiendo chicles, cigarros, papas, halls, paletas y demás golosinas alrededor.
El sol traspasando los edificios para dar directo y sin delicadeza en mi rostro o el agua encharcada en los pisos con la imagen de alguna de estas construcciones, en resumen: el centro histórico de mi ciudad. No dejaré de caminar ahí, no se ha roto completamente mi relación; y en todo caso es tonto evitarlo en una ciudad donde todo es céntrico. Aunque ya no será lo mismo. En el futuro caminaré por esas calles sin tanta confianza porque esta mañana me he encontrado con un perro muerto y no me explico la causa.
Caminaba sobre la 4 norte con la tranquilidad con la que siempre paso por ahí para llegar a mi facultad, movía la vista viéndolo todo y fue hasta 5 metros antes que me topé con el pobre perro tirado frente a una puerta. En un primer instante me pareció que sólo estaba echado, descansando a la sombra de ese edificio, hasta que la premonitoria mancha café bajo su cráneo fue tomando la forma de la sangre espesa, y ya más cerca vi los ojos: muy abiertos y sin expresión, como si estuvieran cromados.
Antes de mí, dos chicas fruncieron el rostro y agacharon ligeramente la mirada, pasaron rápido. Noté que mi mano tapaba mi boca. Vi entonces mi anillo y pude comparar lo plateado de éste con el de sus ojos. También recordé el día en el que traté de rescatar a un perrito que encontré por error al filo de una barranca… murió en la madruga, cuando lo toqué quité rápido mi mano: me espantó sentir una piel tan helada, toqué a un muerto; ahora lo entiendo. Tal vez por inercia –o curiosidad-, mientras recordaba todo esto, con la punta de mi bota toqué su abdomen, quizá, sólo quizá, aún estaba agonizando y podía reaccionar a mi roce, pensaba.
Ahí comenzó el terror de ver esa especie de espasmo post-mortem. No sé si pueda definirlo así, sólo improviso una frase que describa como el perrito movió todo su cuerpo, y peor aún: tal vez por un último impulso eléctrico alzó el cráneo y expulsó un último ladrido con rabia. Era un ladrido de coraje ante el mundo que no le pertenecía. Luego le salió sangre del hocico. Me quedé contemplando cómo de sus dientes escurrían gotas finas que iban a dar al asfalto. Trataba hacerme una idea de su muerte, ¿una pedrada?, ¿algún borrachín lo pateó?, ¿un auto descuidado lo impactó y el chofer lo hizo a un lado?
Olvidé mis deducciones cuando vi llegar una camioneta con el logo del gobierno municipal. Bajaron 2 hombres con guantes y cubrebocas, “¿usted reportó al animal?”, negué con la cabeza. “A ver, pásame la pala, primero me aseguro de que este bien muerto. Si no, yo ahorita lo remato”, se volteó y me guiñó un ojo, alcancé a ver su sonrisa sarcástica bajo el pedazo de tela que le envolvía la cara. En efecto, le dio un buen golpe.
Me hubiera gustado que le ladrara a él y no a mí. También me hubiera gustado seguir con mis deducciones, pero, ¿qué caso tenían?
II
Los locutores en la radio piden a la gente que vaya al centro, dicen que la economía se debe reactivar y esas cosas. No estoy seguro de cuánto tiempo pasará para que la gente comience a ir otra vez porque el centro está triste. Quienes pasan, ven los edificios con morbo; en meses anteriores, las construcciones que datan de la colonia o los del porfiriato eran vistos con curiosidad y cámaras listas para tomar la foto precisa sólo por turistas; ahora, los que vivimos aquí también las observamos con mucho detalle, muchos toman fotos con sus celulares. Insisto, nosotros lo hacemos con el morbo de ver cómo una parte del balcón se cayó, la cornisa que antes estaba en tal techo y ya no está, las cuarteaduras de las fachadas que en algunos casos parecen ir más allá del acabado, las puertas de los balcones con una equis de madera atravesándolos o de plano todo el edificio con un soporte de madera para prevenir su inminente caída.
Estos días ha llovido. Las nubes negras encajan con al ánimo de nuestro pobre centro que se quedó con poca gente, las casas que no sufrieron daños significativos se sienten abandonadas, se vaciaron por el pánico de una réplica u otro maldito temblor. Observa los negocios vacíos y las cajetillas de los puestos de periódicos duran más. Es domingo y su hermosa catedral está abierta, por dentro se lleva a cabo una misa pero hay poca gente.
Le duelen los cordones que impiden el paso al trasporte, los siente como vendajes que protegen las heridas que le causan mucho miedo: ¿y si no sanan?