El imperio de papel
Marco Sandoval nos presenta una ficción sobre los libros que leemos y los que no leemos. Cuando estemos muertos, ¿a dónde irán esas bibliotecas?
Marco Sandoval nos presenta una ficción sobre los libros que leemos y los que no leemos. Cuando estemos muertos, ¿a dónde irán esas bibliotecas?
Por Marco Sandoval
Puebla, México, 23 de octubre de 2023 (Neotraba)
Mi esposa me pide que deje de comprar libros, pero mis hijos me alientan a seguir. En los últimos años he comprado más libros de los que he podido leer, lo cual es algo que celebro porque antes no podía hacer ni una cosa ni la otra. Ahora por lo menos puedo seguir construyendo el imperio de papel. Mis hijos son aún pequeños, pero a juzgar de lo que veo, sobre todo para la grande, los libros no son de su interés. A mí me vino el deseo de leer ya tarde, cuando estaba por entrar a la preparatoria. Todo me parecía envuelto en el tedio de una transición innecesaria. Era una especie de transformación forzada en la que leer era la única decisión que podía tomar libremente. Varias veces le mentí a mi papá sobre comprar libros que en realidad no me habían pedido en la escuela, para poder leerlos. A la chingada el buen ejemplo.
Llevo algún tiempo pensando en qué pasara con el imperio de papel cuando me muera. La otra vez hice el comentario con una compañera del trabajo y me dijo que era un dramático. Para mí es una pregunta válida. He gastado el dinero que pude haber invertido en enderezar mis dientes o arreglar mis ojos, en conocer otro país. Gasté todo ese dinero porque planeaba encontrar respuestas que ahora sé que no existen. Me hicieron miembro distinguido del programa de recompensas de una conocida librería porque compré una cantidad de libros que solo un distribuidor de libros compraría. Si no es posible encontrar respuestas, lo que sí es posible es aprender a contemplar un punto fijo. Un punto fijo que además solo existe en tu imaginación, que tienes que recrear línea tras línea. Con el tiempo también aprendí a abstraer ideas, peliagudas, chiclosas, aparentemente inconexas, para crear aproximaciones de lo que el autor, quizás, había tratado de decirme unas cien páginas atrás y ahora conectaba en el final. Cuando estoy rodeado de libros me siento como un animal de cartón en la regadera.
No exagero si les digo que donde vivo el espacio es tan reducido que los imperios de papel se tienen que cimentar en cuartos de dos por dos y de ahí que Dios nos ampare con los muebles. Cuando uno es casado tener un espacio dedicado exclusivamente al imperio es una proeza.
Anoche estaba leyendo el cuento de un gigante que está preocupado por conseguirse un traje a la medida antes de morir y decide enviar a su sirviente a tierras lejanas para conseguir la confección. Mientras el gigante se queda en su islote, decide aventar, con sus propias manos, hacía la tierra de los trajes para gigantes, al sirviente, quien decide llevar consigo su celular para mantener comunicaciones en todo momento con el gigante. Al final, el cuento termina de una forma completamente espiritual e inesperada. ¿Les parece que la idea de que un Gigante busque desesperadamente su ultimo traje y haga uso de teléfonos celulares carece de sentido? Puede ser, pero en el imperio de papel también entendí que romper con las lógicas prescritas es posible cuando la ficción cumple satisfactoriamente con su objetivo.
¿Qué pasara con el imperio de papel cuando me muera? En el mejor de los casos pienso que mis hijos pueden ahorrarse los cerillos a la hora de prender el boiler, o también pueden usar algún volumen para nivelar la pata de una mesa rota. Ya ni hablemos de la posibilidad de ahorrarse un dinerito en papel higiénico. Les pedí que hicieran algo con los libros, pero que lo hagan. En mi casa, cuando éramos niños, si el papel de baño se había terminado, arrancábamos hojas del cuaderno más viejo, las arrugábamos tanto como fuera posible, por aquello de la aspereza, y procedíamos a hacer la limpieza de la zona. No veo por qué mis hijos no se puedan limpiar el culo con un libro. Si el autor es desconocido mejor, el papel de pulpa que se suele usar en algunas ediciones es más fácil de suavizar. Nada más hay que hacer una bola con la hoja que se arrancó y deshacerla para volverla a arrugar unas tres veces más, después de eso, si el papel no se rompió, queda perfecto para la misión. ¿Qué importa que me haya rotó el lomo y acataratado los ojos frente al monitor por años si la necesidad inmediata manda?
Soy de los que piensan que todo carece de sentido, pero no de utilidad. Mientras platicaba con mi viejo me contaba que el abuelo insiste en su deseo de colocar sus cuadros en galerías diversas que se exponen en el estado de Zacatecas. Le han dicho que no, que ya se le dio espacio en dos ocasiones, que por el momento no se encuentra el encargado, que marque después, pero el abuelo se aferra a la idea de la trascendencia. Se rehúsa a entregar sus obras a la familia y que estas terminen colgadas de un clavo oxidado en la pared más jodida de la casa de alguna de sus nueras (justo como lo hizo mi mamá). Aborrece la idea de que cuando alguien pregunte por el cuadro nadie sepa dar razón. Lo entiendo, es esa idea concienzuda de que a él le valió tener pesadillas hasta que pudo plasmar lo que quería, pero ¿cuál es el sentido de la obra de mi abuelo y qué diferencia habría entre tener el cuadro arrumbado sirviendo de nido de arañas o en un museo de su estado natal, si al final ya tuvo la utilidad de purgar lo que el abuelo venía arrastrando desde su infancia? Para ambos casos, arrumbados o exhibidos, los cuadros tendrían una utilidad, aunque el sentido siga siendo nulo.
Pedir ejemplares gratuitos a las editoriales de los textos que me gustaría leer no es opción porque mi crítica no importa, así que cada quince días debo desembolsar un dinerito para comprar libros que quizá algún día lea, o quizás no. Sería mejor apresurarme a leer, por lo menos dos veces los libros que ya tengo, de otra forma podría considerarse un gasto inútil, desechable, egoísta. Más me hubiera valido comprar cualquier otra chachara. ¿Quién obtiene todo el provecho que un buen libro puede dar en solo una lectura? Salvo el autor quizá nadie lo haga. En ese caso me convendría comprar no más diez libros y repetir su lectura hasta el cansancio. Así no me condenaría a mismo a una única lectura, ni tampoco pecaría de “consumista”. Pero, ¿cuáles serían esos diez libros? ¿Cómo sabría elegir los libros que quiero seguir leyendo repetidamente? ¿Me conformaría con seguir recomendaciones y quedarme con la sensación de haber leídos a otros y por otros? ¿Valdría entonces la pena seguir un molde?
El imperio de papel no va a dejar de crecer. Lo sé porque una cosa lleva a la otra y siempre hay libros fáciles o imposibles de conseguir y de leer y terminas buscando cosas más intensas, experimentales o clásicas, como en toda adicción, y de todas maneras quedas con la sensación de haber sido burlado por el espejo. Es un cuento de nunca acabar.
Cuando ya nada importe y la vida quede arrumbada en el ritmo de los días de siempre, anidando arañas, vendrá un librero de viejo a cotizar la compra por metro y mis hijos habrán de ceder a la oferta para ganar espacio. Mientras tanto el imperio de papel seguirá su curso. Arruinando mi economía, facilitando, tal vez, gastos domésticos futuros de mis hijos, pero no por eso los libros dejaran de tener utilidad para mí.
Marco Sandoval escribe sobre las personas que acumulan libros. No importa si la finalidad es leerlos, nadie sabe cuál es su objetivo ni tampoco a dónde irán a parar esos libros cuando mueran.