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Puebla, México, 17 de abril de 2024 (Neotraba)

Cualquier persona que posea una plática amena y un buen repertorio de anécdotas debe tener, entre sus herramientas comunicativas, dones de narrador. Grandes escritores como Juan Rulfo, García Márquez o Mark Twain dedicaron su pluma a la afanosa reproducción de anécdotas familiares con ese sabor hablado tan difícil de capturar en papel.

El chisme es piedra angular de la literatura. Ya sea refiriendo la causa de una ruptura amorosa, el descubrimiento de una traición entre compadres o los pormenores de algún pleito mortal afuera del mercado, quien comparte el sagrado chisme debe ser astuto con los detalles, saber organizar la información para causar sorpresa y agrado entre su audiencia de chismosos. La intriga es tensión que se genera con la promesa de reventar. El suspenso nos mantiene a la expectativa de una conclusión, si no desastrosa, al menos satisfactoria. Dar principio, medio y fin a nuestras historias es en cierta forma una búsqueda desesperada por hallarle sentido a la existencia. Por eso nos desespera tanto enterarnos a medias de las cosas y nos sentimos vacíos ante historias inconclusas. Pero lo cierto es que la vida misma no tiene conclusiones. Casi nadie que deje de existir lo hará de forma satisfactoria en términos narrativos. Idealizamos las muertes de los héroes históricos o hollywoodenses con un discurso enardecido y una frase célebre, antes de arrancarle el seguro a la granada y explotar en mil pedazos rumbo a la inmortalidad.

Tiene, pues, sentido que orientemos la ficción hacia un fin, en particular cuando se trata de géneros breves. El cuento y la novela corta tienen más en común con la anécdota y el chiste que la novela. Aristóteles fue el primero de quien se tiene registro que estudió estos problemas en la Poética, tratado en el que anticipó a los estructuralistas al hablar de las partes elementales que suelen seguirse para contar una historia de manera efectiva. Su idea de la obra en tres actos (planteamiento, nudo y desenlace) sigue vigente en la novela popular, el cine y la televisión.

A estos temas también se dedicó un par de formalistas rusos en la célebre antología de Todorov. Victor Shklovski dice que “si no se nos presenta un desenlace no tenemos la impresión de encontrarnos frente a un argumento” (131), y Boris Eichenbaum asevera que “en el cuento como en la anécdota, todo tiende hacia la conclusión” (151). El clímax narrativo se alcanza en los momentos más tensos (e intensos) del relato. Los finales sorpresa, que alcanzaron su esplendor bajo las plumas de Edgar Allan Poe, de Horacio Quiroga y de Cortázar, tienen contrapeso en cuentistas como John Cheever y Raymond Carver, que tienden al final abierto. Cuando algo no tiene un final contundente se le llama anticlimático. Existe durante el siglo XX toda una tendencia hacia el cuento sin clímax. Borges transitaba con agilidad por ambos extremos. El maestro del final inesperado en cuentos como “La casa de Asterión” fue también responsable de un cuento sin final como es “El Sur”.

En este cuento el protagonista Juan Dahlmann vuelve un día a su departamento, feliz porque adquirió uno de esos ejemplares raros que tanto le emocionan a Borges, de Las mil y una noches. Dahlmann se golpea accidentalmente en la cabeza con el filo de una ventana; la grave herida le ocasiona días de dolor y complicaciones. En sus delirios de fiebre desfilan los genios, monstruos y seres fantásticos que ilustran el relato de Sherezada. Eventualmente el hombre se recupera. Renovada su vitalidad, decide hacer un viaje para conectar con sus raíces. Pero al detenerse en un almacén, termina envuelto en una pelea con dos lugareños rudos y agresivos. Dahlmann, que lleva tiempo idealizando la figura romántica del gaucho, acepta el desafío de un duelo con cuchillos. El cuento termina en el momento en que Dahlmann sale al encuentro de su adversario, dejando el desenlace a la imaginación del lector.

Alguna vez dirigí un círculo de lectura para adultos que estudiaban la preparatoria abierta. Llevaba los textos en juegos de fotocopias engrapadas y, cuando llegamos a la última línea del cuento, que decía “Dahlmann empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura”, una señora le dio vuelta a la página, la vio en blanco y me miró poseída por una extrañeza evidente. “¿Dónde está el final?”, me preguntó. “Pues ése es el final”, le dije. Bufó aire por la nariz, arrugó los labios y supongo que se quedó como con ganas de mandarme a la chingada.

El tema del finalismo, la idea de que todo debe conducir a un final, se asocia a la tradición bíblica judeocristiana. Dice Eleazar Meletinski: “el finalismo cristiano conduce a una perspectiva lineal, a la asimilación del destino del protagonista” (33).

No me parece gratuito que “El sur” comience con alusiones a Las mil y una noches, texto musulmán, una serie de historias que al engarzarse prolongan ese clímax narrativo en una sucesión constante. Ese suspenso en el que nos deja Borges es análogo al que ejerce Sherezada sobre el sanguinario sultán, a quien engatusa con sus relatos sin final para mantenerlo picado y postergar su sentencia de muerte. Esta narración más larga se articula sobre el principio elemental de no terminar, de mantener enganchado al lector, aunque a veces éste sea ingrato o por lo menos incapaz de perdonarle al autor dejarlo sin un final claro. Es casi tan grave como presentar un montón de reflexiones, de alusiones literarias y de citas sin aterrizar en un punto concreto.


Bibliografía:

Borges, Jorge Luis. “El sur”. En Ficcionario. México: FCE.

Shklovskiv, Victor. “La construcción de la ‘nouvelle’ y la novela”; Eichenbaum, Boris. “Sobre la teoría de la prosa”. En Teoría literaria de los formalistas rusos. México: Siglo XXI, 2007. (pp. 55-70.

Meletinsky, Eleazar. “Sociedades, culturas y hecho literario”. En Angenot, Marc; Bessière, et. Al. Teoría literaria. México: Siglo XXI, 2014.


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