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San Luis Río Colorado, Sonora, 24 de marzo de 2025 (Neotraba)

Todas las fotografías son de Edgar Contreras

Escribo a la distancia. Algo ocurría que las palabras simplemente se negaban a saltar de mis dedos. Escribo a una distancia no de semanas, sino quizá de años, tantos como para que el cabello aún habite mi cabeza y llegue a mí un cd “quemado” con algunos garabatos en los que se leía “Sabina”. Ese primer encuentro desde mi juventud con unos acordes que eran tango y rock y boleros y rancheras y un algo más que, lo cita él mismo, “no sé qué sea, pero lo es todo”, saliendo por las bocinas de una grabadora que acompañaba mis noches y primera juergas. Canciones que parecían hablarme a mí, que me contaban lo que no siempre se decía, que viajaban sobre un lenguaje al que comenzaba a perseguir y que, de pronto, hallé convertidas en otro mundo al que se llegaba desde un rincón de mi habitación.

Era el tiempo en que rechazaba la herencia musical de mis padres y me apartaba de las preferencias de mis hermanos; a ambas volví rendido varios años después.

Concierto de Joaquín Sabina en Estados Unidos. Fotografía de Edgar Contreras
Concierto de Joaquín Sabina en Estados Unidos. Fotografía de Edgar Contreras

Me armé con una cerveza Pacífico de doble piso antes de entrar; el cantinero gringo cruzaba las manos rechazando los billetes que intentaba cambiar por alcohol y me señalaba un aparato que amenazaba con vaciar mi tarjeta. Imaginé muchas cosas menos que los principales obstáculos, para ver y escuchar por primera y quizá última vez en vivo a Joaquín Sabina, iban a sonar gringos y soberbios. Pero voy más atrás.

Había qué viajar de San Luis Río Colorado, en Sonora, hasta Los Ángeles, California, haciendo escala en San Diego para visitar a la familia. Había que cruzar una frontera en la que debíamos solicitar un permiso como todo aquel visitante que irá más allá de 40 km dentro de los yuanaites (sí, a los gringos les encanta que la gente tramite “permisos” y “perdones” en su país), comprobar que no teníamos intenciones terroristas y que no pretendíamos perseguir el sueño americano que últimamente sabe más a pesadilla. La espera fue larga. Cuando por fin pudimos pasar a la pequeña entrevista me pregunta el agente de migración el motivo del viaje a EU. Vamos a un concierto, respondo. Quién canta, pregunta. Joaquín Sabina, contesto seguro. Entrecierra los ojos y se encoje de hombros. Por qué no cruzan por Tijuana si estarán en San Diego, arremete otra vez. Porque no quier… pienso en contestar pero mi esposa, que es cien veces más rápida que yo, responde que nos gusta viajar por ese lado de la frontera. El tipo vuelve a encogerse de hombros y otra vez los ojos parecen borrarse. Se me ocurren muchas más cosas qué contestar, pero otra vez mi esposa intercede y cierra los últimos detalles antes de ser aprobado nuestro “permiso”. Salimos de ahí buscando el primer baño disponible, había que vaciar el cuerpo y comprar lo necesario para ir llenándolo poco a poco y así mantener quietos durante nuestro primer viaje al par de individuos que me dejan llamarles hijos.

El ambiente no es el mismo, casi un mes antes Donald Trump volvió a la presidencia y se puede respirar la xenofobia y el racismo en el aire. Es lamentable, parecen haber comprado su idea, o peor aún, siempre haberla tenido lo mismo gringos güeros, que afroamericanos y mexicanos que han olvidado de dónde vienen sus huellas. Existen también aquellos a los que aun la sangre corre por sus venas y que te abrazan y se ponen felices de verte, por ellos sigue valiendo la pena cruzar la frontera.

Concierto de Joaquín Sabina en Estados Unidos. Fotografía de Edgar Contreras
Concierto de Joaquín Sabina en Estados Unidos. Fotografía de Edgar Contreras

Siempre me arrepentiré de no haber escuchado en vivo a Rocío Durcal y Juan Gabriel, Sabina logró escapar de esa lista cuando decidió que a su gira “Contra todo pronóstico” le seguiría, ahora sí la definitiva “Hola y adiós”. Tengo muy presentes mis primeros acercamientos a la escritura y su relación con las canciones del Flaco de Úbeda. Casi puedo escuchar “Resumiendo” o “Quién me ha robado el mes de abril” mientras me encaminaba al taller de Rubén Meneses a leer mis primeros cuentos. Luego fue imposible no caer rendido con “19 días” o cantar a todo pulmón “La canción más hermosa del mundo” mientras volvía a casa con mis aspiraciones en el suelo y mis intentos de derrocar a Chandler reducidos a una pésima idea. Ya en mi habitación, me asombraba escuchar de un tipo al que el cristal de una foto servía como tabla en la que desaparecía el último gramo, e inmediatamente después cantar lo mismo de La Bombonera que de Chabela Vargas o José Alfredo Jiménez.

Camino a Los Ángeles, luego de un par de días de cariño puro, se escuchó por un momento “Y nos dieron las diez” y “Dieguitos y Mafaldas” y yo pensaba en la Durcal y en Maradona y en Quino y Milanés y García Márquez y todos, todos aquellos que cobran vida sobre esa voz de lija. Para mis acompañantes era igual de desconocido que para el agente de migración quién carajos era ese tal Sabina, pero su corazón de mexicanos, su amor para siempre y su amistad a prueba de todo se llenaba con mi emoción de escuchar por fin y para siempre a ese tipo al que una voz de whisky on the rocks y cigarrillos a granel no habían tratado nada bien.

Destapé mi Pacífico y me acomodé en mi asiento. Tomé una de las pocas fotografías que me permití durante el concierto y di un trago largo a la cerveza. El lugar se fue llenando poco a poco colmándose de un ambiente distinto al que nos recibió cruzando la “línea”. Había acentos ticos, venezolanos, colombianos, españoles, mexas y alguno que otro pocho a quien alcanzó tocar alguna letra sabinera. Un trago más y los asientos más cercanos ahora eran sitios ideales para selfies y anécdotas que referían conciertos pasados. Otro trago y los primeros acordes acompañaron una voz ronca y eterna que cantaba “El tren de ayer se aleja, el tiempo pasa…”.

Pacífico con Sabina. Fotografía de Edgar Contreras
Pacífico con Sabina. Fotografía de Edgar Contreras

Entonces el lugar ya no era Gringolandia, ya no había más “permisos” o “perdones” que tramitar, tampoco existían los tipos que entrecerraban los ojos y se encogían de hombros. Había tan sólo un flaco eterno de bombín que extendía los brazos, sentado sobre una silla en medio del escenario, de espaldas a unos músicos increíbles, acompañando mi Pacífico de doble piso que temía vaciarse en cualquier momento y una voz de lija que dijo… Dijo Hola y adiós.


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