Concierto de trompetas celestes
Ficción | Edgard Cardoza Bravo nos ofrece una ficción escatológica en siete tiempos en torno al Apocalipsis.
Ficción | Edgard Cardoza Bravo nos ofrece una ficción escatológica en siete tiempos en torno al Apocalipsis.
Por Edgard Cardoza Bravo
Ciudad de México, 15 de diciembre de 2020 [00:01 GMT-5] (Neotraba)
Vi entonces en la mano derecha del que está sentado en el trono un libro en forma de rollo escrito por ambos lados, lacrado con siete sellos.
Apocalipsis 5:1
Caballo blanco. En tu espalda, un jinete color arcoiris ostenta un arco que emitirá flechas de palabras: tímida, temerosa quizá, la poesía se prepara a narrar la impureza del mundo, su tendencia de polvo, su vocación de sangre. Los balbuceos también entran en tu territorio, caballo blanco, y eso es lo que perciben los sellados oídos de estos tiempos por más poesía que sea derrochada: es tanta la estridencia, tan rabiosos los ecos del tráfago habitual, que da lo mismo lírica que injuria. Pero entendámonos, caballo blanco, tú debes continuar galopando, y tu jinete debe tensar el arco palpitante de palabras según sea el tamaño y el soslayo del blanco indiferente.
Marcial jinete delineado en el fuego: recién ascendidos a la luz hemos sido puestos a morir de enfermedades que encuentran en el símbolo su caldo de infección (gangrenas cuyo filo es más de espada en deberes celestiales que de carne tufosa, lunas sanguinolentas cayendo como higos sobre testas menguantes de mansedumbre y fe, soles negros proclamando brechas de llamarada para corceles verdes más crueles que la muerte, convulsiones de luz desmadejada en haces de dolor y podredumbre). Apocalipsis, es la palabra que describirá nuestra vida en el cauce de estos ríos de Dios. Lo que hubo nacido de su nombrar inocente, claro, transparente, habrá de sucumbir bajo sus símbolos. Somos el lenguaje cifrado de Dios (su símbolo de símbolos), ministros de su Reino de Albedrío. Lo que no se nos dijo es que el famoso albedrío llegaba únicamente hasta el umbral del alarido, nunca más allá, y que en ese lugar naufraga el símbolo: que al cruzar tales límites seríamos jinetes de su ira verbal inacabable, consumiéndonos.
Solo podrá salvarnos el silencio de Dios.
Se nos hizo creer que poseíamos recuerdos (para enunciar nuestra gracilidad de vasijas de lo eterno). Hoy únicamente nos miramos una y otra y otra vez en las imágenes de nuestras furias y fracasos. Éramos solo río que va siempre, transportando apariencias como hojas marchitas sin poder volver el rostro, sin poder corregir siquiera un guiño que haga menos bestial nuestro dolor, menos elemental nuestra vergüenza. Al principio de los tiempos se nos dijo: arcilla de lo mismo, hermanos sean, mas junto a la conseja nos fue dada una quijada de asno para tundir el vínculo hasta desfigurarlo.
Tarde nos enteramos, caballo negro: nuestra única memoria es el olvido.
Caballo verde, somos estadísticamente perfectos. Nos sirve de muy poco, pero en este arte de datar fruslerías somos exactos. Quién como nosotros calculando distancias; nadie como nosotros señalando linderos. Apenas emergidos a este reino de luz desmesurada ya la cifra mortal nos apagaba. No nos mata la edad ni el índice flamígero de Dios diciendo basta. Nos asesina el número que borra nuestra frente de los anales de lo eterno, la repetición del molde hasta lo vacuo, previa etiquetación para el olvido.
Minutos, días, años, son números de polvo que tienen como suma final el alma. Alma es la medición que lo eterno utiliza para tasar sus eones de oquedad.
Si no existiera el número, después de nuestro cuerpo, no seríamos almas sino dioses.
Todos un día despertamos con una cruz a cuestas, destilando limón por las heridas, deglutiendo vinagre a sorbos lentos. Ese día, sentimos que de pronto el sol nos aniquila y que una multitud cebada en nuestras llagas nos acosa hasta el punto del escarnio. Todo lo que escuchamos nos injuria como una profecía hábilmente tramada por algún dios perverso que de pronto no reconocemos. Paranoicos, vislumbramos legiones de furiosos romanos, soportables tan solo por lo que de judíos suponemos en ellos: por algunas monedas —justamente— irán con sus caifases a otro lado.
Aguijones de frío sobresalto me oprimieron el pecho esta mañana, sentí el torso cruzado de cilicios, las manos y los pies de crueles clavos. Y si no he terminado siendo mártir en la cruz que inicié cargando el día, fue porque un cierto Elías en un carro de fuego, marca Acme, llegó oportunamente y me ha traído a esta tierra que mana frugal leche de agave, miel en penca. Lejos de las parábolas pinto mi calavera desleída: aquí el cuerpo es más que cuerpo, el vino solo es vino…
Padre mío, ya que me abandonaste, la siguiente botella entra en tu cuenta.
Y ya que estamos lanzando profecías, digamos que, por ejemplo, lo que un día nace, al minuto siguiente se hace polvo, silencio de la tierra, podredumbre. Somos tan solo muerte, en viaje de recreo por la vida. Todo lo que miramos, nuestros sueños, las mujeres benditas que nos aman, son prestaciones del VTP que Dios nos ha asignado. En este panorama de sepulcros blanqueados de existencia, hay vistas para todos, hasta para esos muertos que degustan los placeres extremos de la vida. No todo es casa, alimento, familia, plaza pública. También existen virus endiablados, barcos que se hunden, terremotos, eructos de volcán, infiernos de hojarasca emergiendo de la boca del rayo, aviones sumergidos en la nieve, tornavidas que entretienen su muerte en los tornados.
Ya lo dije: no es todo aburrimiento en esta vida. Aborda el autobús estacionado exactamente dentro de ti mismo. Súbete al alma, hombre, olvida que estás muerto: ve y diviértete.
De forma clara nadie ha visto ninguno todavía, pero se les describe como seres alados que rondan silenciosos por todos los parajes de la tierra. Para no interferir la conexión entre Dios y los hombres con su ingente belleza, huyen de los espejos. No se sabe que Dios necesite salvaguardas, mas se dice que el llamado Miguel insiste en protegerlo con su espada. El de nombre Gabriel gusta de aparecerse entre los hombres, a revelar información privilegiada del mando celestial. Curiosamente, el más amado de todos estos seres de gracia, es un querube sin nombre al que todos designan “de la guarda”. Se asegura además que son melómanos, pero se duda seriamente de sus virtudes oficiantes: desde antes de que el mundo fuera mundo ensayan un concierto de trompetas que hasta la fecha no logran consumar.
De todo esto, lo cierto es que los ángeles son solo ejecutores indolentes del dictamen fatídico de Dios.